Las cartas de Franco a Hitler.

Caesar

16-12-2007

A mediados de mayo de 1940, la drôle de guerre, la guerra de mentira, dio paso a la batalla más impresionante de la guerra moderna. El ejército francés, tenido como el mejor dotado de Europa, y el cuerpo expedicionario británico fueron barridos en los Países Bajos por los ejércitos de Von Rundstedt y la divisiones Panzer de Heniz Guderian. En menos de un mes Francia capituló y 300.000 soldados británicos fueron expulsados por las playas de Dunkerque. El 10 de junio Mussolini declaró la guerra a Francia e Inglaterra. Soñaba con el retorno de otro gran imperio, que Ciano, su yerno, expresó tan gráficamente: “Para hacer grande a un pueblo hay que llevarlo al combate, y si es necesario, dándole puntapiés en el culo”.

Franco media a petición de Pétain en el armisticio francés, ocupa Tánger y pasa de la enfática declaración de neutralidad a la de “no beligerancia”, que en términos diplomáticos es la antesala de ir a la guerra. Pero también ve su oportunidad. Admirador hasta entonces del ejército francés, está convencido, como su Estado Mayor y clase política, de que Alemania tiene virtualmente ganada la guerra. Quiere quitarse las espinas clavadas a lo largo de los tres últimos siglos por los imperios inglés y francés, ajustar cuentas históricas y satisfacer reivindicaciones: Gibraltar, el Marruecos francés, Oranesado y posesiones en África occidental.

El dictador español toma la iniciativa y escribe a Hitler, iniciando una interesantísima correspondencia cruzada entre ambos en menos de ocho meses, que resultará decisiva para entender las razones por las que España quiso entrar y finalmente no entró en guerra. La carta está fechada el 3 de junio de 1940, seguramente posdatada, cuando las fuerzas aliadas ya han sido disipadas. El Caudillo está exultante por la victoria alemana y desea prestar a Hitler los servicios que considere más valiosos. Es el tiempo de la suprema tentación. Así llaman los historiadores al sueño de Franco, ante los avances del Eje, de reconstruir un nuevo imperio español.

“Querido Führer: En el momento en que bajo su guía los ejércitos alemanes están finalizando victoriosamente la mayor batalla de la historia, deseo manifestarle la expresión de mi entusiasmo y admiración, así como la de mi pueblo que conmovido contempla el glorioso desarrollo de una lucha que siente como propia y que llevará a término las esperanzas que ya alumbraron en España cuando vuestros soldados compartían con nosotros la guerra contra los mismos enemigos, aún cuando camuflados. (...) No necesito asegurarle cuán grande es mi deseo de no permanecer ajeno a sus preocupaciones y cuán grande mi satisfacción de prestarle en cada momento los servicios que Vd. considere como los más valiosos”.

Hitler valora más la neutralidad española, pensando que su concurso puede ser más un lastre que algo resolutivo para el final de la guerra contra Inglaterra. España está destrozada tras tres años de cruenta guerra civil, el ejército está mal equipado, hay hambruna, miseria, desabastecimiento y faltan materias primas, todo incrementado por el bloqueo anglonorteamericano. No obstante, envía a finales de junio al almirante Canaris, jefe del Abwehr (Servicio de Información) a Madrid para estudiar un ataque a Gibraltar. La propaganda del régimen espolea el entusiasmo bélico, en el momento que para Hitler la toma de Gibraltar pasa a ser prioritaria, decisiva para la suerte de la guerra.

Franco envía a Berlín el mapa del nuevo imperio español y las necesidades de abastecimiento y armamento más urgentes. El 15 de agosto escribe a Mussolini a fin de que le apoye ante Hitler en sus reivindicaciones. “Querido Duce: Desde el principio de la presente guerra ha sido nuestra intención hacer toda clase de esfuerzos para intervenir en el momento que se presentase una ocasión favorable hasta donde pudieran nuestras posibilidades. (...) Por todo ello, V. E. comprenderá la urgencia de escribir pidiendo vuestro apoyo para estas aspiraciones para reforzar nuestra seguridad y grandeza, a cambio de lo cual, V. E. puede contar absolutamente con nuestra ayuda para vuestra expansión y futuro”.

En el Diario de Guerra del Estado Mayor alemán se anota el 2 de septiembre que “cuanto ha pedido España como condición de su entrada en la guerra no será obstáculo para atacar Gibraltar”. Franco envía a su cuñado, Ramón Serrano Suñer, a Berlín el 13 de septiembre, al objeto de fijar con Ribbentrop y el Führer los detalles para entrar en guerra. Serrano, ministro entonces de la Gobernación, acude con un numeroso séquito de la jerarquía falangista, del que forman parte Antonio Tovar y Dionisio Ridruejo. El 18 de septiembre de 1940 el Führer escribe una larga carta a Franco informándole de lo hablado con Serrano.

“Querido Caudillo: (...) La guerra decide el futuro de Europa. No hay Estado europeo que pueda sustraerse a sus efectos políticos y económicos. También el futuro de España estará determinado, quizá para siglos, por el final de la guerra. Pero España es ya hoy, aun no participando todavía en la guerra, una víctima. El bloqueo que Inglaterra ha impuesto prácticamente sobre España no se va a flexibilizar mientras la misma Inglaterra no sea vencida, sino que se va a endurecer... La entrada de España en la guerra al lado de las potencias del Eje debe comenzar con la expulsión de la flota inglesa de Gibraltar y con la correspondiente inmediata toma de la roca fortificada.

Esta operación puede y debe realizarse con éxito en pocos días si se emplean en la acción tropas de asalto y medios de combate de alto valor y experimentados en la guerra. Alemania está dispuesta a ponerlos en cantidades necesarias a disposición y bajo el mando superior español. (...) Cuando Gibraltar quede bajo poder español, el Mediterráneo occidental queda desgajado para la flota inglesa como base de operaciones. (...) Para este objetivo –ya mencionado– Alemania está dispuesta a poner bajo el mando superior español no tan solo los medios bélicos necesarios, sino también ayuda económica en la máxima medida que le sea posible a la misma Alemania. (...) Caso de que España se decida a intervenir en esta guerra, Alemania está decidida a apoyarla tan leal e incondicionalmente como hasta la victoria final del mismo modo que lo hizo en la guerra civil española. (...) Con solidaridad de camarada”.

Por su parte, Franco y Serrano, que preparan el encuentro con Hitler en Hendaya y el protocolo de adhesión al Eje, mantienen una viva e intensa correspondencia manuscrita que un avión trae y lleva a diario de Madrid a Berlín. En ella el Caudillo felicita a su cuñado por cómo está llevando las conversaciones. Le dice que se “aprecia como siempre la altura y buen sentido del Führer y el egoísmo desorbitado de los de abajo”. Se congratula de que Hitler reconozca sus pretensiones en Marruecos. Asegura que para el futuro España “ofrece en Europa una masa guerrera y sobria estratégicamente colocada”, que pese a las dificultades internas y de escasez de medios, “debemos de estar metidos dentro, esto es, con derechos reconocidos, para estar en el menor tiempo dispuestos (...) a actuar rápidamente, desencadenando el ataque, con la garantía siempre de los suministros”.

Insiste en que “hay acuerdo completo entre el Führer y nosotros”, que su labor es “humana y realista” y de que no hay duda en la decisión, “si nos garantizan una guerra corta, no hay más que completar los preparativos militares; pero si la guerra es larga, no nos pueden arrastrar sin tener resueltos los problemas en forma soportable a nuestro pueblo”.

En tal frenesí, Franco contesta el 22 de septiembre a la carta de Hitler. “Quiero reiterarle, querido Führer, mi agradecimiento por la oferta de solidaridad. Le correspondo con lo mismo en la seguridad de mi fidelidad inquebrantable y sincera a Vd. personalmente, al pueblo alemán y a la causa por la que lucha. Confío en que en la defensa de esta causa podamos renovar las antiguas relaciones de camaradería entre nuestros ejércitos”.

“Soy el dueño de Europa”

Unos días antes del encuentro de Hendaya, Franco destituye sin previo aviso a Juan Beigbeder, su intrigante ministro de Asuntos Exteriores, que ya está a sueldo del Reino Unido, y coloca en el cargo a Serrano Suñer, el cuñadísimo. En Hendaya, el 23 de octubre de 1940, Franco saluda a Hitler. Durante la entrevista, el Führer le dice: “Soy el dueño de Europa y como tengo a mi disposición doscientas divisiones no hay más que obedecer”.

En las nueve horas de conversaciones, Franco recibe un chaparrón de agua fría. Si tan sólo hace tres semanas Hitler estaba dispuesto a reconocer por escrito que el Oranesado y Marruecos serían para España a costa de Francia, ahora no puede comprometerse a ello. El día anterior se ha entrevistado con Laval, primer ministro de Vichy, y al día siguiente lo hará con el mariscal Pétain. Ambos le han asegurado y rogado encarecidamente que si conserva la intangibilidad de las fronteras francesas, Alemania podrá contar con la colaboración de Francia en la construcción del nuevo orden europeo. Y a Hitler le interesa más este concurso, pese a las dificultades internas francesas, a fin de evitar que el ejército colonial francés se pase a De Gaulle, que dar satisfacción a las peticiones españolas.

Franco le dice que España siempre se ha sentido miembro del Eje. Y Hitler le expone que la finalidad principal es formar un frente total contra Inglaterra. “Para la constitución de esta alianza –asevera–, se interponen como obstáculos las peticiones españolas y las esperanzas francesas”. Francia va a sufrir mermas territoriales, pero no puede precisarlas. Pide al Caudillo que reflexione sobre lo siguiente: si se consigue marchar conjuntamente con Francia, el resultado de la guerra no significará grandes modificaciones territoriales; a cambio, el riesgo disminuye en una guerra en la que es mejor una rápida victoria, aún a costa de una ganancia menor, que un combate prolongado. Franco transige a regañadientes, no sin confesar a Serrano: “No nos podemos fiar. Si no contraen el compromiso firme de cedernos los territorios que son nuestro derecho, no entraremos en la guerra”. Pero al menos consigue retocar el protocolo secreto en cuanto a que la entrada de España se fijará de común acuerdo entre las tres potencias del Eje, sin precisar fecha. “Hoy somos yunque, mañana seremos martillo”, confiesa a su cuñado.

Hitler y Franco salen de Hendaya con mal sabor de boca. El Führer asegura a Mussolini que “Franco es un corazón valeroso que sólo por carambola se ha convertido en jefe”. Y Franco, ante los términos imprecisos del Protocolo de Hendaya, escribe a Hitler el 30 de octubre insistiendo en sus derechos territoriales: “Vos como todo el pueblo alemán no ignoráis que gran parte de lo que ahora reivindicamos le llegó a estar reconocido a España por los Tratados Internacionales, en los que la torpeza y la vacilación de los gobiernos liberales españoles retrocedió siempre a cada nueva exigencia francesa. Vos que habéis sabido levantar la ira y el orgullo del pueblo alemán contra los que le acorralaban y negaban el derecho a vivir, comprenderéis bien nuestro afán de librarnos de las renuncias liberales y de negar toda solidaridad con lo que por parte de España fue una sumisión, que yo no toleraré se prolongue. Reitero, pues, la aspiración de España al Oranesado y a la parte de Marruecos que está en manos de Francia y que enlaza nuestra zona del Norte con las posesiones españolas de Ifni y Sahara”.

El 12 de noviembre Hitler dicta la instrucción decimoctava, operación Félix: “El fin de la intervención alemana en la península Ibérica será arrojar a los ingleses del Mediterráneo occidental”. Y convoca a Serrano a una conferencia en el Berghof de Berchtesgaden, su refugio bávaro. Allí, rodeado de su Estado Mayor, de políticos y del ministro Ciano, le dice que de acuerdo con lo convenido en Hendaya, hay que fijar la fecha de la entrada de España en la guerra, porque “es absolutamente necesario atacar Gibraltar; lo tengo decidido”. Serrano, con la instrucción de Franco de que por encima de todo debe ganar tiempo, expresa lleno de patetismo: “Führer, somos germanófilos, (...) pero] nuestro pueblo vive en la miseria (...) y no podemos arrastrarle a la guerra hasta que no mejore esta situación”. La tensión es fuerte. Hitler le mira fijamente a los ojos y estrecha la mano de Serrano con firmeza, sin decirle nada.

Sin embargo, el Estado Mayor alemán no renuncia a atacar Gibraltar y fija la entrada de tropas en España para el 10 de enero de 1941. Franco se resiste ante el almirante Canaris porque “no es posible que España entre en la guerra en el plazo fijado porque no está el país preparado para ello”. Hitler se desentiende. Ya piensa en la operación Barbarroja (ataque a la Unión Soviética) y decide que no se realice la operación Félix, “pues ya no existen los requisitos políticos necesarios”. Amargado, le pasa el testigo a Mussolini, a ver si él consigue algo del díscolo y desagradecido Caudillo. “Franco es un general inepto –le dice al Duce en enero de 1941, sobre la entrevista de Hendaya– al que su propia incapacidad lo arroja enteramente en manos de la Iglesia católica, le falta valor político porque carece de fe en sí mismo y casi da pena”. Y le escribe una larga, dura y agria carta a Franco el 6 de febrero de 1941: “El combate que con grandes esfuerzos llevan a cabo hoy Alemania e Italia decide también, según mi más sagrada opinión, el destino futuro de España. Solamente en caso de nuestra victoria podrá mantenerse el actual régimen. Pero si Alemania e Italia perdieran la guerra, también quedaría excluido cualquier porvenir de una España verdaderamente nacional e independiente. (...) Alemania ya se declaró dispuesta a suministrar también alimentos –cereales– en las máximas cantidades posibles inmediatamente después del compromiso de la entrada de España en la guerra. Además, Alemania se ha mostrado dispuesta a sustituir las cien mil toneladas de cereales que están almacenadas en Portugal para Suiza y hacer que lleguen en beneficio de España. En todo caso siempre bajo la condición de la fijación definitiva de la entrada de España en la guerra. Porque, Caudillo, sobre una cosa debe haber absoluta claridad: estamos comprometidos en una lucha a vida o muerte y en estos momentos no podemos hacer regalos.

(...) ¡Lamento Caudillo profundamente su parecer y su posicionamiento! Puesto que: 1º

(...) El ataque a Gibraltar y el cierre de los estrechos hubieran dado un vuelco instantáneo a la situación en el Mediterráneo. 2º Estoy convencido de que en la guerra el tiempo es uno de los más importantes factores ¡Meses desaprovechados muy a menudo no se pueden recuperar! 3º Finalmente está claro que –si el 10 de enero hubiéramos podido cruzar la frontera española con las primeras unidades– hoy estaría Gibraltar en nuestras manos. Es decir: se han perdido dos meses que en otro caso hubieran ayudado a definir la historia del mundo.

(...) Caudillo, creo que (...) el Duce, Vd. y yo, estamos unidos por la más extrema obligación de la historia que nunca se pueda dar y que por ello en esta histórica confrontación debemos obedecer al superior mandamiento del conocimiento que en tiempos tan difíciles más puede salvar a los pueblos un corazón valeroso que una al parecer inteligente precaución”.

Franco asimila esos reproches y piensa la respuesta mientras se entrevista en Bordighera (Italia) con Mussolini el 12 de febrero de 1941. Al Duce le afirma que cree en la victoria final del Eje y que España entrará en la guerra cuando reciba suficiente trigo y se acepten sus aspiraciones. A su regreso a Madrid, redacta la carta para el Führer, que fecha el 26 de febrero de 1941, en la que le reafirma su lealtad y fe en el triunfo final de Alemania:

“Igual que Vd. estoy convencido que una misión histórica nos une indisolublemente a Vd., al Duce y a mí. No preciso que se me convenza al respecto puesto que, como ya le he dicho más de una vez, esto lo demuestra sobradamente nuestra guerra civil desde su mismo comienzo y en todo su desarrollo. Comparto su opinión de que la situación de España a ambos lados del Estrecho nos obliga a ver a Inglaterra, que quiere mantener allí su dominio, como nuestro mayor enemigo.

Donde hemos estado siempre, seguimos estando hoy, con firme resolución e inconmovible convencimiento. Por ello no debe dudar Vd. de la incondicional sinceridad de mis convicciones políticas y en mi absoluto convencimiento de la comunión de nuestro destino nacional con los de Alemania e Italia.

(...) Seguro que Vd. puede comprender que en una época en que el pueblo español padece hambruna y conoce todo tipo de privaciones y sacrificios, seguro que es poco apropiado el pedirle nuevos sacrificios si mi llamamiento no viene acompañado previamente de una mejora de la situación. (...) Esto es lo que, querido Führer, replico a sus declaraciones. Con ello quiero eliminar cualquier sombra de recelo y manifestar mi decidida completa disponibilidad de ponerme a su lado, unidos por un destino común, lo que en caso de eludirse significaría una autoliquidación y una traición de la buena causa que yo conduzco y represento en España. No se precisa confirmación de mi convicción en la victoria de su causa justa de la que seré siempre leal partidario”.

Fuente:

Jesús Palacios es historiador y autor de ‘La España totalitaria’ (Planeta)

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