Guerra en Abisinia

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28-03-2006

El 1 de marzo de 1896, la fiera y numerosa, aunque pobremente armada, hueste abisinia del ras Makonnen Walda derrotó al ejército expedicionario italiano del general Oreste Baratieri cerca de la localidad etíope de Adua, causándole más de 5.000 muertos. Con esta victoria había asegurado la independencia del reino de su señor, Menelik II, frente a las pretensiones de los italianos, quienes desde las recien ocupadas Somalia y Eritrea pretendían hacerse con el inestable estado etíope. La masacre de aquellos soldados europeos a manos de quienes se tenía por poco más que salvajes conmocionó a la opinión pública italiana. Desde entonces vio a los súbditos del monarca abisinio no sólo como bárbaros esclavistas, sino también como ingratos traidores que así pagaban la ayuda prestada por el gobierno de Roma para pacificar y modernizar importantes regiones del país. El paso de los años pareció atemperar las ansias vengativas de los peninsulares, pero el tema de Abisinia se conviertió en motivo recurrente para sus publicistas, que al grito de “Ricorda Adua!” mantuvieron presente el desastre en la memoria colectiva.

  La llegada de Mussolini al poder en 1922 no sólo no aminoró las apetencias italianas sobre el África oriental, sino que las propulsó. En sus primeros años en el gobierno el régimen se mostró cauto, llegando a firmar un pacto de amistad con los etiopes. Sin embargo, por sus especiales características, el fascismo veía en el uso de la fuerza un síntoma de vitalidad nacional. En la mente del Duce fue tomando fuerza la idea de una acción vigorosa en Etiopía no podía ofrecerle sino ventajas. La propaganda podría presentarlo ante el mundo como el magnánimo civilizador que había extendido la ley y el orden en un país en plena Edad Media, y sus connacionales verían en él al vengador de la afrenta de Adua. Los militares le agradecerían sus rápidos ascensos en una corta y fácil campaña, y la industria se vería favorecida por los pedidos que el desarrollo de la contienda exigiría. Es más, el excedente de población del sur italiano, sumido en una miseria que el régimen no lograba erradicar, y al que la crisis provocada por el Crack del 29 había cerrado su habitual vía de emigración a Norteamérica, podía hallar buen acomodo en las regiones más fértiles de Abisinia. Con el importante añadido de que la conquista de este territorio daría continuidad a las posesiones italianas en Eritrea y Somalia, ahora separadas en la costa por dominios franceses y británicos. Esto permitiría sentar las bases del Nuevo Imperio Romano que había prometido al rey Víctor Manuel III.

Sin embargo, antes de acometer semejante empresa, Mussolini debía lograr la neutralidad, y a ser posible la aquiescencia, de las principales potencias coloniales de la región, Francia e Inglaterra, Francia e Inglaterra. En especial por que los tres estados habían acordado a principios de siglo repartirse el estado etíope en caso de desintegración.

Francia fue la primera en ser tanteada. Corría el año 1934. Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores, vio en la tácita aceptación de la expansión italiana una vía de aproximación a Mussolini. Su objetivo era contrarrestar las veleidades expansionistas que sobre Austria mostraba el gobierno nacionalsocialista alemán. No obstante, un enfrentamiento entre tropas italianas y fuerzas locales en Ual Ual, posición más importante de las reservas de agua ocupadas por Roma, hizo ver a Laval la necesidad de pactos que dieran satisfacción y a la vez limitaran las ambiciones del Duce. Se estableció una ampliación de la colonia italiana de Libia en 114.000 km2 hacia el sur – básicamente desierto – y la entrega de 21.000 km2 entre la Somalia británica y Eritrea, así como la aceptación implícita de su intervención en Etiopía, aunque sin prever ocupación alguna. Pero quedaba lejos el logro de un pacto similar con los británicos.

Roma presionaba a Addis Abeba para recibir las reparaciones pertinentes por el incidente de Ual Ual, en el que habían muerto una treintena de súbditos italianos, y se inmiscuía cuanto podía en la política interna etíope alentando todo tipo de sublevaciones contra el emperador Hailé Selassié I. Éste, mientras tanto, pedía ayuda a la Sociedad de Naciones con escaso éxito, dadas las prácticas obstruccionistas utilizadas por la diplomacia italiana. Pareció que la reunión delos primeros ministros de Italia, Francia y Gran Bretaña en Stresa iba a ofrecer una buena oportunidad para resolver la disputa, pero no fue así. La declaración final conjunta se limitó a Hitler de los riesgos que corría si continuaba inmiscuyéndose en los asuntos privados de su vecino austriaco del sur. El conflicto etíope ni se mencionó, lo que hizo creer a Mussolini que Gran Bretaña le concedía cara blanca a sus aspiraciones africanistas. Nada más lejos de la realidad. En la sesión de la Sociedad de Naciones del 15 de abril, y a propuesta británica, se creó una comisión de arbitraje que decidiese sobre el contencioso, cuando ya Roma estaba concentrando tropas y armas en Eritrea y Somalia con vistas a la invasión de Etiopía. La reacción de la prensa italiana fue inmediata y airada. A los habituales ataques contra los etíopes se añadieron ahora los dirigidos contra el gobierno de Londres.

  Alarmado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, el nuevo ministro de Exteriores británico, Anthony Eden, viajó a Roma con una propuesta que pretendía calmar los ánimos de Mussolini. Se concedía a los etíopes una salida al mar por el puerto de Zeil, en la Somalia británica, a cambio de la cesión a Italia de la desértica provincia de Ogadén. El líder fascista lo rechazó con una frase que se haría célebre: “No soy un coleccionista de desiertos”. Y es que tal solución no sólo impedía la continuidad territorial pretendida por Roma, sino que abría la puerta a la colaboración anglo-etíope, algo que de ningún modo convenía a Mussolini. Aun así, los esfuerzos diplomáticos para evitar la guerra continuaron, y el 16 de agosto, Laval, ahora primer ministro de Francia, y Eden, presentaron un nuevo proyecto en el que se concedía a Italia el derecho de actuar en Etiopía en nombre de la Sociedad de Naciones, pero con la prohibición expresa de llevar a cabo la ocupación de territorio alguno.

La negativa a esta última propuesta hizo ver a las cancillerías europeas que la guerra era ya inevitable. Mussolini, avanzados como estaban los preparativos militares, no podía volverse atrás, por que ello pondría su credibilidad en entredicho. Así lo entendió el Negus cuando emplazó a la Sociedad de Naciones a garantizar la independencia del país. El traslado de algunas unidades de la flota de guerra británica al Mediterráneo hizo pensar a todo que Londres cerraría el canal de Suez, por el que cada día más tropas y pertrechos italianos iban llegando al África oriental. En realidad todo quedó en mero gesto. Nadie estaba dispuesto a ir a la guerra para defender el trono de quienes se decían herederos del Salomón y la reina de Saba. Por fin, el 2 de octubre de 1935 Mussolini anunciaba al mundo entero, desde el balcón principal del romano Palazzo Venecia, su decisión de invadir Etiopía. Se hizo efectiva al día siguiente, cuando tropas italianas procedentes de Eritrea cruzaron el rio Mareb.

Etiopía era en ese momento una de las pocas naciones africanas independientes. Sin embargo, carecía de infraestructuras, el grado de analfabetismo llegaba al 96% y las luchas entre los nobles eran continuas, por no hablar de las recurrentes sequías y hambrunas que periódicamente diezmaban a la población. El que según la tradición era el más antiguo país cristiano de África se mantenía en una situación próxima a la Edad Media. Contra ello se había propuesto luchar Hailé Selassié, aunque con escasos resultados hasta entonces. Su ejército era una muestra palpable de la situación real de Etiopía.

En teoría, todos los varones adultos podían ser llamados a las armas y debían rendir obediencia al monarca. En la práctica, su número quedaba reducido a los 250.000 combatientes, regidos por diversas estructuras y fidelidades entre sí. Los nobles locales, con frecuencia enfrentados, tenían sus propias huestes, de cuya fuerza solía depender la situación jerárquica. Existía, por otro lado, un ejército regular, o Mahel Safari (Ejército del Centro), que había sido la principal fuerza a la que los rivales de Hailé Selassié habían recurrido en su lucha por el trono. Así pues, el Emperador prefirió reforzar la Guardia Imperial, creada a partir de la gendarmería de la capital. Instruida por oficiales europeos, en vísperas de la guerra estaba integrada por 4.000 hombres armados con fusiles Mannlicher, más el doble en proceso de encuadramiento, y contaba con una compañía de ametralladoras, otra de morteros y diversas unidades de caballería. Sus mandos, de probada lealtad al monarca, habían sido escogidos entre los jóvenes de la nobleza, de los que alguno se había formado en Europa, mientras otros se instruían en la recién creada escuela de cadetes. Pero aunque dicha unidad se hallaba bien pertrechada y su concepción fuera moderna, no se trataba sino de una excepción dentro del grueso de un Ejército formado más por guerreros que por soldados, que destacaban por la falta de uniformidad, y el heterogéneo y obsoleto equipo del que disponían. De ahí su tendencia a reutilizar todo material capturado.

Sólo se contaba con un único vehículo blindado, mientras que la casi total carencia de aparatos de tracción mecánica obligaba a trasportar la impedimenta a lomos de asnos y camellos, cuando no a las espaldas de una tropa que debía desplazarse a pie. Poco mejor era su artillería. De las cerca de trescientas piezas existentes, las había auténticas reliquias, que contrastaban con la docena de anticarros Pak 35/36 suministrados por un Hitler receloso de la protección que Mussolini daba a los austriacos.

  La situación se convertía en dramática en el terreno de las comunicaciones. Las escasas emisoras de radio existentes quedaron pronto fuera de servicio. Hubo de recurrirse a mensajeros que debían salvar largas distancias, lo que tuvo funestas consecuencias para la necesaria coordinación de las fuerzas en una guerra de varios frentes.

La docena de aviones disponibles – entre los que se hallaban cuatro biplanos de reconocimiento y bombarderos Potez 25 – no pudo paliar la situación, pues la temprana deserción de algunos de los pilótos extranjeros que los tripulaban y la gran superioridad de sus enemigos los hizo desaparecer con rapidez de los cielos etíopes.

Pero, a pesar de las dificultades, los etíopes evidenciaron en todo momento una gran valentía y espíritu de victoria, y su perfecto conocimiento del terreno ocasionarían graves problemas a los italianos. Sin embargo, su tendencia a atacar en oleadas frontales, menospreciando el efecto de las armas modernas, y su incapacidad para resistirse a la tentación del pillaje los convirtió a menudo en presas fáciles de los tiradores italianos. La llegada de voluntarios extranjeros en apoyo de los etíopes, con demasiada frecuencia aventureros y traficantes, no mejoró en modo alguno la capacidad combativa de las fuerzas de Selassié. Por el contrario, en su mayor parte desaparecieron, algunos de ellos con pingües beneficios en el bolsillo, al comenzar la lucha.

Frente a tan abigarradas fuerzas , el Ejército italiano aparecía a ojos de todos como una eficaz máquina de guerra, lubrificada por las reformas modernizadoras del régimen. Sin embargo, se trataba de una verdad a medias, cuando no de una mera fachada. Las plantillas de sus unidades sehallaban siempre incompletas, mientras que las reservas de equipos y armas eran mínimas, y procedían en gran parte de la I Guerra Mundial. El fusil Mannlicher- Carcano 1891, la defectuosa arma básica de la infantería, hacía mucho tiempo que debía haber sido retirada, aunque hubiese otras de excelente factura, como el mágnifico mortero M-35 de 81 mm. También sus medios blindados (como el CV 3/35) y aéreos empezaban a quedar obsoletos comparados con sus equivalentes en otros ejércitos, aunque en Etiopía pudieron actuar a sus anchas dada la falta de auténticos contrincantes. Eso sí, se había diseñado un nuevo uniforme para los oficiales, completado con un casco de corcho a modo de salacot, para la que se preveía una rápida campaña colonial.

Tal como ocurría en la península, el nivel de adiestramiento y equipamiento de las unidades enviadas al África oriental variaba mucho. Destacaban por su efectividad las unidades de alpini y bersaglieri, así como los askaris eritreos, que solían emplearse como punta de lanza  en los ataques y que eran muy expeditivos con sus tradicionales enemigos etíopes. Las divisiones regulares y de Camisas Negras (MVSN) se hallaban a un nivel inferior. Con todo, la moral era muy alta, y los combatientes se sentían respaldados por una población que entendía la guerra como justa. No en vano, los propios yerno e hijos del Duce partirían para Etiopía.

Ante sus fronteras se reunieron más de 200.000 hombres (de los que 60.000 eran coloniales) que llegaron a contar con unas 800 piezas artilleras, 300 aviones y unos 200 blindados. Esta superioridad material, que luego se transformaría en numérica, y el pronto dominio del aire iban a ser las decisivas bazas que acabarían resolviendo el resultado de la campaña.

Al mando del general italiano De Bono, el dispositivo italiano preveía dos líneas de ataque convergentes, convertidas en frentes, que debían pivotar hacia el interior del país para encontrarse al este en Addis Abeba. La principal, que tenía carácter totalmente ofensivo y estaba dirigida por De Bono, partiría de Eritrea con las tres cuartas partes del Ejército italiano en el África oriental. Al resto de tropas, desplegadas en Somalia al mando del mariscal Graziani, se las había dispuesto con un tono mucho más defensivo.

Durante los primeros días de la contienda, las fuerzas italianas avanzaron sin grandes dificultades, puesto que Selassié había ubicado el grueso de sus tropas más hacia el interior. Ello permitió ocupar la emblemática ciudad de Adua a la tercera jornada de marcha, con el correspondiente alborozo de la prensa y la población italianas, que veían al fin lavada la secular afrenta. Pero la velocidad dada al avance por el precavido militar resultaba insuficiente a ojos de Mussolini. A tenor de la calificación de nación agresora otorgada por la Sociedad de Naciones a Italia, el Duce temía no sólo el corte del suministro de petróleo, sin el cual la máquina militar quedaba paralizada, sino también la intervención directa de Gran Bretaña. Así pues, acuciaba a De Bono para finalizar cuanto antes la contienda, sin tener en cuenta que la falta de vías adecuadas para los vehículos motorizados estaba obligando a sus tropas a dedicar casi más tiempo a construir carreteras que a combatir.

  Al final, la presión de el Duce surtió efecto, y De Bono, en contra de su opinión, inició una acción ofensiva hacia Macallé con la intención de conquistar la provincia de Tigre. Logró la captura de la ciudad y prosiguió en dirección a Amba Alagi, a pesar de dejar desguarnecido su flanco derecho, lo que le acabaría costando un disgusto.

No obstante, Mussolini había decidido relevar a De Bono, y lo ascendió a mariscal mientras entregaba el mando del Ejército expedicionario a Pietro Badoglio. Éste dispuso la reorganización del dispositivo a fin de acumular recursos suficientes con los que destruir el grueso delas fuerzas etíopes en una o dos batallas, derogando de paso la orden de De Bono que prohibía todo bombardeo sobre la población etíope.

No habían concluido aún los preparativos cuando un fuerte contingente etíope al mando del ras Immirú atacó por el río Tacazzé el flanco desguarnecido, y tras apoderarse del paso de Dembeguiná amenazó con copar al grueso del Ejército expedicionario. Durante varias semanas, ambas fuerzas lucharon por cada metro de terreno en inciertos y cruentos combates. En ellos, por vez primera, los aviones italianos lanzaron gas venenoso (gas mostaza) sobre los atacantes. En la batalla de Tembien, un ataque italiano procedente de Macallé lograría, a costa de graves pérdidas, dividir a las fuerzas enemigas y romper el cerco. Tras reponerse, Badoglio lanzó a sus fuerzas contra el ras Mulaghietá, el mayor obstáculo en el camino a Addis Abeba.

  Precedido por un fuerte bombardeo aéreo y artillero, el Ejército italiano avanzó en tres columnas destinadas a unirse en Antaló, al sur del macizo de Amba Aradam. De poco sirvió la valentía de los etíopes, que pusieron en más de un brete a los atacantes, ante la superioridad y mejor organización de las tropas de Badoglio. La batalla acabó convirtiéndose en una retirada general, que devino en carnicería por el incesante ataque de la aviación italiana. Murieron el propio ras y sus hijos. Igual suerte correrían poco después los ejércitos de los rases Cassa y Sejum, voluntariamente ajenos a la batalla que Mulughietá había librado, lo que permitiría al grueso del Ejército italiano, unos 200.000 hombres, avanzar como un todo hacia su objetivo.

Ante la derrota de sus jefes, al Rey de reyes le quedaban sólo dos opciones. La primera era enfrentarse a Badoglio con el resto de sus fuerzas, Guardia Imperial incluida, para detener el ataque y evitar la caída de la capital. La segunda, retirarse a Dessié y obligar a los italianos a perseguirle – lo que al alargar sus líneas de aprovisionamiento, los haría muy vulnerables a la guerra de guerrillas -, a la espera de que la época de lluvias posibilitara una tregua. Motivos políticos y morales le decidieron por la primera opción, aun a sabiendas de las pocas posibilidades que tenía, justo en el momento en que las tribus gallas se pasaban al enemigo. Como no podía ser de otra forma, las fuerzas etíopes fueron derrotadas en Maych´ew, dejando expedito el camino a la capital. Badoglio, que sería nombrado duque de Addis Abeba, entrar´lia con todos los honores en la capital el 5 de mayo de 1936. Poco después las tropas de Graziani y Badoglio se encontraban en Dire Daua, con lo que la guerra podía darse por concluida. Hailé Selassié huía hacia Inglaterra, no sin antes pasar por la sede ginebrina de la Sociedad de Naciones para echar en cara a los gobiernos allí representados su pasividad ante la agresión a su país. Unos días antes, el 9 de mayo, un exultante Benito Mussolini había proclamado desde su balcón del Palazzo Venecia el nacimiento del Impero, lo que convertía a Víctor Manuel III en rey-emperador. A pesar de los más de tres mil muertos italianos que la guerra había ocasionado, y de un importante déficit financiero que no podría corregirse, la popularidad del Duce entre sus compatriotas nunca había sido tan grande. Y nunca lo volvería a ser.

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03-04-2006

La situación en Africa antes de la campaña de Abisinia

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03-04-2006

Haile Selassie

Rodolfo Graziani

Pietro Badoglio

Mussolini, en una imagen excesivamente propagandística, pero me gusta.

Nonsei

07-04-2006

El mapa que has puesto es de Africa antes de la I Guerra Mundial. Fíjate que aún aparecen las colonias alemanas. En este otro aparecen el reparto de las antiguas colonias alemanas, las ganancias territoriales italianas en Libia, o la creación de la Unión Sudafricana en 1910, por ejemplo:

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07-04-2006

Si Nonsei, pero lo que ocurre es que no tenía otro mejor, y este refleja la situación antes de la guerra con Abisinia. Es preferible eso que nada, no creo que nadie tenga problema para entenderlo ;)

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