Historia de los bombardeos

Nonsei

28-03-2008

Este texto está formado por extractos del libro Historia de los bombardeos, del escritor sueco Sven Lindqvist. Lo he resumido, centrándolo en el periodo entre el nacimiento del bombardeo aéreo en 1911 y el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945, y limitándome además a la narración de los hechos cronológicamente y a la evolución en el tiempo de la concepción estratégica y de las justificaciones legales y éticas. El libro está lleno además de referencias literarias, de recuerdos personales del autor, y de testimonios de víctimas y testigos de los bombardeos, muchos muy duros, que no he querido incluir en el resumen.

Llaman la atención, por ejemplo, el vínculo que establece entre la utilización estratégica del bombardeo a poblaciones en las guerras coloniales de las primeras décadas del siglo XX, y su justificación moral en el mundo "civilizado", con el bombardeo masivo de objetivos civiles en la Segunda Guerra Mundial. O que los defensores del bombardeo aéreo en sus comienzos veían en él una forma de "humanizar" las guerras, que conseguiría acortarlas y reducir enormemente los daños.

El texto es largo, pero creo que vale la pena.

Nonsei

28-03-2008

*1911

¿Cuándo se considera que una ciudad está indefensa? ¿A qué distancia debe estar la defensa de una ciudad para que ésta no constituya un blanco permitido de los ataques aéreos? ¿Se considera defensa el transporte de tropas? ¿Las fábricas de armas? ¿Tal vez los hogares de la gente que trabaja en estas fábricas? ¿O sus hijos?

El artículo 25 de la Convención de la Haya deja innumerables preguntas sin respuesta. Puesto que la distinción entre una ciudad “defendida” o “no defendida” quedaba poco clara, volvió a surgir la cuestión esencial: ¿Deberían permitirse los ataques aéreos contra objetivos terrestres como método bélico?

En abril de 1911, el Instituto de Derecho Internacional convocó una reunión en Madrid a la que asistirían los expertos en derecho internacional más destacados de Europa, a fin de encontrar una respuesta a esta pregunta. La discusión se centró, sobre todo, en el tipo de daños que podía provocar el bombardeo de una población.

Paul Fauchille insistió en que la capacidad de los aviones para portar bombas todavía era muy reducida, si se comparaba con la capacidad de un acorazado de combate. Por tanto, los daños difícilmente podrían superar los ya aceptados en otros contextos bélicos y había, pues, que permitir los ataques aéreos.

La oposición, representada por Von Bar, argumentó que los ataques aéreos eran difíciles de limitar a un objetivo específico. Mientras la precisión fuera tan limitada que hiciera imposible evitar los daños a la población civil, los ataques aéreos deberían prohibirse.

A modo de compromiso entre estas dos posturas, se adoptó la siguiente recomendación: “Se permitirá la guerra aérea, siempre y cuando la población pacífica no sea expuesta a amenazas mayores que las que ofrecen los ataques terrestres o navales.”

Desde mediados del siglo XVI, el norte de África gozó de una posición relativamente independiente dentro del Imperio Otomano. Durante el siglo XIX, los turcos perdieron un territorio tras otro en beneficio de las potencias europeas y en 1911 sólo les quedaba una estrecha franja de litoral, entre el Egipto británico y el Túnez francés.

Ahora los italianos querían celebrar el cincuenta aniversario de una Italia unificada conquistando el último pedazo del norte de África que seguía en manos de los turcos: la ciudad de Trípoli con sus 30,000 habitantes y una vasta extensión de desierto habitada por cerca de 600,000 nómadas árabes. Pensaron que se trataría de un simple paseo militar.

Los que se encontraban fuera del alcance de las bayonetas eran bombardeados. El primer ataque aéreo fue un acto de venganza. Fue dirigido contra Taguira y Ain Zara, ya que estos oasis se habían distinguido en los combates. Las bombas ejercieron, según el primer comunicado del ejército del aire del 6 de noviembre, “un maravilloso efecto sobre la moral de los árabes”.

Tres días más tarde, los italianos declararon el fin de la guerra, un anuncio algo prematuro, como se demostraría más tarde.

Por tanto, cuando los italianos, en noviembre de 1911, realizaron los primeros bombardeos aéreos sobre algunos oasis de las afueras de Trípoli, pudieron defender estas acciones amparándose en el derecho internacional. Nadie podía alegar que las fuerzas aéreas habrían causado mayores daños a la población no beligerante o a sus propiedades que el ejército de tierra, que acababa de llevar a cabo una masacre despiadada de la población civil, o la fuerza naval, que en los días previos al ataque aéreo lanzó 152 granadas pesadas sobre los mismos oasis.

El peligro que comportaba el principio adoptado en 1911 por el Instituto de Derecho Internacional en Madrid era que cuanto más sangriento fueran los ataques sobre civiles cometidos por las antiguas armas de los ejércitos y aceptados por el derecho internacional, más les estaría permitido, en consecuencia, a las fuerzas aéreas.

1915

El principio que determinaría lo que más tarde ocurriría en Dresde y Tokio al final de la Segunda Guerra Mundial fue formulado a principios de la Primera.

“El punto crítico, el punto contra el que hay que asestar el golpe definitivo” es aquel en el que los servicios de extinción de incendios de la comunidad se vean desbordados. “Llegados a este punto, los daños causados deberán considerarse más o menos proporcionales a los medios y a los costes de su ejecución; más allá de este punto, la destrucción es desproporcionadamente grande. Es posible que la ciudad sea arrasada por completo”, escribió el matemático F. W. Lanchester en su libro El papel de la aviación de guerra (1915).

Pero, ¿acaso incendiar toda una ciudad, una ciudad indefensa situada lejos de las líneas del frente, no es un crimen contra la humanidad? “Siempre existirán las almas sentimentales”, contesta Lanchester. “Para éstas, la destrucción de una ciudad de cinco millones de habitantes pacíficos y todas las escenas de terror que tal incendio traerá inevitablemente consigo siempre serán fruto de una imaginación enfermiza”.

Por su lado, Lanchester considera que la destrucción de una ciudad mediante bombas incendiarias es una de las probabilidades que debe en tener en cuenta cualquier nación en nombre de la seguridad militar. No debe considerarse más improbable que cualquier otro acto hostil “del que puede ser capaz el enemigo”.

La capacidad de destruir las ciudades del enemigo es necesaria como método de intimidación, como “elemento disuasorio”, responde Lanchester. Con ello introduce un concepto que resultará de capital importancia en el pensamiento militar del siglo XX. La amenaza de represalia siempre tendrá, dice, un mayor efecto disuasorio que cualquier regulación “seudo legal” contemplada por el derecho internacional.

Sin embargo, cuando se tiene poder para tomar represalias ¿acaso no reusulta tentador utilizarlo, no sólo para disuadir de ataques a las ciudades propias, sino para conquistar a un enemigo que todavía no es –o ha dejado de ser– capaz de tomar represalias?

Sí, sin duda surgirá esta tentación –convenientemente encubierta, por supuesto –, como un deseo de acortar la guerra y de salvar la vida de los soldados.

1918

En septiembre de 1918, la Primera Guerra Mundial llevaba estancada cuatro años y los británicos, a fin de disuadir a los alemanes de bombardear Inglaterra, habían desarrollado una escuadra de bombarderos que superaba con creces la de los alemanes. Entonces, el ministro del Aire británico escribió al comandante de las fuerzas aéreas:

“Yo no me preocuparía demasiado por la precisión a la hora de bombardear estaciones de tren situadas en el centro de las ciudades. Los alemanes son muy sensibles al derramamiento de sangre y no me importarían unos cuantos accidentes a causa de la imprecisión, Aprobaría de buen grado que provocarais un gran incendio en una de las ciudades alemanas”. Las bombas incendiarias, añadió, podrían utilizarse con provecho en zonas residenciales más antiguas y, por tanto, más inflamables.

El comandante de las fuerzas aéreas, Hugo Trenchard, contestó con un mensaje tranquilizador: “Actualmente, la precisión no es especialmente alta y todos los pilotos tienen por costumbre poner sus huevos más o menos en el centro de la ciudad”.

Unos meses más tarde, cuando la guerra hubo finalizado, se formuló una demanda para que los pilotos alemanes que habían bombardeado Londres fueran llevados ante un tribunal, acusados de crímenes de guerra. El Ministerio del Aire británico protestó. Juicios de este tipo “pondrían una soga al cuello a nuestros pilotos en futuras guerras”. Puesto que el objetivo de los ataques aéreos británicos contra las ciudades alemanas había sido “debilitar la moral de los civiles (y con ello, su “voluntad de vencer”) mediante intensos bombardeos que destruirían vidas (de civiles y otros) y, a ser posible, originarían una conflagración que reducirían las ciudades a escombros”. En estos casos, la aplicación de la Convención de la Haya frustraría el verdadero propósito de los bombardeos.

Esto era alto secreto. Públicamente, las fuerzas aéreas continuaban diciendo todo lo contrario, al igual que había hecho el ejército a lo largo del siglo XIX. Era lo mejor que se podía hacer, escribió el Estado Mayor de las fuerzas aéreas en 1921: “Teniendo en cuenta las acusaciones que se han vertido por ‘la brutalidad’ empleada durante los ataques aéreos, tal vez sea recomendable formular normas menos severas y, al menos sobre el papel, seguir limitando los bombardeos a objetivos estrictamente militares... y evitar enfatizar en el hecho de que la guerra aérea ha hecho tales restricciones obsoletas e imposibles”.

La Primera Guerra Mundial se libró en los campos de batalla. En 1917, los británicos perdieron a 324,000 soldados en el frente occidental en sólo cuatro meses. Durante el mismo período de tiempo, Londres sufrió dos ataques aéreos que se tradujeron en un total de 216 muertos. El número total de fallecimientos por ataques aéreos en Gran Bretaña durante la guerra ascendió a 1.400, una fracción de lo que un solo día en el frente occidental podía llegar a costar.

Una vez finalizada la guerra, Gran Bretaña disponía de las únicas fuerzas aéreas independientes del mundo y un escuadrón de 3.300 aviones que jugó un papel apenas apreciable en el desenlace de la guerra. De pronto había que reducir las fuerzas armadas para que se adecuaran a los nuevos tiempos de paz. De pronto, cada cuerpo del ejército debía probar su indispensabilidad, tarea que resultaba más sencilla para los cuerpos tradicionales. Éstos estaban de acuerdo en que habría que desmantelar las fuerzas aéreas. El Gobierno británico encargó a Churchill la tarea de blandir el hacha.

Llegados a este punto, el comandante en jefe de las fuerzas aéreas Trenchard se la jugó todo a una carta: el Mulá loco de Somalia.

Mohammed Abdille Hassan, apodado el “Mulá loco” por sus enemigos, era una espina que el león británico llevaba clavada desde hacía mucho tiempo. Un sinfín de expediciones punitivas había fallado en su empeño de acabar con él. El Estado Mayor decidió entonces apostar por dos divisiones que, durante doce meses, llevarían a cabo una gran ofensiva contra el Mulá. Además, se preveía que serían necesarios varios millones de libras para la construcción de caminos, vías férreas y bases militares destinados a la ocupación del país.

Trenchard propuso atrapar al Mulá desde el aire con doce aviones y un máximo de 250 hombres. El escuadrón 221, que poco después bombardearía Tsaritsyn –más tarde Estalingrado– fue enviado a Somalia en nombre del Imperio Británico.

Mohammed Abdille Hassan no había visto nunca un avión, y mucho menos un bombardero. No dio muestras de temor. Hizo lo que acostumbraba a hacer cuando recibía visitas inesperadas: se vistió con sus mejores ropas y aguardó, rodeado de sus consejeros más eminentes, delante de su casa, bajó un baldaquín blanco que sólo utilizaba en ocasiones solemnes, la llegada de los emisarios extranjeros.

La primera bomba a punto estuvo de poner fin a la guerra. Mató a los consejeros de Mohammed y chamuscó sus ropas. El siguiente bombardeo dio muerte a su hermana y a otros miembros de su familia. Durante los siguientes dos días, los bombarderos británicos atacaron a Mohammed y a los familiares de éste que aún seguían con vida, mientras huían por el desierto como animales acosados. Finalmente fueron obligados a rendirse.

Tiempo requerido: una semana en lugar de un año. Coste total: 77.000 libras esterlinas, una insignificancia comparada con lo que el ejército había solicitado. Churchill estaba encantado. Persuadió al Gobierno para que mantuviera las fuerzas aéreas desde una consideración meramente económica. Luego ofreció a la RAF seis millones de libras esterlinas para que asumiera el control de la operación contra Iraq sustituyendo al ejército regular que, por entonces, ya había costado dieciocho millones de libras.*

Nonsei

28-03-2008

*1920

Al igual que otras potencias coloniales, los británicos llevaban años bombardeando sin descanso a los súbditos rebeldes de sus colonias. Todo empezó en 1915 con los patanes, una tribu de la frontera noroeste de la India. Limitarse a destruir sus aldeas no servía de gran cosa. En cambio, sí bombardeaban sus acequias, cortarían el suministro de agua, arruinando sus cultivos. Esto sí dio resultado.

En 1916 los británicos bombardearon a los insurrectos en Egipto y el sultán rebelde de Darfur. En junio de 1917 los bombarderos británicos sofocaron una revuelta en Mashud, en la frontera india con Afganistán. Durante la tercera guerra afgana, en 1919, el jefe de escuadrón británico Arthur Harris bombardeó las ciudades de Dacca, Jalalabad y Kabul. Cuenta en sus memorias que la guerra se ganó gracias a un solitario acierto de una bomba de diez kilos que cayó en el palacio del rey afgano. Harris se pasaría el resto de su vida intentando repetir esta gesta.

Ese mismo año, los egipcios exigieron la independencia y la RAF envió tres escuadrones de bombarderos para controlar a las masas rebeldes. En 1920, la ciudad de Enzeli, en Irán, fue bombardeada en un intento de crear un Estado títere británico. En Cisjordania, los británicos sofocaron una revuelta mediante el uso de bombas que acabaron con la vida de 200 cisjordanos.

Tan sólo diez años después del lanzamiento de la primera bomba, este tipo de actos ya formaba parte de la práctica militar. Sin embargo, en Iraq la misión sería distinta. Se llamaría “control sin ocupación”.La RAF y sus bombarderos debían sustituir a cincuenta y un batallones de soldados, los mismos que el ejército había necesitado para controlar un país que, durante la Primera Guerra Mundial. Se había liberado de siglos de sometimiento al Imperio Otomano y que rechazaba a los británicos como sus nuevos amos.

En principio, la población debía ser avisada antes de los bombardeos. En principio, se suponía que las casas, los animales y los soldados serían los objetivos de los bombardeos, y no los ancianos, los niños y las mujeres. En la práctica, las cosas no fueron siempre así. El primer informe de Bagdad describe un bombardeo que causó gran confusión entre los nativos y sus familias. “Muchos de ellos saltaron a las aguas de un lago, convirtiéndose así en blancos fáciles de las ametralladoras”.

Churchill expresó su deseo de no volver a recibir este tipo de informes. “La lectura del pasaje sobre el bombardeo que he marcado en rojo me ha contrariado profundamente. Su publicación significaría la deshonra del ejército del aire... Disparar deliberadamente contra mujeres y niños que se han refugiado en un lago constituye un acto vergonzoso y me sorprende que los oficiales responsables no hayan sido llevados ante un tribunal militar...”

1921

El primero en dar un paso adelante y reconocer abiertamente lo que otros habían ocultado fue el italiano Giulio Douhet. Llegó como joven cadete a Turín, capital de la industria automovilística italiana, y escribió su primer libro sobre el uso militar de vehículos motorizados (1902). En 1910 publicó un estudio sobre los problemas de las fuerzas aéreas y en 1912 fue nombrado jefe del recién fundado escuadrón aéreo de Turín. Al año siguiente, él y Gianni Caproni construyeron el primer bombardero pesado, un monstruo trimotor creado para convertir el bombardeo desde el aire en la principal forma de ataque.

Cuando estalló la Guerra Mundial, Douhet se hizo famoso por sus comentarios críticos de los acontecimientos bélicos y su alegato apasionado a favor del uso de los bombarderos pesados. Los generales se enfurecieron, Douhet fue cesado y juzgado en consejo de guerra. Sin embargo, fue rehabilitado cuando la derrota de Italia en 1917 demostró que sus críticas habían estado justificados. Varios años más tarde, el Ministerio de Guerra publicó la obra más importante de Douhet, El dominio del aire (1921). Salió en alemán en 1935 y en inglés en 1942, pero ya mucho antes ejerció una gran influencia sobre el pensamiento militar, sobre todo en Gran Bretaña.

El argumento principal de Douhet consiste en que la práctica bélica se modifica en función de los medios técnicos disponibles. Las alambradas y las armas de fuego rápido transformaron la guerra terrestre, el submarino transformó la guerra marítima. El avión y el gas tóxico traerían consigo unos cambios igualmente decisivos. La guerra del futuro sería una guerra total.

En tiempos pasados, la vida civil podía continuar relativamente inalterada destrás del frente. Incluso el derecho internacional creó una distinción legal entre “beligerantes” y “no beligerantes”. Hemos dejado este estado atrás, argumenta Douhet, puesto que la guerra aérea permite atacar al enemigo más allá de las líneas fortificadas y elimina la distinción entre soldados y civiles.

Los ataques aéreos nunca podrán alcanzar la misma precisión que el fuego de artillería. Pero tampoco es necesario; los objetivos de las bombas siempre serán amplios.

Para que los ataques aéreos prosperen, hay que dirigirlos contra grandes concentraciones de población civil. ¿Está esto prohibido? Todos los acuerdos internacionales alcanzados en tiempos de paz se los llevará el viento como si fueran hojas marchitas en época de guerra. Evitemos, pues, hacernos falsas ilusiones. Cuando luchas por tu vida –y hoy en día es la única forma de luchar– tienes el derecho sagrado a utilizar cualquier medio a tu alcance para evitar perderla. Destruir a tu propio pueblo por culpa de unos cuantos artículos legales sería una locura.

La guerra aérea ofrece, por primera vez, la posibilidad de golpear al enemigo donde es más vulnerable; el gas tóxico puede hacer que este primer golpe resulte devastador.

Se ha calculado que bastan entre 80 y 100 toneladas de gas tóxico para envolver una ciudad del tamaño de Londres, Berlín o París en una nube mortal, para después destruirla con bombas incendiarias lanzadas estratégicamente, mientras el gas impide que se extingan los incendios.

“Sin duda, la sola idea resulta espeluznante”, escribió Douhet. Especialmente aterrador es constatar que todas las ventajas recaen en quien ataca primero. Por tanto, no cabe esperar a que tu oponente utilice estas armas supuestamente inhumanas e ilegales primero para obtener el derecho moral (totalmente innecesario) a utilizarlas tú. No, la necesidad obligará a cualquier nación a utilizar las más efectivas armas que estén a su alcance, inmediatamente y con la mayor crueldad posible.

Entre los Estados que en 1907 habían firmado la Convención de la Haya todavía estaba “prohibido” todo tipo de bombardeo de ciudades, pueblos, viviendas o edificios que se encuentren indefensas”.

Sin embargo, la ambigüedad de la palabra “indefensas” también subsiste, como constató James Wilford Garner al compendiar el derecho internacional de la Primera Guerra Mundial en Derecho internacional y la guerra mundial (1920).

En ataques aéreos a ciudades, los daños militares han sido insignificantes o inexistentes, mientras que los civiles no beligerantes han sufrido uno y otra vez a la destrucción ilegal de sus vidas y propiedades. La aviación había causado regularmente lo que se había pretendido evitar, malogrando lo que se había propuesto lograr.

Por tanto, se necesitaban nuevas reglas. Garner sugiere que se permitan los ataques aéreos “dentro de la zona militar” y se prohíban los “ataques a ciudades y poblaciones alejadas de las líneas del frente”.*

Nonsei

28-03-2008

*1923

Lo bueno que tiene la guerra aérea es que, en lugar de matar a un pueblo, podemos destruir su economía, escribió el teórico militar británico J. F. C. Fuller en La reforma de la guerra (1923). El bombardeo de puentes y vías férreas paraliza el transporte de alimentos y municiones a los combatientes. Así no resulta necesario matarlos. “El uso extenso de aviones puede, por tanto, llevar a una victoria incruenta”.

El gas ofrece mayores posibilidades todavía de humanizar la guerra. Al utilizar gases letales, al menos se evita tener que despedazar los cuerpos de los soldados a balozos. Es cierto que el uso de gas mostaza daña a los hombres, pero sólo en contadas ocasiones los mata. Utilizando gas nervioso, los hombres sencillamente se quedan dormidos y pueden ser desarmados sin necesidad de herirlos.

Los ataques aéreos sólo pueden considerarse inmorales cuando causan mayores daños que una guerra terrestre. Es posible que la guerra del futuro golpee con mayor dureza a la población civil pero, por otro lado, las guerras serán más cortas y menos sangrientas, predijo Fuller.

Quinientos aviones, cada uno de ellos cargado con quinientas bombas de cinco kilos de peso llenas de gas mostaza, pueden causar daños a 200.000 londinenses en media hora, convirtiendo su ciudad en una furibunda casa de locos. Un corrimiento de tierras arrastrará al Gobierno en Westminter. “Entonces el enemigo dictará sus condiciones... De este modo, se podrá ganar una en cuarenta y ocho horas en incluso puede que sin pérdidas para el bando vencedor.”

En febrero de 1923, el oficial del Estado Mayor Lionel Charlton, recién llegado a Bagdad, visitó el hospital local de Diwaniya. Esperaba encontrarse con casos de diarrea y fractura de huesos, pero se vio enfrentado inesperadamente a los resultados de un bombardeo británico. La diferencia entre la una porra de la policía y una bomba saltaba brutalmente a la vista.

De haberse tratado de una guerra o una insurrección abierta, él, en calidad de oficial, no habría puesto objeción alguna, escribe en sus memorias, pero este “bombardeo indiscriminado contra una población pacífica, con riesgo de acabar, además, con la vida de mujeres y niños, era lo más parecido a una masacre gratuita”. Cada día que pasaba, desconfiaba más de los métodos con los que “se pretendía mantener una apariencia de ley y orden” en Iraq.

Pronto surgió un nuevo jeque dispuesto a impulsar una nueva revuelta que habría que castigar. Sin embargo, desde una altura de 1,000 metros no resultaba tan fácil alcanzarlo. Cuando las bombas explotaran inesperadamente en los concurridos bazares, también morirían súbditos inocentes e indefensos.

¿Era justo permitir que sufriera una ciudad entera por culpa de los crímenes de un solo hombre? Por otra parte, ¿realmente era un criminal? A lo mejor, los informadores que lo habían señalado tenían razones personales para calumniarlo. Bombardear una ciudad basándose en este tipo de información resultaba, cuando menos, una forma de despotismo que amenazaba con exacerbar el odio hacia los británicos.

El superior de Charlton, John Salmond, no tuvo pelos en la lengua a la hora de admitir que las bombas mataban a inocentes. Sin embargo, había que poner en práctica la política apuntada por el Gobierno. Si las fuerzas aéreas habían de sobrevivir como cuerpo independiente, tendrían que probar su eficacia y prescindir de sentimentalismos.

Tal como era de esperar, cuando el jeque rebelde fue bombardeado, más de veinte mujeres y niños perdieron la vida. Charlton ya no quería ser partícipe de esta política. Solicitó ser relevado de su cargo alegando motivos de conciencia. El cuartel general lo envió de vuelta a Inglaterra donde, en 1928, fue destinado a la reserva.

1924

El jefe de escuadrón Arthur Harris era la antítesis de Lionel Chertlon. Harris enfrentó su cometido con entusiasmo y participó personalmente en varios bombardeos. Le gustaba lanzar bombas y era bueno haciéndolo. Le seducía la idea de convertir aviones de transporte en bombarderos pesados que permitirían lanzar más y mayores bombas. Sin embargo, su mayor hazaña consistió en dejar caer una lluvia de pequeñas bombas incendiarias sobre los tejados de paja de las aldeas. En marzo de 1924 dio parte del resultado:

“Los árabes y los kurdos empezaban a pensar que si eran capaces de soportar un poco de ruido, también podían resistir un bombardeo; ahora saben lo que un verdadero bombardeo significa en cuanto a muertos y destrucción; ahora saben que en apenas cuarenta y cinco minutos se puede borrar una población de tamaño considerable de la faz de la Tierra (ver fotografías adjuntas de Kushan-Al-Ajaza) y cuatro o cinco aviones pueden matar o herir a una tercera parte de la población que, en realidad, no constituye un verdadero objetivo militar, ni ofrece una ocasión para que los combatientes alcancen la gloria, ni ninguna oportunidad efectiva de escapar”.

Estos mismos argumentos vuelven a aparecer en el borrador de un informe titulado “Notas acerca del método de aplicación de las fuerzas aéreas en Iraq”, que en la RAF presentó ante el Parlamento en el mes de agosto. Fueron borrados de posteriores versiones que, en su lugar, pusieron énfasis en que las fuerzas aéreas ofrecían un medio más humano para el control de pueblos ingobernables.

A comienzos de 1923 se reunió una comisión internacional en La Haya para intentar formular nuevas leyes militares para la aviación. El presidente de la comisión, el jurista norteamericano experto en derecho internacional, John Bassett Moore, relató sus conversaciones en Derecho internacional y algunas falsedades (1924).

Había dos propuestas enfrentadas. Los británicos pretendían limitar los bombardeos a “objetivos militares”, concepto que, no obstante, seguía sin ser definido. Los norteamericanos abogaban porque sólo se permitieran los ataques aéreos en “la zona de combate”, definida como la zona en la que enfrentan las tropas terrestres.

Incluso durante la Primera Guerra Mundial, el concepto “objetivo militar” demostró ser tan flexible que apenas ofrecía protección a nadie; durante la Segunda Guerra Mundial se amplió hasta que, una vez terminada la guerra, el globo terráqueo en su totalidad empezó a ser considerado un gran objetivo militar.

El término “zona de combate” era más fácil de delimitar a una zona al alcance del fuego de cierta artillería o a un número específico de kilómetros desde la primera línea del frente enemigo. De haberse elevado a ley la propuesta norteamericana (y si la ley se hubiera observado), Londres nunca habría experimentado el bombardeo alemán en 1940 y 1941, el Comando de Bombarderos británico se habría visto obligado a quedarse de brazos cruzados hasta después de la invasión de 1944 y los norteamericanos nunca habrían podido lanzar los bombas, por no hablar de las bombas atómicas sobre Japón, sin antes haber invadido el país.

Los japoneses se hallaban entre los partidarios del plan norteamericano. Sin embargo, el compromiso que finalmente alcanzó la comisión tuvo como punto de partida el concepto británico de “objetivos militares”.

“Cuando un objetivo militar esté situado de tal forma que no pueda ser bombardeado sin bombardear indiscriminadamente a la población civil, éste no podrá ser bombardeado”.

Los Estados Unidos y Japón estaban dispuestos a rubricar el texto, pero debido a las resistencia, sobre todo de Gran Bretaña y Francia, nunca se incorporó al derecho internacional. Sin embargo, continuó siendo durante mucho tiempo un precepto comúnmente respetado, aunque de ninguna manera vinculante.

La resistencia que despertaron tanto la propuesta norteamericana original como el compromiso final, al menos demuestra que ambos bandos estaban de acuerdo en que la distinción no estaba exenta de importancia. El texto propuesto no era, desde luego, mucho más claro que el recogido en la Convención de La Haya de 1907. Para los británicos habría resultado complicado justificar la creación de una nueva arma que no pudiera utilizarse sin cometer crímenes de guerra.

No obstante, existían juristas dispuestos a ignorar las leyes penales. J.M. Spaight era un destacado experto en derecho internacional y, a su vez, uno de los profetas más entusiastas de las fuerzas aéreas.

“Nos encontramos ante una nueva arma de un potencial casi ilimitado”, son las palabras que dan inicio a su libro Poder aéreo y derechos de guerra (1924, tercera edición 1947). “Es capaz de convertir la guerra tradicional, cruel y sanguinaria, en cirugía apenas sangrienta disfrazada de regulación internacional”.

Masacrar ejércitos y hundir flotas no es el objetivo final de la guerra, sino tan sólo el medio. El verdadero objetivo es psicológico.

Tanto la victoria como la derrota son estados anímicos.

Por primera vez en la historia fue posible alcanzar el objetivo sin antes matar soldados quienes, al fin y al cabo, son las herramientas armadas del pueblo soberano de la nación enemiga. Las fuerzas aéreas se dedicarán a acabar con la moral del pueblo, pues todo depende de su voluntad de seguir luchando.

Las operaciones de los ejércitos y las marinas de guerra irán perdiendo peso hasta alcanzar una importancia periférica. Los ataques a las ciudades constituirán la guerra en sí. El bando que ataque las ciudades del enemigo con mayor virulencia y éxito vencerá.

Ésta es la situación a la que deben adaptarse las leyes, según Spaight. Si los juristas todavía no se han dado cuenta de ello, la realidad no tardará en imponerse.

“El derecho internacional debe adaptarse a su tiempo. Ante nuevas circunstancias, éste debe mostrarse práctico, flexible y conciliador, antes que preciso, pedante y obstructivo”.*

Nonsei

28-03-2008

*1925

Los británicos no fueron los únicos en bombardear sus colonias hasta conseguir la sumisión. Los españoles mostraron mayor brutalidad en Marruecos. El 29 de junio de 1924, veinte aviones españoles lanzaron seiscientas bombas sobre aldeas cercanas a Tetuán que causaron grandes pérdidas civiles. Los árabes respondieron a estos “métodos bélicos cristianos” torturando y mutilando a los prisioneros de guerra españoles.

En el mes de septiembre, el consulado alemán en Tetuán denunció que los rebeldes marroquíes “eran castigados en el corazón de su país”. La aviación destruyó casas, incendió cosechas y atacó aldeas con gas mostaza.

La Convención de Ginebra de 1925 prohibió el gas. En el verano de 1925 la Cruz Roja solicitó permiso para enviar inspectores a la zona de conflicto para que investigaran las acusaciones de utilización de gas. Los españoles rechazaron la solicitud. En cambio, invitaron a dos militares alemanes para que sirvieron durante un tiempo en las fuerzas aéreas españolas “a fin de adquirir experiencia, sobre todo en el uso de gas en ataques aéreos”. En un informe secreto de aquel viaje, los alemanes escribieron que “España depende primordialmente del resultado de los ataques aéreos sistemáticos y del efecto devastador del gas asfixiante”.

“Todas las guerras son crueles y sus participantes tienen que estar preparados para cosechar crueldad. Los guerreros rifeños maltrataron a sus prisioneros españoles y franceses y, sin duda, en algunos casos, los mataron deliberadamente. Los franceses y los españoles lanzaron cientos de toneladas de bombas altamente explosivas sobre las ciudades rifeñas y del pueblo de Jubala. Los españoles utilizaron gas. Pero, en mi opinión, el acto más cruel, mas gratuito e injustificable de toda la guerra fue el bombardeo de la ciudad indefensa de Xauen en 1925 –cuando era sabido que todos y cada uno de los habitantes varones capaces de manejar un arma estaban ausentes– por un escuadrón de pilotos norteamericanos voluntarios en las fuerzas aéreas francesas. Un gran número de mujeres y niños totalmente indefensos fue masacrado y muchos otros quedaron mutilados o perdieron la vista”.

Francia y España se repartieron Marruecos en 1912, pero los españoles sólo llegaron a ocupar una estrecha franja del litoral y, en 1921, sufrieron una terrible derrota en Anual. La respuesta fue la ocupación de la ciudad sagrada de Xauen, en la que tan sólo tres europeos habían puesto sus pies anteriormente. Los españoles pretendían convertirla en una base para la conquista del interior, pero pronto se vieron atrapados allí y tuvieron que soportar cuatro años de sitio.

En otoño de 1924 ya no pudieron resistir más. Iniciaron la retirada el17 de noviembre. El 19 de noviembre llegaron las lluvias invernales y, con ellas, el ataque de las guerrillas. Los españoles quedaron encallados en el barro, abandonaron su material y no pudieron llevarse consigo a sus muertos. La retirada, de apenas diez kilómetros, se prolongó durante un mes y costó la vida a 17,000 hombres.

Éste fue el Dien Bien Phu español en Marruecos. Y también es, según Ali Raisuni, la razón por la que Xauen quedo reducida a escombros. El ataque aéreo no fue una operación militar, fue un acto de venganza.

Al mismo tiempo se estaba gestando una revuelta contra la dominación francesa en Siria. Se realizaron bombardeos extensos a lo largo del otoño de 1925 contra ciudades y aldeas en la región drusa. Se dirigieron ataques masivos contra Hama y Suwayda, pero especialmente controvertidos fueron los bombardeos de los barrios musulmanes de Damasco, el domingo 18 de octubre de 1925, que se cobraron más de mil víctimas civiles.

Los sirios protestaron aludiendo a las leyes de la guerra que prohíben el bombardeo de ciudades indefensas.

Los franceses sostuvieron que estaban tratando con “delincuentes” y que las leyes de guerra no eran aplicables a una acción policial.

El jurista norteamericano experto en derecho internacional, Quince Wright, quien analizó el caso, puso de manifiesto dos teorías que avalaban la postura de los franceses.

De acuerdo con la primera teoría, Siria, al igual que otras sociedades no europeas, quedaba por completo al margen del derecho internacional. Decía asimismo que existen tres clases de humanidad: la civilizada, la bárbara y la salvaje. El derecho internacional tan sólo reconoce a las sociedades civilizadas. ¿La razón? Porque los asiáticos y africanos no pueden detentar los mismos derechos que los europeos, de la misma manera que ciertos individuos, como por ejemplo criminales, dementes o menores, tampoco pueden.

“El derecho de las razas subdesarrolladas, al igual que el de los individuos subdesarrollados, no consiste en ser reconocidas por lo que no son, sino en el derecho a ser tuteladas, es decir, a ser conducidas para convertirse en lo que son capaces de ser y a través de ello, desarrollar sus aptitudes específicas”.

Según esta teoría, que fue abrazada por una serie de autoridades destacadas en el ámbito del derecho internacional, Francia había practicado una tutela de esta índole al bombardear Damasco.

De acuerdo con una segunda teoría, el derecho internacional no era aplicable al bombardeo de Damasco, puesto que la acción emprendida por Francia en Siria constituía un asunto enteramente doméstico. Aunque es cierto que Siria no formaba parte de Francia, los franceses se hallaban en Siria –al igual que los británicos en Iraq– a instancias de la Sociedad de Naciones. Parte de su misión consistiría en mantener el orden y la manera en que decidieran hacerlo sólo les incumbía a ellos.

De acuerdo con Wright, el bombardeo de una ciudad y el aniquilamiento de cientos de civiles no pueden considerarse acciones policiales. Tanta violencia significa guerra y, según las leyes de guerra, está prohibido bombardear ciudades indefensas. La pregunta que había que hacerse era, pues, si Damasco estaba defendida. Tan sólo por los franceses, es decir, que la ciudad estaba defendida por sus atacantes. Por tanto, la ciudad no estaba defendida y no podía ser bombardeada.

Conclusión: “En este caso concreto, parece que el bombardeo es contrario al derecho internacional y Francia, en calidad de potencia dirigente y responsable de mantener el orden, debe ser considerada culpable”.

Esta era una conclusión que Francia podía ignorar fácilmente, puesto que toda Europa hacía lo mismo. Así pues se limitó a enviar bombarderos más potentes y siguió adelante con la ofensiva. “Durante varios meses y siempre sin previo aviso, los bombarderos y los cañones atacaron las aldeas alrededor de Damasco hasta que, en abril de 1926, la mayoría de ellas habían sido reducidas a escombros”.

La Guerra Mundial destruyó millones de vidas humanas al combatir los puntos fuertes del enemigo. Tal vez había llegado la hora de descubrir su talón de Aquiles, de atacarlo donde era más débil. Éste es el argumento principal de París o el futuro de la guerra (1925), del joven estratega militar británico Liddell Hart.

Una manera acertada de romper la resistencia del enemigo consiste en “trastornar su vida normal hasta tal punto que prefiera el mal menor que supone la rendición”.

Estas mismas palabras se emplearon a menudo para justificar el bombardeo de las colonias británicas. “Trastornos”, “dislocación” eran términos que en realidad equivalían a quemar poblaciones y destruir diques, campos, ganados y almacenes de alimentos; en resumidas cuentas, los medios de subsistencia del pueblo. Éstos eran los métodos que ahora Liddell Hart quería ver aplicados en Europa.

“El avión nos permite pasar por encima del ejército que protege al Gobierno, la industria y el pueblo enemigos y atacar directa y prestamente la médula de la voluntad y la política del adversario”.

Se pueden hacer objeciones morales contra la aparente brutalidad de un ataque cuyo blanco es la población civil. Sin embargo, un ataque rápido y repentino desde el aire causa, en general, muchos menos daños que una guerra prolongada.

El gas se considera un arma particularmente inhumana. Sin embargo, el gas bien podría ser resultar ser la salvación de la civilización. La química es capaz de crear gases nervioso y anestésico que nos permitan “cosechar los frutos de la victoria, pero sin tener que recurrir a las matanzas en masa y a la destrucción de propiedades”. Por tanto, no debemos rendirnos a la alianza impía entre tradicionalistas militares y pacifistas sentimentales que buscan la prohibición total del uso de gases en las guerras y la limitación de los ataques aéreos a objetivos estrictamente militares, escribió Liddell Hart.

Diez años más tarde, tanto Fuller como Liddell Hart habían comprendido que las bombas no producían victorias inmediatas. Se precisarían muchos años para reducir a escombros las ciudades del enemigo. Fuller y Liddell Hart se contaron, tanto durante como después de la Segunda Guerra Mundial, entre los críticos más duros de los bombardeos estratégicos. Bombardear a civiles, dijeron entonces, no sólo es un acto bárbaro, sino también estúpido.

El profeta norteamericano de los bombardeos de terror fue William “Billy” Mitchell. Había adquirido experiencia militar durante la batalla contra la guerrilla filipina y estaba convencido de que con el avión había llegado una nueva era, en la que el destino de todos los pueblos se decidiría en el aire. “Gran Bretaña va a la cabeza de esta concepción del poder aéreo”, escribió en Defensa aérea (1925), remitiéndose al ejemplo de Iraq, país en el que las fuerzas aéreas británicas reemplazaron a las fuerzas de ocupación “reprimiendo rápidamente cualquier sublevación”.

Los ataques aéreos contra poblaciones civiles suavizarían el impacto de la guerram, dando lugar a victorias rápidas y duraderas. Durante la nueva era de la bomba, la cuestión de si un país debe o no entrar en guerra concernirá a toda la población, puesto que incluso los que viven alejados del frente estarán expuestos al riesgo de un ataque aéreo. Por esta razón, las fuerzas aéreas serán un agente muy poderoso para el mantenimiento de la paz, nos asegura Billy Mitchell.*

Nonsei

28-03-2008

*1928

El comandante de las fuerzas aéreas británicas, Hugo Trenchard, quien necesitaba el bombardeo estratégico para justificar unas fuerzas aéreas independientes, estaba incluso más convencido de que las leyes de la guerra carecían de sentido:

“Sin perjuicio de lo que podamos desear o esperar”, escribió en 1928, “no cabe duda que en la próxima guerra ambos bandos enviarán sin escrúpulos sus aviones para que bombardeen los objetivos que consideren más convenientes. Por tanto, ruego encarecidamente que aceptemos este hecho y nos enfrentemos a él”.

Originalmente eran los EEUU habían defendido otra postura. Pero, por entonces, ya llevaban siete años bombardeando a campesinos revolucionarios en Nicaragua sin tener en cuenta las víctimas civiles. Había llegado la hora de sacar conclusiones. En 1928, los EEUU abandonaron su intento de reforzar la prohibición de los ataques aéreos contra civiles recogida en la Convención de la Haya.

1930

El día de San Valentín de 1930 el general Douhet falleció silenciosa y plácidamente mientras dormitaba en su rosaleda. Pero antes tuvo tiempo de publicar su testamento:

“La gente llora cuando oye hablar de unos pocos niños y mujeres que han muerto durante un ataque aéreo pero, en cambio, se muestran impasibles cuando caen milles de soldados en acción”, escribió Douhet. “Todas las vidas humanas son, por descontado, igualmente valiosas, pero la de un soldado, la de un hombre joven y robusto, puede considerarse como un valor individual máximo en la economía general de la humanidad”.

Parece que, en este caso, el general le ha dado la vuelta por completo a la vieja idea según la cual un soldado debe sacrificar su vida para defender a su madre y a su hermana. En cambio, en una guerra aérea, el soldado sacrifica a su madre y a su hermana para que él, teniendo en cuenta su mayor valor militar, pueda seguir viviendo e infligiendo el mayor daño posible a las madres y hermanas del enemigo.

“La guerra”, escribió Douhet, “debe ser considerada fríamente, como una ciencia, sin reparar en la crueldad de dicha ciencia”.

“Hoy en día ya no resulta admisible la distinción entre beligerantes y no beligerantes, ni en la teoría, ni en la práctica. No en la teoría, puesto que en tiempos de guerra todos participan en ella: el soldado porta armas, la obrera carga las granadas, el granjero cultiva trigo, el científico investiga en su laboratorio. En la práctica, la distinción desaparece, puesto que hoy en día la ofensiva puede alcanzar a cualquiera. Parece que el lugar más seguro en guerras venideras serán las trincheras”.

En tierra, incluso fuerzas inferiores son capaces, durante un tiempo, de ofrecer resistencia. No así en el aire. “En el aire, las fuerzas combatientes están tan desnudas como espadas”. En tierra, la defensa es vital; en el aire, la defensa carece de valor. El que no está preparado, está perdido. La guerra aérea será breve; pronto uno de los dos bandos aventajará al otro, es decir, gobernará el aire y esta supremacía, una vez consolidada, será permanente.

“Un pueblo heroico es capaz de resistir las ofensivas aéreas más terribles, mientras haya esperanza de que terminen; pero cuando se ha perdido una guerra aérea, ya no hay esperanza de acabar con el conflicto... Un pueblo que es bombardeado hoy y no vislumbra el final de su martirio, a la larga, está condenado a pedir la paz”.

1933

En febrero de 1932 la Sociedad de Naciones celebró una conferencia de desarme. Alemanía volvía a estar presente en las negociaciones entre las grandes potencias. Al inicio de la conferencia, los alemanes abogaron por una prohibición total de los bombardeos: “Se prohíbe sin excepción el lanzamiento de material de guerra de cualquier tipo desde aeronaves, así como la preparación de tales acciones”. Como medida alternativa, los alemanes secundaron el plan norteamericano de 1922, según el cual los bombardeos sólo se permitirían en las zonas de combate. Suiza, Holanda y Bélgica objetaron que la inmunidad en estas circunstancias no sería más que una ilusión, puesto que sus países eran tan pequeños que quedarían comprendidos en la zona de combate. Suecia y los demás países nórdicos apoyaron a Suiza.

Gran Bretaña se debatía entre el deseo de proteger la capital europea más vulnerable, Londres, y la necesidad de bombardear a los súbditos rebeldes del Imperio. La propuesta británica contemplaba la prohibición total de los bombardeos “excepto con fines policiales en ciertas regiones remotas”.

Alemania, que había perdido tanto sus fuerzas aéreas como sus posesiones internacionales en el Tratado de Versalles, se opuso a la excepción. Los dos bandos habían llegado a un punto muerto.

En marzo de 1933, la conferencia sometió a discusión la cuestión de las bombas incendiarias como amenaza para las poblaciones civiles. Las bombas incendiarias no sólo causan daño donde caen, sino que el fuego que provocan se extiende de forma descontrolada. Por tanto, la conferencia se propuso prohibir las bombas incendiarias, así como las armas químicas y biológicas, que tienen el mismo carácter incontrolable. Una resolución de este tipo parecía posible, y se empezó a trabajar en los detalles prácticos.

Sin embargo, en enero de 1933, Hitler llegó al poder y empezó a rearmar Alemania. En octubre de ese mismo año abandonó la conferencia de desarme y se retiró de la Sociedad de Naciones. Sin Alemania, el intento de redefinir las leyes que debían regir las guerras aéreas, quedó en nada.

1935

Sin embargo, la Convención de la Haya de 1907 seguía vigente. En la edición de 1935 del texto estándar sobre derecho internacional, sin dar la más mínima muestra de flexibilidad ni de conciliación, Hersch Lauterpacht escribió:

“No debería, pues, caber la menor duda de que el derecho internacional protege a los no beligerantes de los bombardeos indiscriminados desde el aire, y que recurrir a tales bombardeos constituye un crimen de guerra”.

La redacción era tan precisa y pedante como lo permitía la ley. El propósito era precisamente el de impedir la guerra total, que cada día estaba más cerca.

“Guerra total” era una expresión que empezó a utilizarse en Francia durante la Primera Guerra Mundial. Douhet la llamó “guerra integral”. El término se hizo famoso gracias a La guerra total (1935), título de un libro escrito por el general Erich Ludendorff.

La guerra moderna es total, en la medida en que afecta a la vida y el alma de todos y cada uno de los ciudadanos de los países beligerantes. Los bombardeos aéreos han ahondado en el concepto al convertir toda la superficie del país beligerante en campo de batalla. “La guerra total es una lucha por el ser o no ser del pueblo y, por tanto, tiene una justificación moral, ausente en las guerras del siglo XIX”, escribe Ludendorff.

Las guerras coloniales eran “totales” para las tribus y los pueblos que luchaban por su vida, pero para el enemigo, que podía aplastarlos fácilmente, estos ataques eran “actos inmorales que no merecían el nombre de guerra”.

Ludendorff pertenecía a una nación sin imperio. Él vio claramente la conexión entre la guerra total que los pueblos de África y Asia habían tenido que soportar y la guerra total que le esperaba a Europa. La diferencia entre Ludendorff y Oppenheimer residía en que la “totalidad” misma que, según el jurista, hacía de la guerra total un crimen, a los ojos del general la dotaba de justificación moral.

La capacidad de las fuerzas aéreas para dominar sin ocupar era mayor a campo abierto, especialmente en regiones desérticas con objetivos claramente acotados, completamente visibles y con pocas posibilidades de ponerse a cubierto.

En cambio, en 1932, la RAF fracasó en su intento de reprimir una revuelta en Birmania, donde los rebeldes podían ocultarse en la jungla. En mayo de ese mismo año, la RAF bombardeó un alzamiento en el noroeste de la India, pero los rebeldes se dispersaron por las aldeas y desaparecieron. Lo mismo ocurrió una y otra vez. En cuanto aparecían los aviones, sus objetivos desaparecían. Lo único que quedaba por bombardear eran las aldeas en las que presuntamente se escondían los rebeldes. Si las bombardeaban, habría una avalancha de protestas; si no las bombardeaban, demostraban con ello su impotencia.

La prensa británica empezó a interesarse por la manera en que las fuerzas aéreas administraban la justicia. En mayo de 1935, el Manchester Guardian citó al coronel Osburn: “Cuando nuestras tropas llegan a una aldea bombardeada, los perros callejeros ya han empezado a hacer su trabajo, devorando los cadáveres de bebés y ancianas. Muchos sufren terriblemente por sus heridas, sobre todo los niños pequeños... que están cubiertos de moscas y piden agua a gritos”.

Ese mismo año, Arthur Harris se lamenta en su informe de que los gobernadores del África Oriental británica sufren una “fobia anti-bombardeos” y que espera que “la superen con el tiempo”. Por su parte, el comandante en jefe en la India escribe al virrey: “Aborrezco los bombardeos y sólo los consiento con graves remordimientos de conciencia. Que para impedir que unos cuantos miles de jóvenes rufianes cometan tonterías haya que bombardear pueblos habitados por miles de mujeres, niños y ancianos... me resulta una manera repugnante de hacer la guerra, sobre todo por parte de una potencia mundial contra un pueblo tribal”.*

Nonsei

28-03-2008

*1936

Los bombardeos británicos pasaron prácticamente desapercibidos. No obstante, el ataque italiano de Etiopía, en octubre de 1935, despertó la indignación general. Etiopía era el único país africano que había conseguido conservar la independencia y formar parte de la Sociedad de Naciones.

En mayo de 1936 los italianos tomaron la capital, Addis Abeba, y Mussolini declaró el fin de la guerra. El 30 de junio de 1936 el emperador exiliado, Hailie Selassie, compareció de nuevo ante la Sociedad de Naciones para hacer un último llamamiento a la conciencia del mundo:

“Italia no ha declarado la guerra únicamente a los soldados. Ha concentrado sus ataques contra las poblaciones alejadas del campo de batalla con la intención de aterrorizarlas y exterminarlas.”

“Ha instalado difusores en sus aviones para que éstos propaguen una fina lluvia de gas mortal por vastas extensiones del país”.

“Desde finales del mes de enero de 1936, soldados, mujeres, niños, ganados, ríos, lagos y montañas se han empapado de esta lluvia interminable de muerte. Con la intención de destruir a todo ser viviente, con la intención de asegurarse la destrucción de las vías fluviales y de los pastos, los comandantes italianos ordenaron a sus aviones que sobrevolaran una y otra vez el país. Éste ha sido el método de guerra más destacado”.

“Esta táctica espantosa ha dado su fruto. Han perecido hombres y animales. Todos aquellos que fueron alcanzados por la lluvia mortal huyeron, aullando de dolor. Todos aquellos que bebieron el agua infectada y que comieron los alimentos contaminados sucumbieron a una tortura insoportable”.

El discurso del emperador se ahogó en el estrépito en los silbidos de los periodistas italianos. Cuatro días más tarde, la Sociedad de Naciones reconoció la conquista de Etiopía y revocó las sanciones contra Italia.

Durante los siete meses que se prolongó la guerra, los 500 aviones de las fuerzas aéreas italianas realizaron 7.500 incursiones y lanzaron 85 toneladas de bombas. El hijo de Mussolini, Bruno, fue uno de los pilotos: “Tuvimos que incendiar las colinas, los campos y las aldeas... Fue realmente divertido... Las bombas apenas habían llegado al suelo cuando estallaban en medio de un humo blanco, se encendía una enorme llama y la hierba seca se incendiaba. Pensé en los animales; Dios mío, cómo corrían... Cuando se quedaron vacíos los portabombas, empecé a lanzar bombas manualmente... Fue muy entretenido... Rodeados por un cerco de fuego, alrededor de 5,000 abisinios encontraron una muerte desagradable. Era un infierno”.

Fue Bertrand Russell quien destacó este pasaje en su libro Poder (1938). Russell muestra especial interés por el sentimiento divino de poder que emerge cuando un ser humano tiene la oportunidad de destruir fácil y alegremente a otros desde una posición inalcanzable en lo alto del cielo. “Imaginemos un Gobierno que gobernara desde un avión y que visitara tan poco la tierra tan poco como los Gobiernos de hoy visitan el aire. ¿Acaso no tendría una visión completamente distinta de la oposición? ¿Acaso no exterminaría toda resistencia de la forma más cómoda posible?”

Probablemente, Mussolini pasó considerablemente menos tiempo en el aire que sobre la tierra, y sin embargo, ordenó emprender una política sistemática de terror y exterminio en Etiopía. Cientos de aldeas fueron incendiadas y los supervivientes, fusilados so pretexto de rebeldía. Muchos jóvenes intelectuales fueron asesinados metódicamente a fin de facilitar el gobierno del país. La primera generación de maestros de escuela primaria fue prácticamente aniquilada. Las masacres desde el aire y en tierra se sucedieron a lo largo de los cinco años que se prolongó el dominio italiano en Etiopía.

1937

¿Cuándo se inició realmente la Segunda Guerra Mundial? ¿Fue el 18 de septiembre de 1931, cuando los japoneses atacaron China, convirtiendo la provincia nororiental china en el Estado vasallo japonés de Manchukuo? ¿O fue en marzo de 1932, cuando las fuerzas aéreas japonesas bombardearon por sorpresa la ciudad de Shangai, causando varios miles de muertes civiles? ¿O tal vez fue en enero de 1933, cuando los japoneses ocuparon el norte de China, hasta alcanzar Pekín y Tientsin?

Los japoneses denominaron a esta guerra “el incidente de China”. Desde una perspectiva europea, todo había ocurrido demasiado lejos para que pudiera ser considerado una guerra mundial. El mundo se hallaba en Europa. En cambio, el ataque que realizaron los japoneses contra la estación de tren de Nantao el 26 de agosto de 1937 en el que murieron no sólo cientos de civiles chinos, sino que también fue herido el embajador británico, sir Hughe Knatchbull-Huggesson, sí tuvo cierta repercusión.

“Tales sucesos acontecen”, se vino a decir en la protesta oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, “cuando, de forma tanto ilegal como inhumana, se deja de hacer una clara distinción entre beligerantes y no beligerantes en la gestión de hostilidades en que el derecho internacional, y no menos la conciencia humana, siempre ha hecho hincapié”.

Los alemanes lanzaron millones de bombas sobre España durante la Guerra civil, librada entre 1936 y 1939. Unos cuantos miles cayeron sobre Guernica. Entonces, ¿por qué fueron estas 5.771 bombas las que hicieron historia?

Tal vez porque se trataba de una ciudad tan pequeña. La mayoría de los ataques alemanes se realizó contra importantes centros urbanos como Madrid o Barcelona, con las que veintinueve toneladas de bombas no pudieron acabar. ¿Qué podía significar la pérdida de doscientas setenta y una casas para una gran ciudad como Madrid?. Sin embargo, la destrucción del mismo número de casas en Guernica significó que todo el centro urbano fue arrasado. La devastación fue total.

Ésta no es la única explicación, pues también fueron bombardeadas otras pequeñas ciudades que no por ello adquirieron renombre. A unos cuantos kilómetros de Guernica se encuentra Durango, que fue atacada desde el aire a finales del mes de marzo de 1937 y repetidas veces a principios de abril. El número de víctimas civiles fue similar al de Guernica. ¿Por qué Durango no se convirtió en un símbolo?

“Nuestra ciudad era considerada una tosca ciudad industrial”, dicen hoy los habitantes de Durango. “Por entonces, Guernica ya gozaba de una posición especial al ser la capital de los vascos, el lugar en el que se reunían bajo el viejo roble sagrado. La destrucción de Guernica se convirtió en un símbolo porque Guernica ya era un símbolo”.

Otro factor decisivo fueron los corresponsales extranjeros que casualmente se encontraban en los alrededores y que llegaron a Guernica antes que las tropas de Franco. El informe más influyente fue el de George Steer, publicado en el diario londinense The Times. Para subrayar su importancia, el diario decidió publicarlo en la página del editorial.

Steer describe cómo llega a las dos de la madrugada a una ciudad envuelta en llamas cuyas calles son intransitables y donde, una tras otra, las casas incendiadas se desploman. Los únicos objetivos militares –una pequeña fábrica de armas y dos barracas– están situados a las afueras de la ciudad y han quedado intactos. La única finalidad del ataque parece haber sido aterrorizar a la población civil y destruir la cuna de la cultura vasca.

De hecho, los alemanes ignoraban la importancia cultural de la ciudad. Para ellos Guernica era un escenario cualquiera donde ensayar un experimento, un lugar donde poner a prueba una mezcla particular de bombas incendiarias, altamente explosivas y fragmentarias.

La imagen de un pequeño pueblo pacífico repentinamente sorprendido por el infierno de la guerra, de una antigua cultura profanada por vándalos voladores podrían haber caído pronto en el olvido, de no ser porque la propaganda fascista y nazi intentó encubrirlas. Durante cinco días se mantuvo a los medios de comunicación fuera de la ciudad de Guernica, mientras las tropas de Franco hacían desaparecer cualquier rastro de presencia alemana. Luego, los periodistas fueron recibidos con una nueva versión de los hechos que durante todo el régimen franquista prevaleció como la oficial: nunca hubo un ataque aéreo, los “rojos” incendiaron su propia ciudad.

En el período de entreguerras el miedo a un nuevo tipo de guerra, una guerra que de pronto caería como un rayo desde un cielo despejado sobre seres humanos pacíficos y desarmados, fue creciendo en Europa. Guernica le dio nombre a este miedo.

Así lo formuló en 1932 el dirigente del partido conservador británico Stanley Baldwin: “En la próxima guerra, cualquier ciudad al alcance de los aviones del enemigo podrá ser bombardeada durante los primeros cinco minutos de guerra de una manera inconcebible en la guerra anterior [...] La única defensa es un ataque, lo cual significa que tendremos que matar a más mujeres y niños y hacerlo de forma más rápida que el enemigo, si queremos salvarnos”.

Una serie de autoridades militares ya había tildado de absurda y anticuada la idea de ahorrar vidas civiles. La supuesta inmunidad de los civiles estaba, según M.W. Royse en Bombardeo aéreo (1928), en función del alcance limitado de la artillería. Ahora que la aviación había ampliado considerablemente el campo de acción, no había razón alguna para limitar la guerra a aquellos que fueran capaces de defenderse.

La destrucción  de Guernica vino a confirmar lo que todos esperaban. Por eso causó tanta impresión.

Los japoneses no eran víctimas inocentes. Al contrario, pues iniciaron la Segunda Guerra Mundial con el ataque a China sin que hubiera mediado provocación alguna. Iniciaron el bombardeo estratégico lanzando bombas incendiarias en 1939 sobre la capital provisional de China, Chungking, que se hallaba lejos de las zonas de combate. Un testigo ocular declaró a The Times:

El bombardeo fue la peor exhibición de asesinato desalmado en masa que hasta entonces habían sido capaces de perpretar los japoneses [...] Las zonas expuestas eran infiernos ardientes. Jamás había visto nada igual. Las casas de madera situadas en las laderas de la montaña, asentadas sobre largos pilotes, ardieron como yesca. El fósforo mantenía vivo el fuego y una brisa lo extendía [...] Un kilómetro cuadrado de casas estaba en llamas [...] Los gritos y aullidos de lso moribundos y los heridos resonaban en la noche, tan sólo amortiguados por el incesante rugido del fuego voraz. Fueron cientos los que intentaron escapar escalando los antiguos muros de la ciudad, pero fueron atrapados por las llamas y, como por arte de magia, reducidos a cenizas.

“Es la perseverancia del terror la que produce el impacto más mortífero sobre la moral”, reportó Edgar Show desde Chungking. Sin embargo, los ataques aéreos también pueden tener un efecto bumerán. “Sin duda, reforzaron la voluntad de resistir de la gran masa de gente, hicieron que el enemigo resultara más tangible y unieron al pueblo [...] El bombardeo extendido e indiscriminado de centros civiles mata a relativamente poca gente: las víctimas de los ataques japoneses durante un período de tres años no llegaron a 200,000. Pero despertaron un odio completamente personal que nadie que no se haya acurrucado en un sótano o hundido el rostro en la tierra para escapar de la incursión de los bombarderos, o haya visto a una madre buscar la cabeza arrancada de su hijo o sentido el hedor de colegiales quemados es realmente capaz de entender”.

Así empezó todo, muchos años antes de que hubiera caído una solo bomba incendiaria sobre Japón. Y así continuó. Los norteamericanos que habían servido en China ansiaban dar a probar a los japoneses su propia medicina. Uno de ellos fue Curtis E. LeMay.*

Nonsei

28-03-2008

*1939

En el primer día de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt apeló a las potencias beligerantes para que “bajo ningún concepto bombardearan desde el aire a poblaciones civiles o ciudades indefensas”.

Los dos bandos se comprometieron a ello. Sin embargo, los británicos no estaban satisfechos. Gracias a estas promesas se había credo una “situación artificial”, a la larga insostenible, puesto que no permitía bombardear más allá del frente, escribió Spaight después de la guerra.

Nada de bombardeos fuera de la zona de combate. Ésta era la postura de los norteamericanos, manifestada ya durante las negociaciones mantenidas en el período de entreguerras. Era una manera infalible de proteger a la población civil de los ataques aéreos, pero no permitía a los polacos bombardear Alemania, puesto que no podían trasladar hasta allí la zona de combate. Prohibía a Inglaterra bombardear Alemania mientras no tuviera un ejército luchando en el país, pero permitía a Alemania bombardear cualquier zona de Polonia en la que hubiera un frente. Por tanto, la única norma que realmente habría podido limitar los bombardeos habría sido una norma que concediera ventajas al atacante a costa del atacado, dando así pie a otros crímenes de guerra distintos a los cometidos por las fuerzas aéreas.

1940

Chamberlain rechazó las ofertas de paz de Hitler. Al mismo tiempo, reprendió a aquellos que pretendían empezar a bombardear Alemania. “Por muy lejos que otros decidan ir, el gobierno de Su Majestad nunca recurrirá al ataque deliberado de mujeres y niños y otros civiles con el terrorismo como única finalidad”.

Sin embargo, en la primavera de 1940 la guerra entró en una nueva fase con una serie de rápidas victorias alemanes sobre Dinamarca, Noruega. Holanda, Bélgica y Francia. El 26 de mayo, el ejército británico consiguió escapar a duras penas de sus garras en Dunquerque. El 14 de junio, los alemanes tomaron París y Francia se rindió. Gran Bretaña se encontraba sola ante la Alemania de Hitler. El ataque aéreo se había convertido en la única arma que los británicos podían blandir contra los alemanes.

La decisión que se había tomado voluntariamente el 11 de mayo resultó ser, apenas dos meses después, la última y desesperada vía por la que Gran Bretaña podía optar, si quería seguir luchando.

¿Por qué nunca se hizo pública  la decisión de Churchill de bombardear Alemania? En opinión de Spaight:

Porque dudábamos del efecto psicológico de la distorsión propagandística de la verdad: que fuimos nosotros quienes iniciamos la guerra estratégica. Por eso no nos atrevimos a darle la publicidad que se merecía a la decisión tomada el 11 de mayo. Sin duda fue un error. Fue una decisión espléndida. Fue tan heroica, tan sacrificada como la determinación de Rusia de adoptar la política de “tierra carbonizada”. Permitió a Coventry y Birmingham, Sheffield y Southampton enfrentarse cara a cara a Kharkov, Estalingrado y Sebastopol.

Para Spaight, en Defensa de las bombas (1944), los bombardeos eran heroicos. Para F. P.. J. Veale, en Camino de la barbarie (1948, 1953), no eran más que acciones vandálicas.

Veale considera la guerra de bombardeos un grandioso experimento en el arte de la ingeniería psicológica. ¿Qué sentido militar tenía enviar dieciocho bombarderos a la apacible campiña de Westfalia con la esperanza de destruir algunas estaciones de tren? Lo que en realidad se pretendía era algo totalmente distinto: provocar las represalias alemanas, manteniendo viva la voluntad de lucha de los ingleses. Se engañó a la opinión pública británica culpando de los ataques aéreos a Gran Bretaña de 1940 y 1941 a los dirigentes alemanes, cuando de hecho éstos, según Spaight, hicieron todo lo posible para acabar con los bombardeos.

Sobre todo, según Veale, la guerra de bombardeos significaba una derrota para el derecho internacional. Churchill no sólo sacrificó Londres y otras ciudades británicas, sino que también sacrificó los convenios para la protección de la población civil que a Europa le había costado doscientos cincuenta años alcanzar. “La espléndida decisión” reinstauró la barbarie. Atila y Gengis Kan deben estar frotándose las manos en el paraíso. “Para estos hombres, las posibilidades ilimitadas que ofrecía el nuevo método para alcanzar un antiguo propósito habrían resultado evidentes”.

El desafuero que, hasta entonces, los Estados europeos se habían permitido fuera de Europa, volvió a Europa con los bombarderos, escribe Veale.

Es una observación importante. Lo que a Veale se le escapa es que el Comando de Bombarderos no fue el único, ni siquiera el primero, en imitar los métodos utilizados en las guerras coloniales.

Hitler inició la Segunda Guerra Mundial con una ofensiva contra Polonia sin que mediara provocación previa. Para él, los polacos se hallaban fuera de la comunidad de los valores europeos y fuera de la protección del derecho internacional, que era una de las expresiones de estos valores. “Polonia será tratada como una colonia”, dijo. “Por tanto, he dado la orden a mis tropas de las SS –de momento, sólo en el Este– de eliminar despiadadamente y sin compasión a hombres, mujeres y niños de origen y lengua polacos. Sólo de este modo conquistaremos el Lebensraum que necesitamos... Polonia será despoblada y colonizada por alemanes”.

Ya habían sido eliminados 10,000 intelectuales –el mismo número de personas recogido en el Quién es quién sueco– durante los tres primeros meses, en un esfuerzo por privar al pueblo polaco de sus líderes. Dos millones de judíos fueron hacinados en guetos. Tras “la limpieza étnica” (como denominaríamos hoy en día esta operación), el país fue dividido y Alemania y su nuevo aliado, la Unión Soviética, se anexionaron vastas regiones del país.

En resumidas cuentas: de pronto, las despiadadas políticas expansionistas aplicadas por Italia en Etiopía y Libia, por España en Marruecos, por los Estados Unidos en Filipinas y por las democracias de Europa Occidental de Bélgica, Holanda, Francia e Inglaterra en Asia y en África durante más de cien años, llegaba ahora con Hitler a Europa, concretamente a Polonia, y de forma más brutal, si cabe.

Era obvio que esta brutalidad no podía limitarse a Polonia. Se extendió como la peste y, gracias a “la esplendida decisión”, llegó asimismo a caracterizar la guerra aérea.

En un principio, la decisión de Churchill de iniciar el bombardeo de Alemania sólo comprendía objetivos militares entre los que, no obstante, se contaban las comunicaciones, es decir, estaciones de tren, a menudo situadas en el centro de las grandes ciudades.

El 20 de mayo de 1940, la definición de “objetivos militares” se amplió hasta incluir objetivos industriales. De esta forma, también los barrios obreros cercanos a fábricas eran susceptibles de convertirse en objetivos.

El 6 de septiembre Hitler respondió con un bombardeo de ciudades inglesas que se prolongó durante un año y quitó la vida a 40,000 ciudadanos británicos.

El 16 de octubre el Gobierno británico decidió abrir las que, más tarde, durante la guerra de Vietnam, se llamarían “zonas libres”. Eran zonas donde no había restricciones para los bombardeos cuando las condiciones climatológicas, entre otras, imposibilitaban el ataque de objetivos militares o industriales.

Dos semanas más tarde, la pregunta era si valía o no la pena molestarse en buscar objetivos militares o industriales. Según declaró Churchill el 30 de octubre, se pretendía respetar la norma según la cual los objetivos debían ser siempre militares. Pero, a su vez, “las poblaciones civiles que rodean los objetivos militares deben sentir también el peso de la guerra”. Probablemente, Churchill no ignoraba que sus palabras recordaban a la famosa promesa del general Sherman según la cual haría que los Estados del sur percibiesen “la mano dura de la guerra” incendiando sus ciudades.

Éste era precisamente el nuevo cometido del Comando de Bombarderos: había que atacar entre veinte y treinta ciudades alemanas con bombas incendiarias seguidas de bombas altamente explosivas, a fin de impedir que los alemanes pudieran combatir el fuego.

“De este modo, la ficción de que los bombarderos atacaban ‘objetivos militares’ en poblaciones fue abandonada”, dice la historia británica oficial de la guerra aérea. “Ésta era la técnica que más adelante se conocería como bombardeo zonal”.

Churchill no quería admitir ante sus ministros que esta decisión suponía un cambio esencial en la política británica. Se trataba, dijo, de una “interpretación más amplia” de unos principios ya aplicados.

Y en cierta manera tenía razón. La decisión básica se había tomado el 11 de mayo. Después de esto, la guerra de bombardeos desarrolló sus propios y eficaces métodos para causar el mayor daño posible.

En la víspera de Todos los Santos, la RAF recibió la orden de atacar ciudades alemanas con bombas incendiarias. Una semana más tarde, los bombarderos británicos atacaron el lugar de nacimiento del nazismo, Munich. A la semana siguiente, los alemanes contestaron con un ataque sobre Coventry.

Coventry no era sólo una ciudad catedralicia; también era un centro importante de la industria armamentística británica, con dos grandes fábricas de aviones y una veintena de subcontratistas que producían recambios para motores de aviones. Estas industrias estaban situadas en zonas residenciales, cerca del casco urbano medieval altamente inflamable en el que las bombas incendiarias alemanas prendían rápidamente. Los daños a civiles (seis de cada mil habitantes de la ciudad murieron o fueron heridos de gravedad) se consideraron un efecto colateral inevitable.

Coventry resultó ser el ataque aéreo más exitoso hasta el momento. Apenas ninguna de las famosas industrias de Coventry quedó intacta. Pero, incluso así, la producción industrial de la ciudad no menguó más de una tercera parte y tan sólo se tardó un mes en recuperar el volumen de producción anterior a los bombardeos. Los alemanes calculaban que harían falta seis ataques consecutivos de éxito similar para destruir por completo la industria de la ciudad. Sin embargo, el aniquilamiento no sería posible.

“El bombardeo zonal” consiste en destruir un objetivo militar arrasando toda la zona en que se encuentra. Requiere una cantidad de bombas y aviones pesados de la que carecían los alemanes. Su bombardero estándar era un bimotor Heinkel 111, que claramente no cumplía los requisitos de alcance y de carga.

Incluso con aquellos aviones, los alemanes fueron capaces de lograr unas cuantas victorias aisladas, como la Coventry. ¿Incitaron al pánico? ¿Al derrotismo? ¿A las ansias de venganza? Ni por asomo, según los sondeos de opinión y las declaraciones de algunos testigos presenciales de entonces. La mayoría de los ciudadanos de Coventry se dio cuenta de que un ataque para vengar un ataque que, a su vez, era una venganza por un ataque anterior, no evitaría nuevas ofensivas. Tan sólo haría que la guerra se recrudeciera aún más.*

Nonsei

28-03-2008

*1942

En 1940, los ingleses lanzaron 5.000 toneladas de bombas sobre Alemania. En 1941 lanzaron casi cinco veces más: 23.000 toneladas. Pero el pánico y el derrotismo con los que los defensores de la guerra aérea habían contado y sobre el que innumerables autores habían fantaseado no acababa de materializarse. En agosto de 1941, un informe demostró que sólo una tercera parte de los aviones que sostenían haber alcanzado sus objetivos lo habían logrado realmente. La campaña de bombardeos engullía enormes recursos. Pero, ¿era efectiva?

En febrero de 1942 se planteó esta cuestión en la Cámara de los Comunes y el catedrático de Cambridge, A. V. Hill, criticó duramente el Comando de Bombareos: “Las pérdidas económicas durante los peores meses del bombardeo alemán equivalieron, más o menos, a las producidas con motivo de las vacaciones de Pascua [...] Todo el mundo sabe ahora que la idea de obligar a un enemigo bien defendido a la sumisión basándose en las bombas [...] es una ilusión [...] Ahora sabemos que la mayoría de las bombas que lanzamos no alcanzaron ningún blanco importante [...] El desastre de esta política no reside simplemente en su inutilidad, sino que además supone un enorme despilfarro de recursos...”.

Ahora sabemos que se necesitaron, en promedio, tres toneladas de bombas británicas para matar a un solo civil alemán. Cada bombardero mató a tres alemanes por ataque. De estros tres, tal vez uno trabajaba en la fabricación de material bélico.

Un miembro del Parlamento de nombre Garro Jones señaló que fabricar un bombardero cuesta diez meses más horas de trabajo que un caza, por lo que los alemanes podían permitirse perder nueve aviones por cada bombardero que derribaban. Y en cuanto a la precisión, Jones dijo: “Sabemos que estos bombarderos pesados no son operativos, salvo desde altitudes extremas o de noche. En el primero de los casos, son incapaces de alcanzar sus objetivos; en el segundo, no son capaces de localizar sus objetivos y, de hecho, no los han sabido localizar”.

Sir Stafford Cripps contestó en nombre del Gobierno que el bombardeo de Alemania se había decidido en un momento en que Gran Bretaña luchaba sola contra los alemanes. Las bombas, fueran éstas económicas o no, eran el único medio disponible para defenderse. La situación había cambiado y el Gobierno consideraría, cuanto antes, un cambio en la asignación de recursos.

La situación ya había cambiado en junio de 1941, cuando, de pronto, los alemanes atacaron a su aliado, la Unión Soviética. Volvió a cambiar en diciembre de 1941, cuando los japoneses atacaron la base naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor. Ambos ataques por sorpresa resultaron ser, en un primer momento, un éxito. Sin embargo, en diciembre de 1941, la avanzada alemana se detuvo a las puertas de Moscú y cuando los Estados Unidos, con su gran capacidad de acción, entraron en guerra, quedaron pocas dudas acerca del desenlace de la contienda.

La situación de emergencia que se había aducido para justificar el bombardeo británico de civiles ya no existía. Tampoco había ataques alemanes a los que dar respuesta; las fuerzas aéreas alemanas estaban totalmente comprometidas en el frente oriental y hacía ya tiempo que habían dejado de bombardear Inglaterra. Los bombarderos norteamericanos, al igual que los japoneses cuando atacaron Pearl Harbor, estaban centrados en el bombardeo de precisión contra objetivos estrictamente militares. Era el momento oportuno de cambiar las prioridades, tal como le había prometido sir Stafford Cripps a la Cámara de los Comunes.

En su lugar, se tomó una nueva y secreta “espléndida” decisión: el Comando de Bombarderos seguiría adelante e intensificaría el ataque a ciudades alemanas, sobre todo a las zonas residenciales. En apoyo a estas medidas, se presentaron una serie de análisis que mostraban que un solo bombardero era capaz, a lo largo de su vida útil, de dejar sin hogar a entre 4,000 y 8,000 alemanes. “A la gente no le gusta quedarse sin casa [...] Según las cifras aquí barajadas, deberíamos ser capaces de hacer diez veces más daño a las cincuenta y ocho ciudades principales de Alemania. No cabe duda de que esto podría quebrar el espíritu del pueblo alemán”. Por añadidura, se lograría dañar un cierto número de industrias y de comunicaciones.

Poco después se nombró al hombre que llevaría a cabo el plan: Arthur “Bomber” Harris. No tenía aficiones. Jamás leía un libro. Detestaba la música. Vivía por y para el trabajo. Su mejor amigo era un antiguo compañero de los bombardeos a Iraq. Su superior más próximo era un antiguo compañero de Adén. La pandilla volvía estar reunida, lista para volver a la carga.

La noche del 28 de marzo Harris puso en marcha su ofensiva contra las zonas residenciales alemanas. Dirigió un ataque nocturno contra Lübeck con bombas incendiarias, dejando a 15.000 personas sin hogar. El 18 de abril incendió Rostock. El 30 de mayo envió simultáneamente, y por primera vez, 1.000 bombarderos contra el mismo objetivo, Colonia, destruyendo los hogares de 45.000 alemanes y matando a muchos de ellos en el proceso. La verdadera ofensiva había comenzado.

Tras los primeros ataques nocturnos británicos contra ciudades alemanas en marzo de 1942, se intensificaron los trabajos de fabricación de un misil alemán. Uno de los oficiales más destacados, Walter Dornberger, recomendó una campaña de bombardeos de un mes de duración, día y noche, contra ciudades británicas. Creía que sembrando el caos y el pánico se aceleraría el final de la guerra.

Von Braun construyó un laboratorio dedicado al control de navegación en Peenemünde y añadió a su nuevo cohete un tercer giroscopio que mantendría su rumbo constante. Tras varios intentos fallidos, finalmente consiguió que el cohete, que vendría a llamarse V-2, se elevara ochenta kilómetros desde el lugar de lanzamiento. Al caer a tierra había recorrido 190 kilómetros desde el lugar de lanzamiento. “Ha nacido la nave espacial”, dijo Dornberger en su discurso ofrecido en el comedor de oficiales aquella misma tarde. Comparó el V-2 con la rueda, la máquina de vapor, el avión y el cañón de París.

Para el químico Fieser, la bomba incendiaria adherente era un problema puramente científico. Primero estudió el estado en que se encontraba la investigación y descubrió que las fuerzas aéreas norteamericanas no disponían de bombas incendiarias. Tan sólo había dos especialistas trabajando en el tema. Éstos recomendaban una bomba de dos kilos que creaba un charco de hierro fundido. Sin embargo, sus efectos no se habían evaluado científicamente.

Fieser empezó desde cero. Analizó los factores que determinaban la eficacia de una bomba incendiaria. Definió el concepto y creó un equipo para comparar los efectos de distintas bombas. Delimitó un objetivo y un método para evaluar los progresos.

A continuación empezó a buscar un material adecuado para crear los terrones de gel ardiendo. Resultó que una mezcla de goma y gasolina producía la pegajosidad deseada, a la vez que ofrecía una alta combustibilidad. Fieser eligió una envoltura metálica, M-47, originariamente pensada para el gas mostaza. La envoltura fue rellenada de gel en el laboratorio de Harvard y detonada detrás del estadio de la universidad.

El resultado superó todas las previsiones. Fieser viajó al arsenal de Edgewood llevando la nueva bomba en su compartimiento del coche cama. El mozo de equipajes que la transportó la depositó sobre la litera inferior y dijo: “Pesa como una bomba”.

Cuando en 1964 Fieser cuenta esta historia en sus memorias se muestra claramente orgulloso de sí mismo y de la manera, científica e imaginativa a la vez, en que solucionó el problema.

No era una casualidad que las fuerzas aéreas norteamericanas no dispusieron de bombas incendiarias. Los norteamericanos eran expertos bombarderos de precisión.

El visor desarrollado por Carl Norden les sirvió de punto de partida en el aspecto tecnológico. A mediados de los años treinta, este invento hizo posible calcular cuándo una bomba debía abandonar el avión para alcanzar un objetivo determinado en tierra. Su estrategia se basaba en que el sistema de transporte necesita combustible. Así pues, no era necesario destruir líneas de ferrocarril para inutilizarlas; bastaba con bombardear la fábrica de combustible.

Las destrucción masiva era un procedimiento poco inteligente. Se trataba más bien de encontrar y alcanzar los puntos más vulnerables de la infraestructura del adversario. Por tanto, las bombas incendiarias, con sus efectos incontrolables, no tenían cabida en una estrategia como ésta.

Cuando los norteamericanos empezaron a bombardear Alemania en agosto de 1942 junto con los británicos, las bombas incendiarias se sustituyeron con bombas altamente explosivas, los bombardeos nocturnos por los diurnos y los bombardeos zonales por los de precisión.

Los oficiales norteamericanos de rango intermedio tuvieron que soportar una gran presión, no sólo de sus colegas británicos, sino también de sus superiores, quienes exigían resultados, y de sus hombres, que no querían morir.

Se puede estudiar el proceso hasta el último detalle, puesto que se han conservado todas las decisiones y los razonamientos que las sustentaron, día a día, escuadrón por escuadrón. El historiador Conrad C. Crane ha revisado el material y ha llegado a la conclusión que, a pesar de la presión, los oficiales norteamericanos perseveraron en los bombardeos de precisión como estrategia primordial hasta los últimos meses de la guerra. La diferencia entre las operaciones emprendidas en Europa y Japón resulta llamativa.

En agosto de 1942, cuando Alemania se hallaba en la cúspide de sus conquistas, se inició el Proyecto Manhattan en los Estados Unidos. En noviembre, la compañía Westinghouse suministró tres toneladas de uranio puro. Enrico Fermi y Leo Szilard empezaron a construir un rector.

El 2 de diciembre de 1942, a las 3:30, el reactor consiguió la primera reacción en cadena. Szilard lo cuenta así: “Estreché la mano de Fermi y le dije que creía que este día pasaría a la posteridad como un día negro en la historia de la humanidad”.

A pesar de ello, él y sus colegas siguieron trabajando, temerosos de que los científicos de Hitler se los adelantaran. Una vez que el hundimiento de Alemania estuvo próximo y que quedó claro que Hitler no disponía de una superarma, la situación cambió. Szilard escribió a Roosevelt, advirtiéndole de la guerra de terror que desencadenaría si utilizaba la bomba atómica.

Roosevelt murió antes de recibir la carta.*

Nonsei

28-03-2008

*1943

En 1942, 37.000 toneladas de bombas cayeron sobre Alemania, sobre todo de noche y en zonas residenciales. De acuerdo con un documento fechado el 5 de octubre de 1942, Charles Portal, comandante de las fuerzas aéreas, planeó aumentar la cantidad de bombas a 1,250.000 toneladas durante los dos años siguientes. Se calculó que, con ello, se podría llegar a matar a un millón de civiles, lesionar gravemente a otro millón y dejar a veinticinco millones sin techo. El ministerio del Aire rogó que les ahorraran este tipo de cálculos: “Resulta innecesario e indeseable que en cualquier documento referente a nuestros planes para la guerra aérea se destaquen aspectos contrarios a los principios del derecho internacional como pueden ser éstos, y contrarios asimismo a las declaraciones hechas hace algún tiempo por el Primer Ministro, según las cuales no debemos utilizar los bombardeos para aterrorizar a la población civil, ni siquiera a modo de represalia”.

En otras palabras, resultaba innecesario decir la verdad. No era deseable, ni siquiera en un documento interno. Y si la Cámara de los Comunes presionaba, tal como lo había hecho con Harold Balfour el 11 de marzo de 1943, siempre se podría recurrir a adverbios como wantonly, (gratuitamente). “Puedo asegurarles”, dijo Balfour, “que nosotros no bombardeamos a mujeres y niños gratuitamente”. No lo hicieron tampoco “arbitrariamente”, ni “desconsideradamente”, ni “por placer”, ni “caprichosamente”. Eso lo podía asegurar Balfour. Lo que, por otro lado, nunca negó fue que lo hicieran intencionadamente.

El veterano laborista Richard Stokes no estaba satisfecho con la respuesta. El 31 de marzo formuló la pregunta de manera más específica, al preguntar si “en algún momento, los pilotos británicos habían recibido instrucciones de bombardear ciertas zonas, en lugar de limitar sus incursiones a objetivos meramente militares”.

El Gobierno contestó: “Los objetivos del Comando de Bombarderos siempre son militares, pero los ataques nocturnos a objetivos militares implican necesariamente el bombardeos de la zona en la que éstos están situados”.

Stokes contestó con otra pregunta todavía más específica; “¿Es cierto que los objetivos del Comando de Bombarderos no son sólo militares, sino zonas extensas, y que sería acertado decir que, probablemente, la zona mínima tiene, hoy por hoy, una extensión aproximada de 40 kilómetros cuadrados?”

El Gobierno se limitó a contestar que su política no había cambiado.

Stokes repitió su pregunta.

El portavoz del Gobierno lo calificó de “incorregible”, aunque siguió sin responder a la pregunta.

Por supuesto, todo era una parodia en la que se simulaba mantener informado al Parlamento, tal y como cabía esperar en una sociedad democrática. En una dictadura como la de Hitler no hubo tal portavoz del Gobierno a quien dirigir preguntas.

Los ataques aéreos británicos a Hamburgo causaron más muertes que todos los ataques alemanes a ciudades inglesas juntos. En una sola noche, la del 27 de julio de 1943, murieron más de 50,000 personas, en su mayoría mujeres, niños y ancianos.

Esta incursión fue la más exitosa hasta el momento en la historia del Comando de Bombarderos. Todo salió según los planes. Los británicos consiguieron anular el radar enemigo con planchas de aluminios, de manera que los bombarderos pudieron actuar prácticamente a sus anchas. Los aviones de reconocimiento soltaron sus marcadores en las posiciones oportunas y 1,200 toneladas de bombas incendiarias cayeron en apretados racimos sobre las zonas residenciales escogidas.

Varios días de temperaturas altas y escasa humedad propiciaron que las casas fueran especialmente inflamables. Los bomberos estaban ocupados intentando sofocar el incendio de un ataque anterior en una parte de la ciudad, lejos del objetivo actual. Miles de pequeños focos se unieron en un único y devastador infierno que succionó grandes masas de aire hacia su centro, donde se consumió todo el oxigeno. La tormenta de fuego alcanzó niveles de huracán.

“Fue como asomarse al interior de un volcán en erupción”, recuerda uno de los pilotos.

“Pobres diablos”, escuchó otro que decía su capitán pro el intercomunicador.

Aquellos pobres diablos se hacinaban en los refugios antiaéreos de los 16,000 edificios de apartamentos que se quemaron. Todos aquellos que siguieron las instrucciones y se dirigieron obedientemente a los refugios murieron. Se asfixiaron cuando el refugio se llenó de humo o cuando la tempestad de fuego hubo consumido todo el oxígeno. El estado de sus cuerpos evidenciaba el motivo de su muerte.

El ataque a Hamburgo fue excepcional sólo en cuanto a que resultó un éxito singular, afirma el historiador británico, Martín Middlebrook. En Hamburgo, el Comando de Bombarderos logró llevar a cabo lo que los bombarderos pesados intentaban hacer cada noche cuando despegaban con rumbo a Alemania.

Arthur Harris estaba orgulloso de los resultados. Pidió al departamento que declarara clara y llanamente que el objetivo de la ofensiva de bombardeos había sido “la destrucción de las ciudades alemanas y de sus habitaciones”.

A esta declaración siguió una correspondencia grotesca en la que el Ministerio negó categóricamente que Harris estuviera hacienda lo que ambas partes sabían que se estaba tratando de hacer.

La gente se acostumbró incluso a lo impensable. Hamburgo, como antes hizo Coventry, echó por tierra todas las previsiones anteriores a la guerra sobre cómo reaccionarían los civiles a las bombas. Resultó que los ciudadanos no se volvieron lunáticos, ni bestias salvajes. Antes al contrario, cerraron filas. Acudieron a trabajar como de costumbre.

A finales del año, el 80% de la producción industrial de Hamburgo se había restablecido. Los ciudadanos vivían en los sótanos, donde todos eran Kumpels (colegas). “Lo compartimos todo. La gente se ayudaba. Cualquiera podía pasear solo por las calles, sin riesgo de que le robaran o asaltaran... Hoy en día, resulta arriesgado incluso usar el Metro”.

Sin embargo, Harris seguía confiando en que ganaría la guerra por sus propios medios. En 1943 los aliados lanzaron un total de 180,000 toneladas de bombas sobre Alemania. El 7 de diciembre Harris comunicó que había completado la destrucción de una cuarta parte de las treinta y ocho ciudades alemanas más importantes. Durante los primeros meses de 1944 esperaba destruir una cuarta parte más de ellas, lo que forzaría al enemigo a rendirse y haría innecesaria la invasión.

El Estado Mayor de las Fuerzas Aérea respondió que sólo el 11% de la población alemana vivía en las treinta y ocho ciudades más importantes. Probablemente la GESTAPO sería capaz de controlar la moral de los alemanes; lo que Hitler realmente temía eran los bombardeos de precisión contra la industria armamentística. Se pidió a Harris que atacara las ciudades industriales estratégicamente importantes de Schweinfurt y Leipzig. Sin embargo, éste continuó, noche tras noche, incendiando los barrios obreros de Berlín.*

Nonsei

28-03-2008

*1944

El 9 de abril de 1944 el obispo George Bell pidió la palabra en la Cámara de los Lores y empezó a enumerar, una por una, todas las bibliotecas y obras de arte destruidas por los bombarderos británicos en Lübeck, Hamburgo y Berlín.

Hizo referencia a un informe publicado en The Times que sotenía que los británicos seguían bombardeando, incluso cuando el terreno era invisible desde el aire. “La ciudad entera, barrio por barrio que luego es bombardeado durante la noche; al día siguiente, se selecciona otro que también es bombardeado de noche...” Disgustado, el obispo citó a continuación a un mariscal jactancioso que había prometido que las ciudades alemanas serían “arrancadas como si de dientes se tratara”, una detrás de otra. Concluyó su intervención preguntando “¿Cómo es posible que el Ministerio de la Guerra no entienda que la devastación progresiva de las ciudades es una amenaza para las raíces de la civilización misma? Los aliados representan algo más que el mero poder. Sobre nuestra bandera destaca la palabra ‘ley’. Es de suma importancia que nosotros, que junto a nuestros aliados somos los libertadores de Europa, utilicemos el poder de manera que éste siempre esté bajo el control de la ley”.

El portavoz del Gobierno sostuvo, sin siquiera ruborizarse, que la RAF jamás había llevado a cabo ataques terroristas. Simultáneamente, Harris recibió la orden de detener el terror e iniciar el bombardeo de la industria armamentística alemana.

¿Por qué Harris no obedeció las órdenes? ¿Por qué siguió bombardeando a la población civil?

En sus memorias, publicadas en 1947, Harris seguía convencido que habría ganado la guerra por su cuenta de habérsele permitido seguir bombardeando las zonas residenciales sin distraerle con otros cometidos.

Cada noche se convencía de que precisamente aquellas casas en llamas incitaría a la clase obrera alemana a alzarse contra el nazismo y la guerra, de la misma manera que los generales de la Primera Guerra Mundial habían creído que cada nueva ofensiva atravesaría las líneas enemigas. Así, un solo ataque que resultara en victoria, legitimaría todos los anteriores.

De igual modo, Harris se vio forzado a cometer un crimen detrás de otro en busca del éxito que justificaría cualquier crimen previo.

El 1 de abril de 1944 Harris fue obligado a poner sus bombarderos pesados a disposición de Eisenhower para preparar la invasión de Normandía. La población civil de la zona estaba formada por franceses que, de pronto, había que proteger a toda costa. Algo que demostró no ser tan imposible como se había afirmado anteriormente. Los bombarderos británicos, cuando se les daban las órdenes apropiadas, eran capaces de distinguir entre población civil y objetivos militares.

Medio año más tarde, a Harris le fueron devueltos los aviones. Todo el mundo se dio cuenta entonces de que el fin de la guerra estaba próximo. Sin embargo, a medida que se acercaba el final, la lucha se recrudeció. La adaptación de la industria británica a la producción  de bombarderos pesados que Churchill había ordenado en mayo de 1940 empezó entonces a dar sus frutos. El 80% de todas las bombas de la guerra se lanzó durante los últimos diez meses de la contienda.

La cuestión era que objetivos seleccionar.

¿Había que continuar bombardeando las zonas residenciales?

Las razones que habían conducido a la “esplendida decisión” y a la serie de decisiones posteriores ya no existían, Ahora, Gran Bretaña tenia aliados comprometidos en los combates. Los alemanes podían ser vencidos por tierra. Ya no resultaba técnicamente imposible limitar los bombardeos a objetivos militares. Las esperanzas que se habían depositado en la destrucción de ciudades había demostrado ser falsas. Con la victoria al alcance de la mano, había llegado el momento de empezar a planear la posguerra. ¿Acaso deseaban los vencedores que los puertos alemanes fueran inoperantes?, preguntó Richard D. Hughes en su crítica a la política de bombardeos. ¿Cómo podrían, en tal caso, cooperar con las fuerzas de ocupación? “¿Realmente queremos una Alemania virtualmente despojada de viviendas, de cualquier servició público, cuya población sea poco más que una tribu de nómadas, caldo de cultivo para cualquier filosofía política desesperada y prácticamente imposible de administrar y de reeducar?”.

Aquellos que deseaban seguir bombardeando las zonas residenciales constestaron que si los bombardeos podían acortar la guerra, siquiera en un solo día, o salvar la vida de un solo soldado aliado, valía la pena. Arthur Harris aceptó, sin rechistar, una orden detrás de otra de concentrarse en la industria petrolera, donde la máquina bélica alemana podía ser reducida a la mitad. Sin embargo, en su forma de pensar, condicionada por décadas de guerras coloniales, no había lugar para la industria petrolera. Eran las ciudades las que debían arder.

Se sometió obedientemente a los planes de bombardear las plantas petrolíferas. Sin embargo, hubo “desviaciones de la ofensiva principal” que siguieron centrándose en las zonas residenciales, es decir, en combatir la “moral”, es decir, a mujeres, niños y ancianos.

El cañón de París fue la pieza de artillería más famosa de la Primera Guerra Mundial, un monstruo sin apenas movilidad que disparó proyectiles de diez kilos de peso contra la ciudad de París desde una distancia de unos veinte kilómetros. Lo que Dornberger quería de Von Braun era un misil capaz de alcanzar Londres desde el doble de distancia con proyectiles de una fuerza explosiva cien veces superior a la del cañón de París. Lo consiguió. Pero ¿qué utilidad tenía?

Los creadores del cañón de París habían estado cegados por la maravilla tecnológica que era el cañón, pero nunca se habían preguntado seriamente qué querían conseguir con él. Ahora se repetía el mismo error con el V-2. Los alemanes creyeron que Londres se colapsaría cuando los misiles empezaran a caer del cielo en el verano de 1944. Comparado con las expectativas que había suscitado, el resultado fue patético. La fuerza explosiva total de todos los V-2 lanzados contra Inglaterra no superaba la que normalmente producían los bombarderos pesados en solo ataque de la RAF.

Los V-2 mataron a 5.000 personas (un solo ataque aéreo británico solía causar más víctimas). Los costes fueron enormes. Con los recursos empleados en los misiles, Alemania habría podido disponer de 24.000 cazabombarderos. Pero además, resultaba imposible determinar dónde caería un V-2. Tuvo grandes problemas, incluso para alcanzar un objetivo gigantesco como Londres.*

Nonsei

28-03-2008

*1945

Dresde era la Florencia de Alemania, una antigua capital cultural, rebosante de tesoros artísticos y obras maestras de la arquitectura que habían sobrevivido a cinco años de bombardeos. Por tanto, la ciudad estaba repleta de refugios antiaéreos y prácticamente indefensa cuando los británicos la atacaron el 13 de febrero de 1945.

El propósito declarado del ataque era detener el traslado de tropas alemanas al precario frente oriental. Ello se había logrado destruyendo el puente ferroviario sobre el río Elba. Sin embargo, el puente seguía intacto al final de la guerra. De hecho, ni siquiera aparecía como objetivo en los planes de ataques británicos.

Los demás propósitos declarados eran “mostrar a los rusos lo que era capaz de conseguir el Comando de Bombarderos”. Lo consiguieron. Dresde sería la mayor victoria del Comando de Bombarderos de toda la guerra. La tormenta de fuego de Hamburgo, que había intentado repetir una y otra vez sin éxito, se reprodujo aquí de una manera todavía mas cruenta. La temperatura superó los 1.000 grados. Alrededor de 100.000 civiles murieron –el número exacto es imposible de determinar.

Cinco años antes, los británicos habían acusado a los alemanes a los alemanes de bombardear hospitales ingleses. Ahora, la RAF había destruido o dañado severamente diecinueve hospitales permanentes y la práctica totalidad de hospitales provisionales de Dresde. En el mayor hospital infantil de la ciudad habían muerto cuarenta y cinco madres, al ser alcanzado el edificio por una bomba de demolición durante el primer ataque, por varias bombas incendiarias y explosivas durante el segundo ataque y, por último, ametrallado por Mustangs norteamericanos en un tercero.

Annemarie Wähmann, una auxiliar de enfermería de veinte años, se arrojó al suelo cuando una oleada detrás de otra de aviones en vuelo raso dispararon sus ametralladoras contra los pacientes indefensos. Miles de habitantes bombardeados de Dresde que habían buscado cobijo en las orillas del Elba fueron sometidos a la misma masacre. “¿Quién ha dado tal orden?”, se preguntó. Sin embargo, llegados a ese punto, probablemente ya no se precisaba ninguna orden. Tras matar 100,000 civiles, los pilotos habían comprendido el principio básico y actuaban por iniciativa propia.

El 6 de marzo se debatió el bombardeo de Dresde en la Cámara de los Comunes. Una vez más fue Richard Strokes, del partido laborista, quien planteó la cuestión. Citó una descripción alemana del ataque que el día anterior había publicado el Manchester Guardian: “Decenas de miles de habitantes de Dresde yacen ahora consumidos por las llamas, enterrados entre los escombros. Intentar identificar a las víctimas resulta inútil”.

Strokes comentó: “Dejando a un lado los bombardeos estratégicos, que cuestiono muchísimo, así como los tácticos, con los que sí estoy de acuerdo, siempre y cuando se lleven a cabo con una precisión aceptable, desde mi punto de vista no se pueden admitir, bajo ningún concepto, los bombardeos de terror...”.

Un anónimo ministro subalterno fue el encargado de responder: “No malgastamos bombas ni tiempo en tácticas terroristas. No hace justicia al honorable diputado [...] sugerir que unos cuantos oficiales de aviación o pilotos [...] están sentados en una oficina especulando sobre cuantas mujeres y niños podrán matar”.

Eso era precisamente lo que estaban haciendo, por supuesto.

La verdad empezó a filtrarse y Churchill comprendió que ésta no jugaba a su favor. Hasta entonces, había apoyado a Harris, pero el 28 de marzo escribió a sus Jefes de Estado Mayor: “Me doy cuenta de que es necesario concetrarse en los objetivos militares, tales como las plantas petrolíferas y las comunicaciones inmediatamente contiguas a la zona de combate, antes que en meros actos de terror y de destrucción gratuitos, por espectaculares que éstos resulten”.

Presionado por su jefes de Estado Mayor, Churchill modificó su carta y escribió lo siguiente: “Creo que ha llegado el momento de revisar los supuestos ‘bombardeos zonales’ en Alemania, teniendo en cuenta nuestros propios intereses. Si tomamos el control de un país que ha sido totalmente reducido a escombros, nos resultará difícil alojar a nuestros soldados y a los aliados”.

Cuando Churchill finalmente asumió su responsabilidad política y detuvo el bombardeo de zonas residenciales, lo hizo pensando en el bienestar de las futuras fuerzas de ocupación.

Mientras tanto, se buscaban objetivos adecuados en Japón. Al principio, tan sólo se contemplaron objetivos estrictamente militares, pero en mayo de 1944 llegó la orden de preparar ataques con napalm a ciudades japonesas. Dicha orden suponía una ruptura definitiva con la política seguida hasta entonces. Para cubrirse las espaldas, los responsables de toma de decisiones afirmaron que: “Es deseable que las zonas seleccionadas incluyan o se encuentren en las inmediaciones de objetivos militares legítimos”.

Era obvio, pues, que los norteamericanos planeaban utilizar el napalm contra Japón.

¿Por qué no contra los alemanes? De hecho, durante la última y desesperada contraofensiva europea en enero de 1945, el general Quesada urdió un plan para bombardear grandes zonas de Alemania con napalm. Uno de sus analistas, David Griggs, sostuvo que el plan de Quesada salvaría las vidas de cientos de miles de soldados norteamericanos. Sin embargo, nunca se llevó a la práctica.

Evidentemente, el uso de napalm contra los japoneses se consideraba más legítimo.

¿Por qué?

Tal vez por la misma razón que los Estados Unidos habían prohibido la inmigración japonesa pero celebrado la alemana. Los alemanes constituían el mayor grupo de inmigrantes, mientras que el japonés era uno de los menos importantes. El comandante en jefe de las fuerzas aéreas, el general Hap Arnold, y muchos otros destacados militares norteamericanos eran de origen alemán. A nadie se le ocurrió cuestionar su lealtad a los Estados Unidos, a pesar de su vacilación a la hora de utilizar napalm contra Alemania.

En cambio, los norteamericanos de origen japonés fueron internados en campos de concentración al estallar la guerra. “Una víbora sigue siendo una víbora dondequiera que haya roto el cascarón de su huevo”, comentó Los Angeles Times. El gobernador de Idaho añadió “Viven como ratas, se procrean como ratas y actúan como ratas”. Muchos marines escribían “exterminador de ratas” en sus cascos. La guerra del Pacífico tuvo claros visos racistas, en ambos bandos del conflicto, escribe el historiador norteamericano John Dower, quien ha hecho de este tema motivo de estudio. Los atrocidades alemanas eran descritas como “nazis” y no eran atribuidas a los alemanes como pueblo, mientras que se presuponía que las atrocidades japonesas habían nacido de la herencia cultural y genética del pueblo japonés.

La idea de incendiar Tokio precedió a la Segunda Guerra Mundial. Surgió después del terremoto de 1923, que provocó el mayor incendio de la historia mundial hasta el momento. Una ciudad tan inflamable como Tokio era un objetivo casi irresistible desde un punto de vista militar.

“Estas ciudades, construidas en gran medida con madera y papel, conforman el objetivo aéreo más importante del mundo entero”, escribió en 1932 el profeta norteamericano de la guerra aérea, Billy Mitchell. Japón no constituía un objetivo para el bombardeo de precisión humanitario: “La destrucción debe ser total, no selectiva”.

Diez años más tarde, su sucesor, De Seversky, subrayó el mensaje de Mitchell en su best seller titulado Victoria por el poder aéreo (1942). La guerra contra los japoneses debía tener como fin “la destrucción total”, “el exterminio”, “la eliminación”.

“Una vez se haya conquistado el espacio aéreo de una nación, todo lo que esté situado bajo de él quedará a merced de las fuerzas aéreas del enemigo. No hay razón para que, llegados a este punto, las tareas de aniquilación sean transferidas a la infantería mecanizada, si tenemos en cuenta que pueden ser resueltas de forma más eficaz y sin oposición desde arriba.”

“Sólo cuando el amo de los cielos desee conservar la vida de los habitantes de la tierra para su propio provecho o por otros motivos, será necesario tomar posesión de la superficie terrestre mediante el despliegue de tropas... Los procedimientos de guerra variarán según el propósito: destruir al enemigo o capturarlo”.

La intención de las potencias coloniales era capturar la presa y explotarla como mano de obra; sin embargo, la estrategia norteamericana carecía de toda ambición colonizadora. Lo que pretendía era llevar a cabo una guerra de eliminación, una tarea para la que el bombardeo desde el aire resultaba especialmente apropiado.

El 1 de noviembre de 1944 los bombarderos norteamericanos al mando del general Hansell tuvieron Japón al alcance de sus bombas e iniciaron una serie de ataques de precisión programados contra las fábricas de aviones. Sin embargo, los resultados tardaron en llegar. El comandante, Hap Arnold, estaba cada vez más impaciente. El 17 de enero sufrió su cuarto infarto cardíaco y, tres días más tarde, Hansell fue sustituído por LeMay, conocido por su mano de hierro.

LeMay había llegado a Europa pocas semanas antes de la tormenta de fuego de Hamburgo. Llegó al frente del Pacífico pocas semanas antes de la tormenta de fuego de Dresde. Hamburgo y Dresde le enseñaron lo que podía hacerse. LeMay era un hombre práctico, decidido y despiadado. Tenía una bomba nueva que hacía arder los objetivos. Tenía un nuevo blanco, una gran ciudad construida en madera y papel. Sabía que Tokio estaba, por entonces, prácticamente indefensa y retiro 1.5 toneladas de cañones y munición de cada bombardero a fin de aumentar la carga de bombas. Ordenó a los aviones que volaran raso sobre los objetivos y que lanzaran las bombas sobre las zonas residenciales que habían sido previamente seleccionadas, tal como solía hacer la RAF. Lo calificó de “bombardeo de precisión diseñado para propósitos específicos”.

La noche del 10 de marzo de 1945 lanzó 1.665 toneladas de bombas incendiarias sobre el mar de llamas que había provocado la primera oleada de bombardeos...

En Tokio, el invierno de1944-1945 fue el más claro y frío en décadas. Durante cuarenta y cinco días seguidos el termómetro se situó por debajo de los cero grados y a finales del mes de febrero seguía nevando, como recordaba Robert Guillain años más tarde.

Sin embargo, el 9 de marzo llegó la primavera repentinamente. El viento sopló con fuerza durante todo el día y, al anochecer, se había levantado una tormenta. A las once de la noche sonó la alarma aérea. Pronto, los árboles de Navidad lanzados desde los aviones de reconocimiento brillaron sobre la ciudad que, de repente, cambió de color. Pareció resplandecer. Se convirtió en una caldera de llamas que rebosó, desbordándose en todas direcciones.

Por primera vez, los aviones volaron a baja altitud. Sus largas y relucientes alas, afiladas como cuchillos, asomaban entre columnas de humo y lanzaban súbitos destellos sobre la inmensa hoguera en que se había convertido la ciudad.

La orden era que las familias debían permanecer en sus casas defendiendo sus pertenencias. Pero, ¿cómo? Los refugios aéreos no eran más que agujeros en el suelo, cubierto por tablones y una fina capa de tierra. Las bombas caían a miles; una sola casa podía ser alcanzada por diez o más ala vez. Era un nuevo tipo de bomba; esparcía un líquido llameante que se deslizaba por los tejados, prendiendo fuego a todo lo que hallaba en su camino. El fuerte viento capturaba las gotas ardientes y pronto empezó a caer una lluvia de fuego que se adhería a todas las superficies.

De acuerdo con el plan establecido, los vecinos formaron cadenas para lanzar cubos de agua al fuego. Pocos segundos después se vieron rodeados por las llamas. El agua de los extintores nada podía hacer para sofocar el fuego. Las frágiles casas se incendiaron inmediatamente y familias enteras huyeron despavoridas, con sus niños a la espalda, y encontraron las calles bloqueadas por un muro de fuego. El mar de llamas los alcanzó; se convirtieron en antorchas vivientes y desaparecieron.

Los medios de comunicación japoneses guardaban silencio. Al emperador sólo le llegaron algunos rumores. Arriesgó todo su prestigio al ordenar que lo llevaran al río. Una vez allí, salió de su coche. En las orillas del río yacían miles de cadáveres, apilados con una precisión casi mecánica. La marea había subido y bajado, dejando los cadáveres carbonizados como troncos a la deriva. El emperador no dijo nada. No había nada que decir. De golpe, comprendió que Japón había perdido la guerra.

A muchos de los dirigentes japoneses les asaltó la misma sospecha. Una cuarta parte de la capital reducida a cenizas, un millón de habitantes sin hogar, cien mil muertes atroces... El primer ataque masivo contra Tokio había dejado conmocionada a la ciudad. Con un mínimo de coordinación de sus acciones militares y diplomáticas, los Aliados habrían podido sacar partido de esa conmoción para ofrecer unas condiciones de paz concretas. La única condición que ya sabían que los japoneses jamás discutirían –mantener al Emperador en el poder– también habría servido a los intereses aliados. No existía razón alguna para que los dos bandos quisieran prolongar la guerra.

Sin embargo, los norteamericanos estaban demasiado ocupados dándose palmaditas en la espalda. LeMay recibió telegramas de felicitación a raudales. El cuartel general de las fuerzas aéreas en Washington estaba entusiasmado. Arnold estaba exultante. Tokio no sólo significaba la victoria más importante para las fuerzas aéreas norteamericanas, decían, sino que además los japoneses habían sufrido la mayor catástrofe militar de la historia de la guerra.

Sin embargo, nadie se preocupó por sacarle provecho político a la situación.

La prensa norteamericana describió la destrucción militar, no los costes humanos. No se ofreció información alguna acerca del número de víctimas civiles. El secretario de Defensa, Henry Stimson, quien disponía de las cifras, era el único que parecía preocupado. Arnold le aseguró que habían hecho todo lo que había estado en sus manos por controlar las pérdidas de civiles y Stimson le creyó, o al menos hizo como si le creyera.

Mientras tanto, LeMay siguió adelante con su misión, sin detenerse a saborear su victoria. Nagoya, Osaka, Kobe y, una vez más, Nagoya; en sólo diez días Japón sufrió casi la mitad de la destrucción que toda la guerra aérea había causada en Alemania.

Más tarde se produjo una interrupción forzosa de los bombardeos, al quedarse los norteamericanos sin napalm. Tampoco se aprovechó esta interrupción para proponer la paz.

Los ataques con bombas incendiarias se reanudaron a mediados del mes de abril, cuando se restableció la producción de napalm. La capitulación de Alemania el 8 de mayo pasó sin pena ni gloria y sin que los Aliados presentaran una oferta de paz a los japoneses. Los bombardeos continuaron. A finales del mes de mayo se arrojaron 3,258 toneladas de napalm sobre las zonas intactas de Tokio, causando mayores daños que cualquier otro ataque aéreo de la historia. LeMay: “Cuando incendiamos la ciudad sabíamos que morirían mujeres y niños. Pero había que hacerlo”.

Ya nadie contabilizaba los costes humanitarios; los daños se medían por kilómetros cuadrados. En Alemania fueron destruidos más de 200 kilómetros cuadrados en cinco años; en Japón, casi 500 en medio año.

Sin que nadie cuestionara los métodos.

Sin que hubiera peticiones de seguimiento político.

Aparentemente, el asesinato se había convertido en un fin en sí mismo.*

Nonsei

28-03-2008

*Los países europeos, empobrecidos por la Segunda Guerra Mundial, no podían permitirse costosas guerras coloniales. Pero tampoco podían permitirse perder Malasia u otras colonias que, con sus productos de exportación, eran una importante fuentes de ingresos.

Los bombardeos eran la solución. Al fin y al cabo, habían funcionado a la perfección durante el período de entreguerras. Desde entonces, tanto las bombas como los aviones habían experimentado enormes progresos. Debería ser posible mantener a raya a los pueblos rebeldes desde el aire.

Los franceses pusieron manos a la obra desde el primer día de paz. El 8 de mayo de 1945, cuando una muchedumbre eufórica celebraba la paz en toda Europa, los habitantes de la ciudad argelina de Sétif exigieron el derecho a la autodeterminación de la que tanto habían oído hablar durante la guerra.

Cuando la policía ya no supo cómo manejar la situación, el ejército francés intervino con bombarderos y tanques. Pocos días después, la revuelta fue aplastada y más de cuarenta poblaciones arrasados. Murieron setenta europeos y un número cincuenta veces mayor de argelinos. O tal vez fuera cien veces mayor; nadie se molestó en contarlos con demasiado exactitud. El suceso fue encubierto y lo poco que salió a la luz se ahogó en las celebraciones por la paz.

Unas semanas más tarde los franceses aterrizaron en el antiguo protectorado francés de Siria con la intención de recuperarlo. Los sirios, quienes habían proclamado su independencia en 1944, se resistieron. El general Oliva-Rouget recibió duras críticas, aunque se había limitado a repetir lo que los franceses ya habían hecho en Sétif: movilizó bombarderos y artillería contra ciudades como Alepo, Damasco, Hama y Homs.

La diferencia fue que este incidente tuvo lugar ante los ojos de la opinión pública. Los británicos ayudaron a la policía siria a sacar a sus muertos de entre los escombros y a retirar a los heridos. “¡Por Dios, hagan algo con este espantoso desorden!”, telegrafió el cónsul británico. Su colega norteamericano transmitió una pregunta del presidente sirio Quwatli: “¿Qué ha sido de la Carta del Atlántico y las cuatro libertades?”

Resultó que el poder de las bombas no soportaba el escrutinio público. El dominio aéreo sólo era factible cuando las víctimas eran anónimas, invisibles y mudas. En 1925, los franceses habían bombardeado Damasco con éxito. El 1945, el bombardeo condujo a la expulsión de los franceses, quienes se vieron obligados a reconocer la independencia de Siria.

En julio, con sesenta y seis grandes ciudades reducidas a cenizas, los diplomáticos japoneses buscaron desesperadamente a alguien en el bando aliado que estuviera dispuesto a discutir las condiciones de una posible capitulación. El 18 de julio, el emperador telegrafió a Truman solicitando de nuevo la paz. Nadie parecía estar interesado en alcanzarla.

A falta de algo mejor, los Estados Unidos empezaron a bombardear ciudades de tan sólo 100,000 habitantes, apenas merecedoras de los costes de las bombas. A principios del mes de agosto. Las exigencias se habían reducido a poblaciones de 50,000 habitantes.

Únicamente quedaban cuatro objetivos reservados. Uno de ellos se llamaba Hiroshima; otro, Nagasaki.

El sucesor de Roosevelt, Harry Truman, no hizo caso de las advertencias de Szilard. Alemania había sido vencida, por lo que la bomba atómica daría fin a la guerra con Japón e “impresionaría a Rusia”, como le dijo el ministro de Asuntos Exteriores al científico.

Los científicos de Chicago no se rindieron. El 11 de junio de 1945 salió el llamado “Informe del grupo Franck”, que argumentaba poderosamente contra el uso de la bomba: “Si los Estados Unidos son los primeros en usar esta nueva arma de una capacidad de destrucción indiscriminada contra la humanidad, sacrificarán el apoyo de la opinión pública mundial, precipitarán la carrera armamentística y perjudicarán la posibilidad de alcanzar un acuerdo internacional sobre el futuro control de tales armas”.

Truman remitió la cuestión del uso de la bomba a una comisión presidida por el secretario de Defensa, Stimson. La comisión recomendó no alertar a los japoneses y no dirigir el ataque directamente contra una zona civil. El objetivo debía ser “una fábrica de armas vital, con muchos empleados y rodeada de viviendas obreras”.

Las recomendaciones eran contradictorias (una zona residencial es, por definición, una zona civil) y poco realista (era imposible limitar los efectos de la bomba a una parte concreta de la ciudad). En realidad, el objetivo era el núcleo de urbano civil.

El 27 de junio de 1945 Ralph A. Bard, subsecretario de la Marina, suplicó al Gobierno que los Estados Unidos informasen a los japoneses del tipo de arma que estaban a punto de lanzar contra ellos y, a su vez, ofreciesen garantías sobre el futuro papel del emperador. Sólo de este modo, los Estados Unidos podrían preservar su posición como “gran nación humanitaria”. Su súplica fue desoída y Bard abandonó la Administración.

El 16 de julio se realizó el primer ensayo de la bomba atómica en Nuevo México. Al día siguiente, Leo Szilard y otros sesenta y nueve científicos que habían creado la bomba enviaron una petición en la que solicitaban al presidente Truman que no se utilizara sin antes alertar al adversario. Los militares interceptaron la petición y se ocuparon de que no llegara nunca a manos de Truman.

El 26 de julio llegó la Declaración de Potsdam, en la que los Estados Unidos y Gran Bretaña amenazaban a Japón con “una destrucción inmediata y total”, si el país no se rendía incondicionalmente. Nada se dijo acerca del papel del emperador, nada acerca del arma nuclear.

El 28 de julio, tal como era de esperar, los japoneses rechazaron el ultimátum de los Aliados, a la vez que persistían en un intentos infructuosos de los últimos meses de convocar una mesa de negociaciones.

La mañana del 6 de agosto, a las 8:16:02, el sueño de la superarma se hizo realidad. La primera bomba atómica estalló sin aviso sobre Hiroshima con la fuerza de 12.500 toneladas de trinitrotolueno. Fue el inicio de un nuevo tipo de guerra.

Aproximadamente 100.000 habitantes (95.000 de ellos eran civiles) murieron instantáneamente. Otros 100.000, la mayoría de ellos también civiles, sufrieron una muerte larga y prolongada por los efectos de la radiación.

La primera noticia que tuvieron los norteamericanos de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, cuarenta y cuatro meses después de Pearl Harbor, fue la declaración del presidente Truman: “Hace dieciséis horas un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa”.

Olvidó mencionar que Hiroshima no era tan sólo una base militar, sino una ciudad de más de 400,000 habitantes civiles y que la bomba no estaba destinada a hacer blanco en la base, sino en el corazón de la ciudad.

Al día siguiente, Truman amplió su explicación. Se había seleccionado una base militar como objetivo “porque en el primer ataque deseábamos evitar, en la medida de lo posible, que se produjera la muerte de civiles”. Pero si los japos como él llamaba a los japoneses, no se rendían, habría que dejar de lado tales consideraciones y “desgraciadamente se perderían miles de vidas de civiles”.

Con esta declaración de dio a entender que no se habían perdido miles de vidas en Hiroshima. Es, como Truman sabía muy bien, era mentira.

Dos días más tarde, el 8 de agosto, la Unión Soviética entró en guerra contra Japón a petición de los Estados Unidos.

Al día siguiente, los EEUU lanzaron una bomba atómica sobre Nagasaki.

El 15 de agosto Japón se rindió.

Los dirigentes norteamericanos interpretaron este hecho como una relación causa-efecto. La superarma había procurado la paz.

Al día siguiente se levantó la censura vigente durante toda la guerra, con una excepción. No se podía informar acerca de los efectos de la bomba atómica.

Tan sólo un periodista, el australiano Wilfred Burchett, se saltó las reglas y consiguió publicar un informe sobre Hiroshima libre de censura. Su reportaje ocupó la portada del London Daily Press del 6 de septiembre y se volvió a publicar posteriormente en diarios del mundo entero: “En Hiroshima, treinta días después de que la primera bomba atómica destruyera la ciudad y conmocionara al mundo, la gente que salió ilesa del cataclismo sigue muriendo, de forma misteriosa y horrible, de un algo desconocido que sólo puedo describir como la plaga atómica...”.

En el único hospital que quedaba en la ciudad, Burchett vio a cientos de pacientes echados en el suelo en diferentes estados de deterioro físico. Sus cuerpos estaban demacrados y despedían un hedor repelente. Muchos sufrían graves quemaduras. Burchett cita al doctor Katsuba, quien por entonces trabajaba en el hospital:

Al principio tratamos las quemaduras como hubiéramos tratado cualquier otra, pero los pacientes simplemente se consumían y morían. Luego la gente... no sólo aquí, donde explotó la bomba, enfermaba y moría. Por ninguna razón aparente, su salud empezaba a fallar. Perdían el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubrían de manchas azuladas y comenzaban a sangrar por la nariz, la boca y los ojos.

Empezamos a suministrarles inyecciones de vitaminas, pero descubrimos que la carne se pudría alrededor del pinchazo de la aguja. Todos los pacientes terminan por morir. Ahora sabemos que hay algo que acaba con los glóbulos blancos y no podemos hacer nada para remediarlo. Toda persona que llega como paciente, sale cadáver.

Los científicos japoneses que realizaron las autopsias de los cadáveres en el sótano del hospital confirmaron que nada de lo que hasta ahora habían visto podía explicar las causas de la enfermedad, ni cómo tratarla.

“No lo comprendo”, dijo el doctor Katsuba. “Me eduqué en los Estados Unidos. Confiaba en la civilización occidental. Soy cristiano. Pero, ¿cómo han podido hacer esto los cristianos? Al menos, que envíen a alguno de sus científicos que sepan de qué se trata, para que podamos detener esta terrible enfermedad”.

Las autoridades norteamericanas sabían que el reportaje de Burchett estaba a punto de salir y, coincidiendo con la fecha, publicaron un informe que habían reservado para una ocasión como aquella. Dicho informe describía doscientas atrocidades cometidas por los japoneses a prisioneras de guerra, incluidos el canibalismo y los enterramientos en vida. Con ello se pretendía difundir la idea de que los japoneses tenían lo que se merecían.

Ese mismo día se publicó otro informe, reservado con el mismo propósito, elaborado por el periodista gubernamental William Laurence, en el que se contaba lo maravilloso que había resultado bombardear Nagasaki. Sobre la bomba atómica escribió lo siguiente: “Estar cerca de ella y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada que cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo transporta a uno al otro lado de la línea que separa la realidad de la irrealidad y le hace sentirse en presencia de lo sobrenatural”.

Como medida adicional de precaución, el general Farell transportó a once científicos dóciles a Hiroshima y les hizo confirmar que la bomba no había dejado ni rastro de contaminación radioactiva.

El general Groves aseguró al Congreso que la radiación no causaba “sufrimiento indebido” a sus víctimas y que “por cierto, dicen que es una manera muy placentera de morir”.

Sin embargo, el pueblo norteamericano no llegó a ver imágenes concretas de aquella muerte placentera. No se podían mostrar fotografías de las víctimas. Se confiscaron tres horas de un documental japonés sobre Hiroshima que no fueron difundidas hasta más de veinte años después. Tras otros cinco años, conformaron el núcleo de la primera película documental sobre las víctimas de la bomba, la legendaria Hiroshima/Nagasaki (1970), de Eric Barnouw.

El 8 de agosto de 1945, dos días después de Hiroshima y uno antes de Nagasaki, los Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia firmaron el llamado Acuerdo de Londres, que convertía los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad en actos punibles ante un tribunal internacional.

Sonaba bien. Pero había una pega. ¿Cómo evitar la condena por los bombardeos sistemáticos de las zonas residenciales civiles en Alemania y Japón, de acuerdo con las normas que habían sido aceptadas antes de la guerra como derecho internacional vigente, incluso por los Aliados? ¿Qué dirían cuando los generales alemanes, encausados por destruir aldeas enteras en acciones contra partisanos, respondiesen que se habían limitado a hacer exactamente lo mismo que los bombarderos aliados habían hecho contra ciudades y pueblos alemanes?

En su informe concluyente, el Tribunal declaró inocentes a alemanes y Aliados puesto que “los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en la práctica habitual y reconocida por todas las naciones”. El bombardeo de civiles se habían convertido, según el Tribunal, en derecho consuetudinarios. La Cuarta Convención de la Haya de 1907, que prohibía los bombardeos de civiles, no se aplicó durante la Segunda Guerra Mundial y con ello, de acuerdo con el Tribunal, perdió su fuerza legal. Por tanto, más que establecer que los Aliados también –de  hecho, sobre todo los Aliados– habían cometido este tipo de crímenes, el Tribunal declaró que la ley quedaba invalidada por las acciones de éstos. Por lo visto, lo que es bueno para unos, no lo es para otros.

Esta nueva postura protegía a los aliados de posibles críticas a su actuación. A su vez, eliminada los obstáculos legales que pudieran impedir el uso futuro de armas nucleares. Nadie podría aducir que Moscú o Leningrado estaban protegidas por el derecho internacional si la Unión Soviética enviaba sus tanques a Europa.*

TITUS20050

28-03-2008

Nonsei como agregado a este magnifico articulo te comento que , La Cuarta Convención de la Haya de 1907 tampoco se aplico en la 1a. Guerra pues los franceses ,belgas , holandeses, e Ingleses sufrieron bombrdeos de aviacion y en especial de artilleria causando la muerte y heridas a gran cantidad de civiles

Zhukov

29-03-2008

Nonsei,el articulo es excelente,te felicito.

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