17-02-2006
Relatos de la Batalla de inglaterra.
Richard Hillary nació en Sydney, Australia, el 20 de Abril de 1919. Siendo un niño fue enviado a Inglaterra donde recibió su educación en colegios británicos.
En 1938 se unió al Escuadrón Aéreo Universitario (sin haber culminado sus estudios en Oxford) y, luego de un tiempo de entrenamiento como piloto de combate, fue incorporado a la R.A.F. como miembro del Escuadrón 603. Combatió durante la Batalla de Inglaterra. El 3 de Septiembre de 1940, en pleno combate sobre la costa de Kent, su Spitfire fue alcanzado por las ráfagas de un Messerschmit Bf109. Su avión se incendió y, luego de algunas dificultades, Hillary logró saltar en paracaídas. Cayó sobre el Canal de donde fue rescatado por un bote de salvamento de Margate. De este enfrentamiento, Richard Hillary sufrió muy graves quemaduras en su cara y en sus manos, que precisaron varias intervenciones quirúrgicas de cirugía plástica. Fue durante su convalecencia que escribió el libro «The Last Enemy», donde relata sus experiencias durante la Batalla de Inglaterra.
Richard Hillary nunca recuperó completamente el pleno uso de sus manos, pero se las arregló para retornar al servicio activo realizando un entrenamiento en vuelos nocturnos, a pesar de no hallarse totalmente apto para el combate. El 8 de Enero de 1943, Hillary falleció (junto con su navegante) cuando su avión se estrelló en un vuelo nocturno, precisamente. Faltaban tres meses para que cumpliera 24 años.
El siguiente texto ha sido extraído de su libro «The Last Enemy» donde relata su vida como piloto, algunas de sus experiencias y, principalmente, su último combate.
Parte 1
«Escuadrilla para el sur. Un automóvil vendrá a recogerlo a las 8 hs. Firmado, DENHOLM». Aquella fue la noche en que la guerra empezó para nosotros.
En aquella época, los alemanes enviaban relativamente pocos bombarderos. Pretendían aniquilar nuestra aviación de caza y, desde el alba al crepúsculo, el cielo hormigueaba de Messerschmitt 109 y 110.
Media docena de los nuestros dormían siempre en el campo de aviación para estar dispuestos a replicar a un ataque de madrugada. Esto suponía la obligación de levantarse a las 4 de la mañana, a fin de que una hora más tarde nuestros aviones estuviesen listos, con el oxígeno, los visores y las municiones comprobados. Los primeros «boches» se presentaban, generalmente, a la hora del desayuno, y a partir de ese momento y casi sin interrupción, permanecíamos en el aire hasta las 8 de la noche. Comíamos cuando podíamos, las habichuelas, el jamón y los huevos que nos enviaban del comedor de oficiales. Aquella mañana escuchamos la voz del oficial de control de vuelo: -Escuadrilla 603. Despegue inmediato. Diríjanse a la base de la patrulla. Recibirán instrucciones en vuelo-
Inmediatamente echamos a correr hacia los aviones. Me encaramé a la carlinga del mío y tuve una sensación de vacío en la boca del estómago. Sabía que aquella mañana iba a matar por vez primera. No me pasó por la cabeza la idea de que yo mismo pudiera resultar muerto o herido. Más tarde, cuando empezamos a perder pilotos con cierta frecuencia, pensé en ello, pero nunca de un modo concreto y jamás durante el vuelo. Sabía que eso no me podía suceder. Trataba de imaginarme la cara del hombre que iba a derribar. ¿Sería joven? ¿Sería gordo? ¿Moriría pronunciando el nombre de su Führer o solitariamente, tomando conciencia de su individualidad en ese instante último? Nunca lo sabría. De una manera mecánica revisé mentalmente los mandos. Despegamos nuestros aviones uno tras otro.
Los encontramos a 5.500 metros: 20 Messerschmitt 109, de morro amarillo, a quince metros por encima de nosotros. Nosotros éramos ocho. Cuando bajaron en picada nos pusimos en línea de combate para hacerles frente.
Brian Carbury, que mandaba nuestra sección, puso su aparato en picada y casi noté el gesto del guía de la escuadrilla alemana moviendo la palanca de mando para situar a Carbury en su campo de tiro. En ese mismo momento, éste tiró también fuertemente de su palanca, y con un brusco viraje ascendente hacia la izquierda nos colocó por encima de ellos. En estos dos segundos vitales los alemanes perdieron su ventaja. Vi cómo Brian disparaba una ráfaga sobre el avión que iba a la cabeza y cómo el aparato daba media vuelta de campana: ya era mío. Maquinalmente moví hacia la izquierda el pedal del timón para colocarme en ángulo recto, coloqué el botón de tiro en posición de «disparo» y le solté una ráfaga en abanico de cuatro segundos.
Pasó exactamente por mi visor y vi las balas trazadoras de mis ocho ametralladoras haciendo blanco. Durante un segundo mi enemigo pareció quedar suspendido en el aire. Luego surgió una llama y cayó lejos de mi vista.
Durante los minutos que siguieron estuve demasiado atareado en preocuparme por mi seguridad personal como para pensar en nada; pero cuando nuestros adversarios interrumpieron el combate y recibimos la orden de regresar a la base, volví a pensar de nuevo en ello.
Ya había sucedido. Sentí primero la satisfacción de haber realizado debidamente una tarea que era el resultado lógico de varios meses de entrenamiento. También tenía la sensación de que todo estaba conforme con el orden natural de las cosas.
El estaba muerto, yo estaba vivo, y si hubiese ocurrido lo contrario, todo hubiese estado, igualmente, dentro del orden. Comprendí entonces la gran suerte del piloto de caza. Desconoce las emociones, demasiado personales, del soldado a quien se le ordena cargar con la bayoneta calada, y también aquellas, demasiado peligrosas, del piloto de bombardero, que, noche tras noche, debe sentir ese placer infantil de romper cosas. Las emociones de un piloto de caza son las de un duelista: frías, precisas, impersonales. Tiene el privilegio de matar limpiamente. Porque cuando sólo se puede escoger entre dar o recibir la muerte, considero que esto se debe hacer con dignidad.
En el transcurso de esos meses de Agosto y Septiembre, nuestra inferioridad numérica fue tal que nos era prácticamente imposible efectuar un ataque en formación cerrada, salvo cuando teníamos la ventaja de la altura. Nos dispersábamos siempre al cabo de unos segundos, y el cielo ya no era más que un campo de batalla entrecruzado por las estelas de humo de los combates singulares. Regresábamos, pues, solitariamente a la base con intervalos de dos minutos. Al cabo de una hora, el tío George procedía a pasar lista para saber quién faltaba. A menudo, algún piloto telefoneaba diciendo que se había visto obligado a aterrizar en otro aeródromo o en el campo. Pero no todas las llamadas eran tan agradables. A veces un equipo de socorro comunicaba el número de un aparato derribado. El tío George lo anotaba y tachaba un nuevo nombre de la lista.
La dura lección de los dos primeros días nos hizo ser más prudentes. Decidimos no volver a dejarnos sorprender por el enemigo en posición más alta que la nuestra y volar siempre por parejas, a fin de que si uno se lanzaba en picada sobre un adversario, el otro permaneciese a unos 150 metros por encima de su compañero para protegerle de un ataque por la espalda.
A menudo los aparatos regresaban al aeródromo para volver a elevarse al momento; el tiempo preciso para que el personal de la base, que trabajaba con una rapidez admirable, los reaprovisionase de gasolina, oxígeno y municiones.
Muchas veces nos era difícil, bien por el sol, bien por la altura, descubrir a los aparatos enemigos. En lo que a mí respecta, el sol constituía un problema particular. Llevábamos gafas negras, pero yo nunca las utilicé, porque me causaban una sensación de claustrofobia. Las levantaba siempre sobre la frente antes del combate. Esta costumbre y la de no usar guantes me iban a costar caro.
En otra ocasión cometí la estupidez de volar solo sobre Francia. El cielo estaba completamente vacío, con la excepción de un Messerschmitt que regresaba a su base volando a gran altura. Hacía diez minutos que intentaba alcanzarlo, decidido a no dejarlo escapar. Pude colocarme, ¡por fin!, en buena posición, después de haber dejado atrás Calais, y estaba por abrir fuego, cuando percibí una escuadrilla de 12 Messerschmitt que se me venía por la derecha. Tuve mucho miedo, pero me dirigí inmediatamente hacia ellos y disparé contra su guía. Vi que sus balas trazadoras pasaban por debajo de mi avión y luego cómo se desprendía su cabina. Un instante después los había dejado atrás. No esperé a ver más y me lancé a toda velocidad hacia la costa inglesa, perseguido durante la mitad del trayecto por once aparatos alemanes. Aterricé más de una hora después que los demás, en el momento preciso en que el tío George terminaba de pasar lista.
Una mañana (estábamos en Hornchurch desde hacía casi una semana) fui despertado, ya tarde, por el ruido de los aviones evolucionando en el aeródromo. La cosa me irritó porque me dolía la cabeza.
Como había participado en todos los vuelos del día anterior, tenía la mañana libre y podía hacer lo que me apeteciese. Me vestí lentamente, me miré la lengua con toda calma ante el espejo y me dirigí al comedor de oficiales para almorzar. Llegué al campo alrededor del mediodía. El aire recalentado envolvía las cosas en un halo deformante, cuando empecé a cruzar la pista para dirigirme al lugar de estacionamiento de los aviones, que estaba al otro extremo del campo. No vi más que dos aviones en tierra y supuse que la escuadrilla había salido ya para cumplir alguna misión. Un camión me precedía.