Ascensión arriesgada
Aquella noche del 27 de febrero, a las 8, los nueve saboteadores se colgaron a las espaldas los morrales, de 20 kilos de peso, y se deslizaron hacia el valle de Rjukan, guiados por Claus Helberg. Los primeros 1500 metros cuesta abajo fueron rectos y empinados. Luego se espesaron los bosques, y los comandos se vieron obligados a llevar al hombro los esquís al seguir entre la maleza, a veces hundiéndose hasta la cintura en la nieve. Al ir descendiendo más hacia el valle, el aire se tornaba más tibio y el viento arreciaba. ¿Indicaría esto el principio del temido foehn?
Poco antes de llegar a la garganta del río, los expedicionarios se detuvieron y ocultaron los esquís y los morrales para recogerlos en su retirada. Se quitaron entonces la ropa blanca de camuflaje que habían llevado sobre sus uniformes militares británicos. Helberg los condujo a través de una carretera paralela a la garganta, hasta el sitio que había seleccionado para el descenso. Ya se oía el rítmico latir de la fábrica y, en un repentino claro de luna, pudieron contemplar su enorme edificio. Con el alma en un hilo, los saboteadores desaparecieron entre las tinieblas de la garganta, y, como fardos que se deslizasen por una rampa, fueron descendiendo por la canal inclinada abierta entre los peñascos.
Al fondo del desfiladero eran más notables los efectos del deshielo. "El hielo del río se estaba descongelando", cuenta Ronneberg. "Sólo quedaba un paso utilizable, cubierto por ocho centímetros de agua". Pisando levemente, como en un juego, atravesaron al otro lado.
En silencio, todos levantaron la vista hacia las aristas y los salientes rocosos. A una señal de mano de Ronneberg, los expedicionarios iniciaron el ascenso de la empinada ladera hacia el ferrocarril, distante unos 200 metros arriba. Asiéndose a las ramas y a los salientes de piedra, buscando con los pies huecos y grietas donde asentarlos: poco a poco fueron ganando altura. A veces debían intentar peligrosos estirones hacia salientes y matas demasiado lejanos para que pudieran ensayar primero su resistencia. Los nueve lograron por fin llegar sanos y salvos al rellano por el cual corría la vía férrea.
Totalmente faltos de aliento, guardaron silencio algunos momentos. Habían llegado sin ser vistos hasta los rieles, y esto ya era mucho. Apenas pasaba de las 11 de la noche, y la fábrica quedaba a menos de 800 metros de distancia.
"Bien", dijo Ronneberg, echándose nuevamente a la espalda el morral de explosivos, "acerquémonos más. La patrulla de protección irá adelante".
Knut Haukelid, jefe de la patrulla, echó a andar a lo largo de los rieles, seguido en fila india por los ,otros individuos de su equipo. Mentalmente, Ronneberg les deseó buena suerte. Habían convenido en que, si cualquiera de ellos pisara alguna de las minas terrestres que los alemanes podrían haber puesto en la vía férrea, los que no murieran tratarían de abrirse paso a tiros al interior de la central y cumplir la misión encomendada.
Se reunieron nuevamente en una estación de trasformadores, a unos 200 metros de la cerca exterior. "Esperaremos aquí hasta el relevo de la guardia del puente, a medianoche", declaró Ronneberg, "y luego otra media hora para dar tiempo al relevo de sentirse tranquilo".
A las 11:57 vieron a dos soldados alemanes salir del cuartel del patio de la fábrica y bajar por la colina hasta el puente colgante. Minutos más tarde los dos centinelas relevados iban cuesta arriba, conversando tranquilamente.
A las 12:30 los noruegos avanzaron a lo largo de los rieles hasta algunos cobertizos situados a menos de 100 metros de la entrada. "Ame", dijo Ronneberg a Kjelstrup. "ve a la verja y corta la cadena; luego danos la señal. Estaremos listos para seguirte inmediatamente".
El conducto de los cables
Kjelstrup apretó la cizalla de armero contra uno de los eslabones de la cadena asegurada con candado. La cadena se partió y Haukelid empujó la verja y la abrió. Fue aquella la única señal que necesitó la partida de protección. En pocos segundos todos estuvieron dentro y tomaban las posiciones que se les había asignado. Kjelstrup se acurrucó junto al edificio principal de electrólisis para vigilar desde allí al centinela alemán que custodiaba las esclusas de encima de la central. Helberg guardaba la ruta de retirada a través de la verja abierta. Haukelid y Poulsson cruzaron corriendo el patio abierto hasta donde estaban dos tanques de depósito, enfrente del cuartel. En caso que los guardias salieran, Haukelid y Poulsson los abatirían a tiros.
Ya el grupo de demolición había llegado a la puerta del sótano del edificio de electrólisis. Hans Storhaug, metralleta en mano, cubría la entrada a la fábrica y el camino que llevaba al puente colgante, mientras Ronneberg trataba de abrir la puerta. "¡Está cerrada!" susurró. "Prueben la del piso siguiente", dijo a Stromsheim y a Idland. En seguida, mientras Kayser le pisaba los talones, corrió, doblando la esquina del edificio, hasta una ventana que quedaba a nivel del suelo. Como en todas las demás de la central, los vidrios habían sido pintados de negro, pero a través de un espacio en forma de ojo de cerradura que la pintura no había tapado, Ronneberg pudo ver el objetivo: la cámara de alta concentración, donde estaban las 18 celdas que contenían el agua pesada. Sentado ante una mesa, entre las dos hileras paralelas de celdas, un obrero noruego hacía apuntes en un cuaderno.
Apenas un vidrio los separaba de los aparatos que habían ido a destruir. Aunque cada segundo era decisivo, el ruido del cristal al romperse podría asustar al trabajador, y si éste comenzara a gritar, tendrían que matar a un inocente noruego.
"Vamos al túnel de cables", decidió Ronneberg. A pocos metros de distancia vio una escalera de mano que llevaba a lo que parecía la boca de una cueva pequeña, abierta en la roca y el hormigón, junto a la pared orientar del edificio. "Aquí está", cuchicheó a Kayser, echando escalera arriba. De cabeza, y seguido de Kayser, se internó por el laberinto de tuberías y cables. Había apenas suficiente espacio para acomodar a un hombre tendido cuan largo era.
Avanzaron cuidadosamente, arrastrándose con gran lentitud, a lo largo de unos 20 metros de túnel. A la mitad del conducto, cuando Kayser trataba de escurrirse por un espacio especialmente estrecho, se le cayó, de la funda que llevaba al hombro, la pistola Colt .45 Y produjo un sonoro ruido metálico al chocar contra las tuberías.
Llenos de terror y angustia, los dos saboteadores quedaron inmóviles, esperando de un momento a otro oír sonar la alarma. No se escuchaba más que el monótono zumbar de la maquinaria. de la central. Al parecer, el edificio estaba lleno de ruidos extraños.
Arrastrándose trabajosamente el resto del trayecto, llegaron finalmente a una boca de inspección que se abría hacia un aposento del sótano. Descolgándose hasta el piso, sacaron su pistola y se detuvieron momentáneamente. Ronneberg sonrió al leer la inscripción fijada sobre la puerta que conducía a la cámara contigua: "Prohibida la entrada, excepto por asunto de trabajo". Hizo girar el tirador y abrió la puerta de par en par.
Mil gracias
El obrero noruego, que aún estaba sentado a la mesa, fue tomado totalmente por sorpresa. "¡De pie! ¡Manos arriba!" ordenó Kayser. "Somos soldados. Nada le pasará si hace lo que le ordenemos".
Ronneberg abrió su morral y se puso a pegar explosivos plásticos, en forma de salchichón, en todas las celdas de agua pesada. Cada uno de los 18 cilindros de acero inoxidable medía 1,30 m de altura y 30 cm de diámetro, y era igual a los simulados con que había ensayado en Inglaterra.
Debo advertirle que hay un escape de álcali -avisó de pronto el trabajador- Es una sustancia muy cáustica, así que debe tener cuidado que no le caiga en la piel.
Gracias -contestó Ronneberg mientras seguía adelante desempeñando su tarea.
Estaba trabajando con la novena celda cuando un estruendo de vidrios rotos rompió el silencio. Kayser, que apuntaba al obrero, desvió su arma hacia la ventana. Ya estaba a punto de oprimir el gatillo cuando vio el rostro de Stromsheim enmarcado por el cristal roto. Stromsheim e Idland, al no encontrar ninguna puerta abierta ni la entrada del túnel de las tuberías, habían roto una de las ventanas ennegrecidas. El primero se descolgó acto seguido dentro de la sala para ayudar a Ronneberg.
Cuando quedaron bien sujetas todas las cargas alrededor de las 18 celdas, Ronneberg comenzó a comprobar su trabajo. En esto, mientras examinaba la mecha, el trabajador noruego dijo de pronto:
-Un momento, por favor. . . Mis anteojos. .. Es casi imposible reemplazarlos.
Ronneberg sabía que los centinelas alemanes podrían aparecer de un momento a otro. También sabía que los nazis se habían incautado de todos los materiales ópticos existentes en Noruega. Fue a la mesa en donde había estado sentado el empleado noruego y halló el estuche de los lentes.
Tenga -le dijo entregándoselo.
-Tusen takk -respondió el otro, usando la familiar expresión de su idioma que quiere decir "mil gracias"
Ronneberg reanudó el examen de la mecha.
-Espere -volvió a suplicar el noruego-; el estuche está vacío...
Molesto, Ronneberg levantó de nuevo la mirada. Era absurdo. Si fallaba en su misión, podría perderse la guerra. ¿Dónde están sus malditos lentes? -susurró desesperado. Y volviendo rápidamente al escritorio, buscó entre algunos papeles y encontró los anteojos entre las hojas de un cuaderno-. Tómelos . . .
-Tusen takk
En ese momento sucedió lo que más temía Ronneberg. Se oyeron pasos en las escaleras, probablemente de algún alemán que bajaba. En los segundos que les quedaban antes de que apareciera el centinela, tenía que decidir si prender la mecha o esperar a que llegase el hombre para matado. Tras un moento de vacilación, Ronneberg optó por lo último.
Tranquila e inocentemente entró el capataz nocturno: un ciudadano noruego vestido de paisano que se quedó boquiabierto al ver a su compatriota con las manos en alto, rodeado por soldados con uniforme británico. "Lleva a los dos junto a la escalera", ordenó Ronneberg a Kayser; "haz que abran la puerta del sótano que está con llave. Después que Stromsheim y yo hayamos prendido las mechas, diles que corran escaleras arriba a toda velocidad".
Momentos después prendían fuego a la mecha de 30 segundos, y los dos noruegos escapaban a todo correr. Kayser fue el último en atravesar la puerta de acero que daba al exterior. Allí se unió a Idland y Storhaug.
Estaban a menos de 20 metros de distancia cuando oyeron la explosión. Atenuada por las gruesas paredes de hormigón del edificio, sonó más bien como un golpe seco. Volviendo la mirada pudieron ver un relámpago de llamas anaranjadas que se reflejaba en la nieve acumulada afuera de las ventanas rotas del sótano. El aire les azotaba las piernas al cruzar corriendo la verja abierta y cuando bajaban por la vía del ferrocarril.
A Poulsson y Haukelid, que vigilaban el cuartel alemán, el sonido de la explosión les pareció asombrosamente débil. Aun así, les extrañó mucho la reacción de los alemanes. Pasaron varios segundos antes de que la puerta del cuartel se abriera y apareciera un solitario soldado. Alzó éste la vista hacia las filas de balcones que rodeaban el edificio, meneó la cabeza y se acercó hasta la puerta de acero. Pero, al encontrarla cerrada con llave, regresó al cuartel.
Poulsson y Haukelid no podían entender su despreocupación. Los saboteadores ignoraban que ocurrían a menudo "explosiones" similares en los balcones, en los quemadores que se usaban para trasformar el hidrógeno en deuterio: Los obreros de la central llamaban "los cañones" a los quemadores precisamente por el ruido que producían.
Pero cuando Poulsson y Haukelid estaban a punto de dejar su puesto de observación y escapar con los demás por la vía férrea, se abrió nuevamente la puerta del cuartel y salió el mismo soldado alemán. "¡Allí está otra vez!"
Armado de fusil y una linterna eléctrica, el militar se dirigió hacia el escondite de los dos saboteadores. Poulsson mentalmente le imploraba que se diera la vuelta. Pero el soldado seguía acercándose. De pronto, sin razón aparente, asestó a lo alto la luz de su lámpara, en seguida bajó el haz, luminoso más allá de donde se ocultaban Poulsson y Haukelid. Si hubiese vuelto a pasar el haz para arrojarlo sobre aquella parte de la oscuridad que había dejado sin iluminar, allí mismo hubiera terminado su vida. Pero el alemán vaciló y, tras de echar un nuevo vistazo a los balcones, volvió al cuartel.
Al momento los dos noruegos cruzaron el patio corriendo y atravesaron la verja del ferrocarril. Haukelid cerró cuidadosamente la verja y volvió a colocar la cadena y el candado como estaban. A continuación corrieron para alcanzar a los demás, que iban a unos 300 metros adelante.
Esperaban una lucha desesperada. En vez de ello, habían cumplido la misión sin disparar ni un tiro. De repente, aquellos hombres, que estaban dispuestos a sacrificar la vida en el asalto, se vieron embargados por la ilusión de escapar ilesos.