19-06-2010
El escándalo que sacudió al Ejército austro-húngaro.
Coronel Alfred Redl
”Son las dos menos cuarto de la madrugada. Ahora voy a morir. Ruego no se haga autopsia a mi cadáver.Recen por mí”. Éstas fueron las últimas palabras de la carta de despedida que escribió en Viena antes de suicidarse el coronel Alfred Redl, encargado del servicio de espionaje y contraespionaje en el Ejército austro-húngaro. El oficial se mató después de ser identificado en 1913 como el agente que había entregado informaciones militares secretas a la Rusia zarista, potencial enemiga de Austria- Hungría en la contienda bélica que se avecinaba.
El descubrimiento del espía fue un tremendo golpe para el Ejército austro-húngaro. Sus altos mandos intentaron ocultarlo, pero el escándalo acabó por ser destapado.
Alfred Redl era oriundo de la ciudad de L’vov, capital de Galitzia, que desde 1772 pasó a formar parte de la monarquía de los Habsburgo, donde su padre trabajó como funcionario de prisiones.
Entre 1900 y 1905 el oficial del Estado Mayor, Alfred Redl, actuó como perito en todos los procesos contra espías, celebrados en Viena. Hasta 1908 Redl dirigió todo el servicio de espionaje y contraespionaje militar de Austria- Hungría.
Los servicios de inteligencia extranjeros seguían atentamente sus pasos. Así el agregado militar ruso descubrió lo que ignoraban los superiores de Alfred Redl: que este coronel austro-húngaro era homosexual.
Por temor a que su homosexualidad fuese descubierta, Redl empezó a trabajar para los rusos. Les entregaba copias de importantes documentos militares, por lo cual recibía cuantiosas sumas financieras.
En 1908 Austria-Hungría anexó Bosnia- Herzegovina. Desde aquel momento empezó a cernirse sobre la monarquía el peligro de una guerra. La anexión provocó las protestas de Serbia y fue mal vista por Rusia porque representaba una incursión en su tradicional zona de influencia en los Balcanes.
De cara al próximo conflicto Austria- Hungría decidió fortalecer su red de espionaje. En cada uno de los quince mandos regionales del Ejército fueron establecidas oficinas de inteligencia militar. Alfred Redl fue destinado a la de la guarnición de Praga. En aquella época el territorio checo formaba parte de la monarquía austro-húngara.
Los superiores consideraban al coronel Redl como un implacable cazador de espías. El oficial destacó como impulsor de medidas y castigos cada vez más duros para quienes trabajasen al servicio de potencias extranjeras. Hasta que un día él mismo fue atrapado gracias a las medidas de vigilancia cada vez más severas.
Ya que el conflicto militar con Serbia y Rusia se acercaba, el servicio de inteligencia militar de Austria-Hungría logró que se suprimiera la ley constitucional que garantizaba el secreto de correspondencia. En un despacho secreto de la oficina central de Correos en Viena se abrían cartas y se controlaba su contenido.
En la primavera de 1913 los funcionarios abrieron dos cartas sospechosas que contenían elevadas sumas de dinero en billetes austro-húngaros. Era insólito que alguien enviase tanto dinero por carta. Fueron destacados dos detectives para detener a la persona que recogiera las misivas.
El sábado 24 de mayo de 1913, cuando la oficina central de Correos en Viena estaba a punto de cerrar, un señor alto y elegante recogió las cartas y subió a un taxi que lo esperaba con el motor en marcha.
Los detectives no tenían automóvil para perseguirlo, pero gracias a una serie de casualidades descubrieron que el hombre estaba alojado en el hotel Clomser. Allí se enteraron de que se trataba del coronel Alfred Redl.
La información alarmó a los altos mandos militares. El jefe del Estado Mayor, Franz Conrad von Hötzendorf, palideció al imaginar el impacto del escándalo para el prestigio del Ejército y la indignación de la opinión pública. “El canalla debe morir ya”, decidió.
Cuatro oficiales subieron a medianoche a la habitación del hotel donde estaba alojado Redl. El coronel reconoció su culpa y dijo que sabía que tenía que morir.
Los visitantes le preguntaron si tenía un revólver. Así dieron a entender a Redl que los mandos militares esperaban que se suicidase.
El coronel no tenía revólver. Entonces uno de los presentes salió para buscar el arma.
Después de entregarla a Alfred Redl, los cuatro oficiales bajaron a la calle donde comenzaron a pasear impacientes. No podían marcharse sin tener confirmado que Redl se había suicidado. Llamaron por lo tanto a un detective de la policía estatal que tuvo que jurar que no revelaría a nadie ningún detalle.
El hombre se presentó en el hotel con una tarjeta diciendo que el coronel Redl lo había citado para las cinco y media de la mañana ya que quería entregarle la respuesta a una carta.
El detective subió a la habitación donde encontró el cadáver del coronel que se había pegado un tiro. Los cuatro oficiales pudieron comunicar a sus superiores que habían cumplido la misión. Luego llamaron al hotel, se presentaron con nombres falsos y pidieron que el coronel Redl viniera al teléfono. Un empleado del hotel corrió a la habitación y halló el cadáver.
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