07-02-2007
Durante la Segunda Guerra Mundial, 3 convenciones de Ginebra se esforzaron en proteger a los combatientes. La primera, o convención de 1864, era el resultado de los esfuerzos del filántropo Henri Dunant, ciudadano de Ginebra (Suiza). Su propósito se basaba ante todo en atenuar los sufrimientos de los heridos durante y despues de la batalla. Las potencias signatarias se comprometían a llevar a cabo sus operaciones militares terrestres de forma que facilitaran los cuidados requeridos por los heridos y tambien a respetar a los miembros del personal sanitario. Para distinguir a estos últimos se creó el distintivo de Cruz Roja.
La segunda convención, de 1906 y la tercera, de 1929, desarrollaron estas disposiciones. La tercera especialmente, extendió a los prisioneros la protección de la Cruz Roja.
En 1907, la conferencia de Paz de La Haya, estableció las reglas que deberían observar los ejércitos de los paises signatarios con el fin de no caer en el exterminio recíproco. La convención de La Haya se preocupó sobre todo de cómo había que comportarse con el enemigo en el combate.
En cuanto a la convención de Ginebra, se dedicó, sobre todo, a mejorar el destino de los hombres puestos fuera de combate. El respeto a este conjunto de reglas y el acuerdo de las naciones en cuanto a su fundamento concurrían a atenuar la violencia incontrolada.
Pero, antes de la segunda guerra mundial, algunos países no firmaron la convención de 1929 sobre los prisioneros de guerra. Soviéticos y japoneses, por ejemplo, se negaron en principio a facilitar el acceso a sus campos a los delegados de la Cruz Roja. Por ello, en el frente del Este, los alemanes no dejaron de pretender que podían tratar a los prisioneros rusos a su libre albedrío, puesto que la URSS no había firmado la convención de 1929. Este argumento costó la vida a unos 4.000.000 de prisioneros soviéticos caídos en manos de los alemanes, entre 1941 y 1945.
Por su parte, los prisioneros alemanes capturados por los soviéticos no tuvieron mejor suerte.
En Extremo Oriente, la mentalidad japonesa complicó el problema. Los japoneses, en efecto, consideraban que un prisionero era un hombre acabado y, como tal, indigno de respeto. Despreciaban a sus propios hombres caídos vivos en manos del enemigo y, por tanto, no cuidaron demasiado a los prisioneros que tenían.
Fuente: La sgm S.A.P.E.- Edito-Service, S.A.-