28-03-2009
La guerra de minas es casi tan antigua como la guerra misma. Ya 500 años antes de Cristo está documentado el uso en China de galerías excavadas bajo los muros de una ciudad sitiada con el fin de socavar sus cimientos y abrir de esta forma brechas en los muros defensivos al derrumbarse éstos, como paso previo y necesario a un asalto general. Desde entonces, cada vez que un asedio se ha prolongado y se ha considerado insuficiente para rendir una plaza el bombardeo o el simple asalto directo, se han excavado galerías bajo sus muros. En la antigüedad, se procedía al derrumbe de los muros quemando los maderos que servían de entibación al horno de mina (el extremo final de la mina); con la llegada de la pólvora, se llenaba el horno de mina de explosivo y se hacía detonar, consiguiendo un mayor efecto.
Alguien podría pensar que con la llegada de la artillería moderna de grueso calibre este primitivo sistema de guerra de posiciones había llegado a su fin. Nada más alejado de la realidad; muchas fortificaciones modernas de bajo perfil con espesos muros de tierra habían demostrado ser bastante eficaces frente a los cañones a finales del siglo XIX y principios del XX, de manera que en 1914 la táctica del minado y las unidades de minadores seguían en plena vigencia.
La guerra de minas fue muy empleada en la Gran Guerra, aunque pocas veces con resultados claramente satisfactorios. La estabilización y posterior atasco tanto en el Frente Occidental como en el Frente Alpino, y la aparición de fortificaciones de campaña (sistema de trincheras) cada vez más densas y complejas, junto con la escasez de artillería pesada en muchos sectores y la necesidad de atacar por sorpresa al enemigo (sorpresa que era imposible si antes del asalto se había bombardeado durante horas o días), hicieron que en muchos sectores y durante cierto tiempo se practicara de forma intensa este antiguo sistema de lucha.