I
Un día de la primavera de 1942, una llamada telefónica urgente me convocó a Londres. Debía ir a un apartamento en el edificio Albany –su propietario era el excéntrico sir William Stone, también conocido como el Caballero de Piccadilly– donde miembros prósperos del Parlamento y escritores como Graham Green alquilaban viviendas temporarias. Allí me encontré con Pyke, una figura adusta, de rostro cetrino, mejillas demacradas, ojos fogosos y una barbita canosa, perdido en medio de pilas de libros, periódicos, revistas y colillas de cigarrillos esparcidas sobre los escasos muebles. Parecía un agente secreto de una película de espías, y me dio la bienvenida con un aire de misterio e importancia, diciéndome con voz gentil y persuasiva que actuaba en representación de lord Louis Mountbatten, que entonces era el jefe de Operaciones Combinadas, para pedir mi consejo sobre excavaciones en glaciares.
Pasaron seis meses antes de que Pyke me llamara nuevamente. Esta vez, como si quisiera probarme, me recibió con una retahíla de frases enigmáticas y luego me dijo, como un gran hombre que confiara un secreto a otro, que precisaba mi ayuda para el proyecto más importante de la guerra, un proyecto del que sólo estaban enterados él mismo y nuestro amigo común John Desmond Bernal. Cuando le pregunté de qué se trataba, me aseguró que deseaba poder decírmelo, a mí, un amigo que había entendido y apreciado sus ideas desde el principio, pero que había prometido no revelar nada, en caso de que se enterara el enemigo, o aun peor, esa colección de inútiles en quienes Churchill tenía que confiar para la conducción de la guerra.
Me fui entusiasmado y sin saber mucho más que antes sobre lo que se suponía que debía hacer. Pero Bernal, que había sido mi primer supervisor de investigación en Cambridge, me dijo unos pocos días más tarde que debía descubrir cómo incrementar la dureza y la velocidad de congelación del hielo, no importaba para qué. El proyecto tenía la prioridad más alta, y yo podía requerir cualquier ayuda o instalaciones que necesitara. A pesar de mis investigaciones en los glaciares, no estaba seguro de la fuerza del hielo, y no fue mucho lo que encontré en los textos. Las pruebas pronto demostraron que era a la vez blando y quebradizo, y no encontré ninguna manera de hacerlo más duro.
Entonces, un día, Pyke me alcanzó un informe que él encontraba difícil de entender. Era del Hermano Mark, mi antiguo profesor de fisicoquímica en Viena, que había perdido su puesto cuando los nazis invadieron Austria, y había encontrado refugio en el Instituto Politécnico de Brooklyn. Era experto en plásticos, y sabía que muchos son frágiles cuando están puros, pero se los puede endurecer al agregarles fibras como la celulosa, tal como el hormigón es reforzado con cables de acero. Mark y su asistente Walter P. Hohenstein pusieron un poco de hilo de algodón o de pulpa de madera –la materia prima del papel del periódico– en agua antes de congelarla y descubrieron que estos agregados reforzaban radicalmente el hielo.
Al leer el informe, les recomendé a mis superiores desechar nuestros experimentos con hielo puro e instalar un laboratorio para fabricar y probar el hielo reforzado. La Oficina de Operaciones Combinadas requisó una gran tienda de carne de cinco pisos subterráneos debajo del mercado de Smithfield, a la vista de la catedral de San Pablo y pidió vestimentas con calefacción eléctrica, del tipo que usan los aviadores, para que nos mantuviéramos abrigados a 16 grados bajo cero. Nos asignaron algunos jóvenes comandos para que cumplieran las funciones de técnicos, e invitaron a Kenneth Pascoe, que por entonces era estudiante de física y que más tarde daría clases de ingeniería en Cambridge, para que me ayudara. Construimos un túnel de viento grande para congelar la pasta húmeda de pulpa de madera y cortamos el hielo reforzado en bloques. Nuestras pruebas pronto confirmaron los resultados de Mark y Hohenstein. Los bloques de hielo que contenían apenas un cuatro por ciento de pulpa de madera eran tan fuertes como el concreto; en honor al fundador del proyecto, llamamos pykreto al hielo reforzado. Cuando disparábamos un fusil contra un cubo de hielo puro de sesenta centímetros de lado por treinta centímetros de espesor, el bloque se hacía pedazos; en el caso del pykreto, la bala hacía un pequeño cráter y se hundía en el cubo sin causar más daños. Mis provisiones de pykreto crecían, pero nadie me decía para qué se necesitaban, salvo que eran para Habacuc. El Libro de Habacuc dice: “Mirad en las gentes y ved y maravillaos pasmosamente; porque obra será hecha en vuestros días, que aun cuando se os contare, no lo creeréis”, pero eso no me ayudaba a resolver el acertijo.
Tan secreto era el proyecto Habacuc, que se suponía que nadie debía saber quién era yo, por las dudas de que mi nacionalidad (Austria = montañas = glaciares = hielo) o mi trabajo de investigación pudieran traicionar el secreto. Trabajábamos con Pascoe abajo en la carnicería, mientras que en los pisos de arriba fornidos cargadores con mamelucos grasientos entraban y salían cargando medias reses. Nunca nos dieron ni siquiera un poco de esa carne, para complementar nuestras magras raciones.
En un momento, Mountbatten envió a Pyke a Canadá en misión para Habacuc; llevaba una presentación personal de Winston Churchill dirigida a Mackenzie King, el primer ministro canadiense. Mientras Pyke requería la ayuda canadiense, Mountbatten decidió mostrarles las maravillas del pykreto al Estado Mayor británico. ¿Pero quién les mostraría el pykreto? Por cierto que no un civil austríaco: ¡un extranjero enemigo! Se decidió delegar la tarea en el capitán de corbeta Douglas Grant, que había sido arquitecto en tiempos de paz y que administraba Habacuc. No tenía experiencia con el manejo de pykreto, pero vestía uniforme. Le di las barras del hielo y de pykreto y le deseé suerte. El día siguiente esperé las noticias, pero no llegaron.
El racionamiento había golpeado los pequeños restaurantes y casas de té de la city. Pascoe y yo solíamos tomar el bus que bajaba por la calle Fleet, toda marcada por los bombardeos, hasta los palaciegos cuarteles de Operaciones Combinadas, donde podíamos conseguir una comida básica a un precio razonable y escuchar los últimos rumores. Pero aquel día, Pyke, siempre entretenido, estaba todavía en Canadá, y todos los demás parecían evitarnos. Después del almuerzo, me puse a buscar a Grant, que en general estaba sereno, y lo encontré de un humor terrible. El anciano caballero no había podido romper ninguna de las barras, ni siquiera las de hielo normal. Luego, había disparado su revólver contra el bloque de hielo, éste se rompió como se esperaba, pero al dispararle al bloque de pykreto, la bala rebotó y golpeó en el hombro al jefe del Estado Mayor Imperial. El jefe no estaba herido, pero Habacuc se encontraba bajo el manto de la duda. Lo peor estaba por llegar.
En ausencia de Pyke, un comité del Almirantazgo presidido por el jefe de Construcciones Navales había enviado un informe muy poco entusiasta a Mountbatten sobre Habacuc. Cuando Pyke, en Canadá, se enteró de lo que pasaba, el asunto no hizo más que confirmar su desprecio por el conservadurismo del establishment británico, que resumió en su dicho burlón: “Nada debe hacerse por primera vez jamás”. Contestó con un cable clasificado como “máximo secreto, circulación restringida al jefe de Operaciones Combinadas”. El mensaje decía: “El jefe de Construcciones Navales es una vieja. Firmado Pyke”. La denominación “máximo secreto” se reservaba para asuntos operativos, y por lo tanto se los consideraba con respeto, pero el contenido del cable de Pyke pronto llegó a oídos de su víctima: un almirante. Indignado porque un civil loco cuestionaba su valor, el almirante irrumpió en la oficina de Mountbatten demandando la renuncia inmediata de Pyke. El proyecto Habacuc parecía condenado. Pero entonces, Pyke volvió a Canadá eufórico por el éxito de su misión, especialmente por la actuación espléndida de un prototipo que los canadienses habían logrado botar en el lago Patricia, en Alberta. ¿Pero un prototipo de qué?