11-12-2007
De los momentos más trágicos de la historia siempre se pueden extraer leyendas asombrosas con mucha facilidad. Historias que detienen el tiempo, alejan todo lo malo por un minuto y nos regalan profundas enseñanzas basadas en eventos verídicos. Tristemente, algunas de estas leyendas fueron invenciones justificadas para subir la moral de quienes vivían día tras día bajo las penumbras de una guerra. Esta historia, afortunadamente, es real.
Finalizada la segunda guerra mundial, como bien sabemos, Alemania quedó dividida en cuatro partes, y Berlín, su capital, en otras cuatro. Finalmente esas cuatro partes terminaron convirtiéndose en dos: la de quienes añoraban la libertad y la de quienes vivían en libertad. La zona que rodeaba a Berlín era de total dominio soviético, y el régimen socialista de Stalin decidió llevar a cabo un bloqueo total del Berlín libre para que, sumido en la miseria, se viera obligado a entregarse ante el comunismo.
Corría el año 1948 y Berlín era un escenario lunar. Pocos edificios se mantenían en pie. La pobreza en Alemania era extrema. De igual forma, el régimen socialista de la Unión Soviética decide bloquear por vía terrestre toda conexión exterior con Berlín occidental. La gente –se pensó- empezaría a morir de hambre y se verían obligados a entregar su libertad. Se dice que la gente en Berlín comenzó a comerse las hojas de los pocos árboles que se mantenían en pie e incluso roedores. Lo que se podía.
Ante tal evento, se lleva a cabo una operación de abastecimiento al Berlín atrapado. Se destinan doscientos aviones C-47 y otros muchos C-54 que se habían utilizado en la guerra, volando a diario con víveres desde la Alemania libre al atrapado Berlín occidental. Para alimentar a media ciudad, cada uno de los aeroplanos tenía que completar el trayecto cuatros veces al día, pero los berlineses, estaba claro, no morirían de hambre.
Asimismo, a pesar de todos los esfuerzos aliados, el abastecimiento era insuficiente para toda la población de Berlín, que en aquel entonces, y a pesar de la guerra, alcanzaba los dos millones y medio de habitantes.
Es en ese momento cuando empieza nuestra historia.
Un joven oficial al mando de un C-54, Gail Halvorsen, aterriza en uno de los aeródromos de Berlín. Poco después de bajar del avión, observa como una docena de niños miran asombrados los aviones aterrizar y decide acercarse a ellos. Halvorsen, sumido en un gesto de simpatía, saca un par de chicles que guardaba en el bolsillo y los arroja hacia los niños, que se abalanzan desesperados ante el utópico dulce.
Sin embargo, Halvorsen queda impactado al ver que los dos afortunados que cogieron la golosina deciden dividir los chicles en doce pedazos iguales, sin masticarlos ya que el olor era, debido a las circunstancias, suficiente placer para ellos. Así, los niños se guardan el dulce en el bolsillo, sintiéndose aquel día los jóvenes más afortunados del mundo.
Al llegar a su zona de abastecimiento, Halvorsen decide que con sus ahorros compraría todos los dulces posibles y construye como puede dos paracaídas en tamaño miniatura. Al día siguiente poco antes de tocar tierra en Berlín, deja caer los paracaídas hacia el grupo de niños, quienes de inmediato se abalanzan ante el asombroso regalo.
Halvorsen repite esto durante los días posteriores, pero el número de niños de pie frente la cabecera de la pista de aterrizaje es cada vez mayor. Es ahí cuando decide crear el “Escuadrón de los Pequeños Víveres”.
Un grupo cada vez mayor de pilotos voluntarios comienza a comprar todos los caramelos, chicles y dulces posibles, construyendo en su tiempo libre cientos de paracaídas.
A Halvorsen se le unen muchos otros pilotos. Todos los días cientos de caramelos caen desde el cielo de Berlín. Los aviones que antes arrojaban bombas para matar, ahora arrojaban dulces. Con sólo ladear el ala a la derecha, ya los niños sabían que se acercaban sus provisiones: “¡Ahí viene Uncle Wiggly Wings! ¡Se acercan los dulces!” oleadas de pequeños corrían hacia la zona de descarga.
Un cementerio de guerra yacía cerca del aeropuerto, pero los pequeños, que ya habían vivido mucho, poco les importaba saltar sobre las temibles tumbas con tal de recibir su provisión diaria de dulces.
The American Confectioners Association, desde EE.UU., comenzó a colaborar con Halvorsen enviando toneladas de dulces hacia Alemania. Convirtieron a una vieja estación de bomberos de Chicopee en una sede del Escuadrón de los Pequeños Víveres. Ahí se construyeron miles y miles de paracaídas y prepararon miles de dulces que fueron enviados al equipo de Halvorsen. Sus compañeros comenzarían a donar su ración de alimentos diaria para ayudar a los niños de Berlín.
La operación crecía cada vez más y se estaba convirtiendo en todo un éxito. Cada día los pilotos dejaban caer miles de paracaídas, bombardeando la ciudad entera de dulces. Se hizo incluso en el Berlín comunista, donde las autoridades soviéticas amenazaron con derribar a los aeroplanos que continuaran abasteciendo y con matar a los niños que cogieran los dulces del suelo.?
En enero de 1949 Halvorsen ya había soltado más de doscientos cincuenta mil paracaídas con caramelos y dulces, y más de cien mil niños se habían beneficiado de la operación. La moral crecía cada vez más; la gente, a pesar de todo, era ahora mucho más feliz que antes. Incluso se llegaron a ver sonrisas -y lágrimas, pero de felicidad.-
Las autoridades comunistas aceptaron que el bloqueo había sido un fracaso y decidieron reabrir las fronteras terrestres hacia el mundo libre. Un muro crecería pero los anhelos de libertad le superarían de inmediato. Halvorsen recibió el Premio Cheney de 1948 por “llevar a cabo un acto de gran valor, entrega y mucho sacrificio en un interés humanitario.”
Obviamente los socialistas hablaron más de una vez. Los niños eran culpables –dijeron- de un terrible acto de vandalismo injustificable. El viejo Gail Halvorsen, por su parte, escribió un libro sobre el bombardeo de dulces en Berlín y hoy vive en Utah, EE.UU.
La pesadilla de muchos de esos niños no finalizó hasta 1989, pero el recuerdo y la esperanza prevalecieron. Otros no lograron ver como se desmoronaba el Telón de Hambre que trajo consigo el socialismo soviético.
Hoy curiosamente muchos añoran socialismo. Con falta de insumos y una sociedad descapitalizada, en el futuro los socialistas añorarán un Bombardero de Dulces para que les ayude subsistir entre hambre y miseria: el mayor legado tangible de la filosofía de la igualdad absoluta.
Fuente: http://www.odlv.org/articulo.php?id=90
Saludos