Últimos días en Nuremberg
Después del terrible impacto que les causó a los condenados las palabras “¡A morir en la horca!”, escuchadas en la sala del juicio, los condenados volvieron a la vida de la prisión, a la espera del día fatídico, que ignoraban totalmente.
Las reacciones de aquellos hombres a los que esperaba la más dura prueba fueron, en términos generales muy parecidas. Von Ribbentropp era, no obstante, el que parecía mostrarse más inquieto y disconforme:
- ¡Muerte, muerte! – repetía-. Ahora ya no podré escribir mis memorias. Tanto me odian, tanto...
Keitel diría:
- ¡A morir en la horca! Pensé que esto me lo ahorrarían.
En tanto Rosenberg afirmaba:
- La soga... ¿No era eso lo que querían?
Frank, tranquilo, casi sonriente, comentó en el patio, junto a sus compañeros:
- Morir, eso es todo. ¿Lo merecemos? Yo lo esperaba, pero me alegro de haber tenido ocasión de defenderme y pensar en todo lo pasado, durante estos meses que ha durado el juicio.
El general Jodl confesó al peluquero de la cárcel:
- Mi abogado y mi esposa quieren presentar recurso. Si al menos pudieran conseguir que me fusilaran en vez de ahorcarme.
Poco a poco, procuraron eludir en sus conversaciones el tema fatídico. Únicamente Ribbentropp no cesaba de preguntar el día y el lugar donde tendrían lugar las ejecuciones. Los demás permanecían aparentemente tranquilos. Jodl, que se había aficionado a la lectura, placer que, según él, no le había permitido satisfacer su vida de soldado, leía un libro de Wilhelm Raabe. También Franck disfrutaba del mismo entretenimiento, y le gustaba comentar las páginas de “La canción de Bernadette”, de Franz Werfel, cuya lectura parecía deleitarle.
Alrededor de los presos se habían redoblado las medidas de seguridad. Por la noche las celdas permanecían encendidas y los centinelas observaban a los presos continuamente. Eran unas horas penosas, que aquellos hombres enfrentaron con serenidad y valor.
En el órgano del amplio comedor, el organista solía interpretar algunas melodías cada noche. Era un detenido alemán, miembro de las SS. Un día Keitel le rogó al doctor Pflücker, que diariamente charlaba con ellos:
-
Doctor, dígale al organista que toque la canción “Schlafe mein Kindchen”. Está llena de hermosos recuerdos para mi.
-
Trataré de que le complazca, general Keitel.
Y aquella noche escuchó, sumamente conmovido, aquellas notas que debían estar llenas de gratas evocaciones.
El día 7 de octubre, fue Goring quien hizo al doctor su confidencia:
- Acabo de ver a mi esposa por última vez. Ha sido una hora muy difícil para ella, pero lo quiso así. Ha estado muy valiente. Es una mujer maravillosa. Sólo al final he creído que iba a desplomarse, pero se ha dominado y al despedirnos estaba muy serena.
Después añadió:
- Doctor, ahora pueden matarme como quieran. Yo ya estoy muerto.
Por aquellos días, en el edificio resonaban ruidos de sierras y de martillos, que penetraban en el interior de las celdas. Iban a colocar el patíbulo en el gimnasio, y hubo de colocarse una batería eléctrica de mucha potencia, así como restaurar los cristales, además de levantar la tarima del patíbulo.
- ¿Cuándo van a terminar de construir nuestras horcas? – pregunto un día Streicher.
Otra vez, dirigiéndose a un oficial exclamó:
- Será preferible que no desmonten después el patíbulo. Así podrán emplearlo los bolcheviques cuando cuelguen a sus aliados.
La ejecución se llevó por fin a cabo el día 15 de octubre. Dos soldados policías estadounidenses, con el casco de acero y el correaje blanco, conducían al reo desde su celda al patio del gimnasio.
Cuando abrieron la celda de von Ribbentropp, éste apenas les miró. Con los ojos semicerrados, al incorporarse a la pareja que iba a custodiarle hasta el patíbulo musitó:
- Confío en la sangre del cordero que lava los pecados del mundo.
Y seguidamente comenzó a andar, como un autómata, entre aquellos dos hombres que le concedían a la muerte.