02-03-2006
Las ideas de Rosenberg, a pesar del ejemplo práctico del Caúcaso, no procedían de zonas de peso político. Estaba claro, según las declaraciones de Hitler, que frente a un eventual victoria alemana, esta opción era la menos posible. A juzgar por sus conversaciones de sobremesa, que recogen todas sus observaciones acerca del mundo, Hitler se sentía simultáneamente atraído y repelido con el Este. Insensible a las ironías que encerraba, decía que Rusia era un desierto enorme, y que sus propias batallas proporcionarían un pasado al país. Grandes autopistas atravesarían las serranías y las llanuras para que el viento barriera la nieve, atravesarían los pueblos y asentamientos alemanes. Crimea se convertiría en la Riviera alemana.
Como era propio en él, tenía las ideas mucho más claras sobre los aspectos negativos de esta visión, sobre todo del deseo de someter a los nativos a una versión especialmente bárbara y cruda del dominio colonial. Su analogía favorita era con el dominio británico de la India: “Nuestro papel en Rusia será semejante al de Inglaterra en la India... El espacio ruso será nuestra India. Como los ingleses, gobernaremos este imperio con un puñado de hombres”. Al igual que Himmler, se proponía poblar el espacio con soldados – granjeros alemanes, es decir, veteranos de doce años de servicio militar, aunque también dejaría sitio en el Báltico para pobladores daneses, holandeses, noruegos y suecos, todos ellos con un permiso especial. Los colonos alemanes disfrutarían de grandes granjas, de hermosos alojamientos para los burócratas y palacios para los gobernadores regionales. La sociedad alemana sería una fortaleza literal y metafórica, cerrada a los intrusos, puesto que “nuestro mozo de cuadra más ínfimo, debe ser superior a cualquier nativo”. Estos eran “una masa de esclavos natos que tenían la necesidad de un amo”. Los alemanes habían introducido el concepto de sociedad organizada en pueblos que en otro sentido se comportarían al estilo antisocial de los “conejos”. La salud y la higiene serían cosa del pasado: “No habrá vacunas para los rusos, ni jabón para quitarles la suciedad... Pero dejémosles que tengan todos los licores y el tabaco que quieran”. El 17 de octubre diría con su proverbial dureza:
“No vamos a jugar a las niñeras; por lo que respecta a esta gente no tenemos ninguna obligación en absoluto. Acabar con los tugurios, ahuyentar a las pulgas, proporcionar maestros alemanes, sacar periódicos... – esto es muy poco para nosotros - . Por lo demás dejemos que sepan suficiente para comprender nuestras señales de tráfico y no dejarse atropellar por nuestros vehículos”.
Si los rusos se rebelaban, “sólo tendremos que tirar algunas bombas sobre sus ciudades, y asunto liquidado”. Las relaciones económicas se basarían en la explotación pura y dura:
“En la época de la cosecha, pondremos mercados en todos los centros de importancia. Allí acapararemos todos los cereales y fruta y venderemos nuestros productos manufacturados de peor calidad... Nuestras fábricas de maquinaria agrícola, nuestras compañías de transportes, nuestros fabricantes de enseres domésticos y demás encontrarán allí un mercado enorme para sus artículos. También habrá un mercado magnífico de géneros de algodón baratos – mejores cuanto más brillantes sean sus colores - ¿Por qué habríamos de frustrar el anhelo de estas gentes por los colores brillantes?”
Pensaba seducir a los ucranianos con bufandas, abalorios “y todas las cosas que gustan a los colonos”.
Sentimientos como estos, muy imperantes desgraciadamente en la mayoría de los generales alemanes, marcaban el tono de la política de ocupación alemana en Rusia, desbaratando cualquier expectativa de sacar partido al desprestigio del régimen bolchevique, sobre todo en las zonas ocupadas por Stalin tras el pacto Germano – Soviético del 39, o de explotar las profundas desavenencias étnicas y religiosas imperantes en el imperio soviético. Simplemente, Hitler mostró estrechez de miras y exceso de confianza al negarse a dejar a un lado sus imperativos ideológicos en beneficio de un apoyo local.
Esto tuvo consecuencias políticas inmediatas para Rosenberg y los suyos. Despojado de la autoridad hasta para nombrar a los altos cargos dentro de su ministerio, Rosenberg tuvo que soportar los nombramientos de Koch, que despreciaba en lo más profundo a los eslavos, como Reichskommissar en Ucrania, y de Heinrich Lohse como Reichkommissar en Ostland, quien, como era de esperar, se opuso y a todas las tentativas de Rosenberg por dar cierta autonomía a los tres estados bálticos. No se permitió ni una temporal autodeterminación en algún aspecto. No se consiguió ningún resultado de esta política contra natura. Una cooperación con los pueblos ocupados en profundidad hubiera proporcionado grandes ventajas a Alemania de cara a la victoria final.
Os incluyo una foto de Rosenberg, y de los dos Reichkommissar, Koch y Lohse.
Fuentes: Las conversaciones privadas de Hitler. Editorial Crítica
Una guerra de exterminio. Laurence Rees
Historia Virtual. Niall Fergusson