El único dato histórico sobre el incendio del Reichstag, es que lo provoco el súbdito holandes, Marinus Van Der Lubbe.
CRóNICAS COSMOPOLITAS
Fraude y mentira de la leyenda comunista
Por Carlos Semprún Maura
El 27 de febrero de 1933 a primeras horas de la noche, un incendio se declara de manera imprevista en el Reichstag, las Cortes alemanas, en Berlín. Hacía exactamente un mes que Adolfo Hitler había sido nombrado Canciller, tras haber ganado unas elecciones amañadas. La sorpresa fue total, no estaba previsto por nadie, ni por los nazis, ni por sus adversarios. Hitler, que escuchaba a Wagner, en casa de los Goebbels, y tras una apacible cena, fue avisado por teléfono, y se puso a dar brincos de histérica alegría: ¡Ya está! ¡Ahora los aplastamos!. Y de inmediato dio ordenes para que comenzara la represión a gran escala contra toda su oposición. La ley de excepción en este sentido fue proclamada el 1º de marzo. Delenda la República de Weimar.
En cuestión de horas, a lo sumo unos días, dos versiones oficiales sobre el incendio, se afrontan: la versión nazi, según la cual el incendio del Reichstag era obra de los comunistas y la señal del comienzo de una nueva insurrección armada. Recordemos, cosa totalmente olvidada, que apenas finalizada la Gran Guerra, varios conatos insurreccionales habían tenido lugar en Alemania, a lo que a veces se ha calificado de “movimiento espartaquista”. Fueron sangrientamente sofocados por el ejercito. Por parte de la Internacional Comunista, la versión oficial denunciaba a los nazis como los incendiarios del Reichstag, una provocación que les servía de coartada para desencadenar la represión. La cual fue muy real y atacó a todos, a los comunistas, desde luego, pero también a los socialistas, demócratas, y, no faltaba más, a los judíos.
La verdad es que si tanto los nazis como los comunistas lograron en gran medida utilizar en beneficio propio dicho incendio, su autor fue quien había sido detenido la misma noche en el lugar mismo del incendio, Marinus Van der Lubbe, un joven holandés desquiciado, patético psicópata, que había querido realizar un acto sublime, espectacular, histórico. Todo el mundo decía entonces que un hombre sólo jamás hubiera podido desencadenar un incendio tal. Pues por lo visto, sí. Ese casi minusválido tenía pocas dotes, pero era buen pirómano y el viejo edificio tenía suficiente madera y cortinas deshilachadas, para que una sola persona pudiera prender fuego a todo.
Las dos potentes máquinas de propaganda y fraude, la nazi y la comunista, se ponen en marcha. En Berlín, fueron detenidos varios comunistas alemanes, el más conocido fue el diputado Ernst Tergler, y tres búlgaros, entre ellos, el ya muy conocido Jorge Dimitrov, responsable de la Internacional Comunista para Europa, luego secretario general, y tras la guerra, presidente de Bulgaria comunista. Y claro, el alelado de Van der Lubbe, el único que sería condenado a muerte y ejecutado.
Si los nazis organizaron un espectacular proceso de Leipzig contra los detenidos comunistas que durará semanas, la Internacional Comunista organizó varios contraprocesos en París, Londres, y en donde pudo -y podía mucho- muchas campañas de prensa, conferencias, etc, en estos y otros países, como los USA. Los de siempre, convencidos o engañados, H.G. Wells, André Malraux, y un larguísimo etcétera, se lanzaron en una gran campaña antinazi que tuvo rápidamente resultados políticos prácticos: gran simpatía hacia la URSS, y creación de los Frentes Populares, en España y Francia, por ejemplo. Todo ello controlado y dirigido por Moscú, o sea por Stalin, y sus agentes. Esa misma operación, bajo diferentes pretextos, pero siempre a favor de la URSS, se ha repetido desde 1933 hasta la implosión de esa misma URSS. Después de la guerra, una de las estrellas más vistosas y más asquerosas de esa política fue Jean-Paul Sartre, que se “rehabilita” cíclicamente.
Por los años treinta, en medio de ese derroche de mentiras, había una trágica y nauseabunda realidad: el nazismo y su represión totalitaria. Claro que la ideología marxista al denunciar al nazismo cometió graves y voluntarios errores porque no podían ir al fondo de un análisis demoledor del totalitarismo nazi, ya que un tal análisis les hubiera conducido a condenarse ellos mismos y a condenar el totalitarismo comunista, tan semejantes eran los dos sistemas enfrentados. Bueno, aparentemente enfrentados, ya que el “proceso Dimitrov” fue una farsa. La ideología comunista, y mucho perdura hoy de ese sofisma, denunciaba al nazismo únicamente como una forma extrema de capitalismo, y por lo tanto, el enemigo central, histórico, seguía siendo el capitalismo; el nazismo no era más que uno de sus avatares.
El “proceso Dimitrov” fue una farsa porque entre bambalinas y a través de sus agentes de la Gestapo y el GPU, siglas entonces del KGB, Stalin y Hitler se habían puesto de acuerdo para que Dimitrov y sus dos lugartenientes búlgaros no fueran condenados. Que se condenara a los comunistas alemanes, no le importaba un bledo a Stalin. Fueron deportados. Es cierto que, preventivamente, cuando Dimitrov fue detenido, Stalin ordenó el arresto de 20 ingenieros y peritos alemanes que trabajaban en la URSS acusándoles de ser espías como baza para un posible canje, pero no fue necesario, el acuerdo fue mucho más profundo y político.
Efectivamente, después de un proceso a bombo y platillo, en el que se permitió a Dimitrov pronunciar un vehemente discurso de fe comunista -que se dio a conocer al mundo entero- y de algunos meses de cárcel, Dimitrov y sus lugartenientes son liberados y se marchan a Moscú donde se les recibe como héroes. Stephen Koch, en su libro “El fin de la inocencia”, del que me he servido para escribir estas líneas (junto con las autobiografías de Arthur Koestler y otros), comenta un aspecto interesante de estos episodios: toda la propaganda comunista y “antifascista” realizada en torno al incendio y al proceso atacaba esencialmente a Ernst Ron, mucho más que a Hitler y a sus Secciones de Asalto (SA), la organización nazi más extremista y proletaria que Hitler liquidaría pocos meses después asesinando masivamente a sus dirigentes y al propio Rohn durante “la noche de los cuchillos largos”. ¿Se trata de una coincidencia o de una colaboración secreta?. El caso es que a partir de esa matanza, Stalin consideró a Hitler como un jefe de Estado serio y responsable que había que tener en consideración. Este fue el inicio del camino secreto que condujo al pacto nazi-comunista de 1939.
En mi breve periodo de militante comunista me extrañaba de que esos bárbaros nazis, cuyas atrocidades se conocían después de la guerra, no hubieran ni fusilado ni deportado a un líder como Dimitrov. Se me respondía que la estatura moral, el valor y la inteligencia de Dimitrov aplastaron a sus mequetrefes jueces. No me lo creía. También que la URSS imponía respeto y temor. Tal vez, pero en 1941 los nazis la atacaron, sin temor ni respeto. Llegué a la conclusión de que en 1933 el nazismo incipiente aún no había montado su máquina perfecta de represión y exterminio y cometió ese fallo. Jamás hubiera pensado que todo era mentira y comedia. Como mentira y fraude fueron: el proceso del POUM, el de Kravechenko, la masacre de Katyn, el caso de los esposos Rosenberg y tantos otros que iré comentando al compás de mis re-lecturas. Porque la mentira y la leyenda perduran.