En la cubierta de uno de los buques que entran en la bahía de Nueva York una mañana de enero de 1940 hay un viajero acodado a la barandilla. Acaban de subir el práctico y los encargados de la visita. Uno de ellos, acercándose al viajero cuando nadie los observa, le susurra:
—Usted será S. T. Jenkins... Apenas desembarquemos, vaya directamente al Hotel Belvoir y espere en su cuarto.
Ya había cerrado la noche cuando Jenkins, que llevaba largas horas de espera, oyó que alguien daba vuelta a la llave de la puerta que comunicaba con el cuarto contiguo. Abrióse quedamente la puerta para dar paso a dos agentes del F. B. I. Los tres hombres se estrecharon la mano y Jenkins, que era miembro de la organización, dio este desconcertante informe.
*“He sido alumno de la escuela de espionaje nazi instalada en la pensión Klopstock de Hamburgo. Mi clase se graduó hace dos semanas. En el discurso de despedida, el Dr. Hugo Sebold, director de la escuela, nos dijo:
“La mayor dificultad con que tropezarán los agentes del Führer en América, será mantenerse en comunicación con nosotros. Los norteamericanos nos están dando mucho que hacer. Pero en breve plazo lograremos comunicarnos en todo el mundo con entera seguridad. Todavía no puedo explicarles el sistema que emplearemos; pero estén ustedes alerta para descubrir los puntos —gran número de puntos pequeñísimos.”
“Me han enviado a los Estados Unidos con órdenes concretas..., pero no me han dicho nada más”*, terminó Jenkins.
Hasta aquel entonces, habíamos contrarrestado las maniobras del espionaje japonés y alemán gracias al incesante descubrimiento de todas las nuevas técnicas de comunicación que pusieron en práctica. Habíamos identificado a los corresponsales nazis y japoneses, rastreado sus cartas, descifrado sus claves, resuelto el misterio de sus tintas simpáticas y dado con los escondrijos de sus transmisores de radio, con los cuales habíamos logrado a veces transmitir noticias que el enemigo creyó enviadas por sus propios agentes.
En una ocasión quitamos del bolsillo a un espía una cajita de fósforos. Cuatro de éstos, que en nada parecían diferenciarse de los demás, eran en realidad lápices diminutos cuya escritura invisible se revelaba con la solución de un reactivo raro. Al mismo tiempo que esta combinación maquiavélica, descubrimos cartas fotografiadas en micropelículas que venían arrolladas bajo la seda de un carrete o cosidas en el lomo de una revista. Una de estas micropelículas estaba dentro de una pluma fuente, que fue necesario romper para sacarla.
En la costa del Atlántico desembarcaron ocho saboteadores cuyos pañuelos de bolsillo contenían, escrita en tinta invisible, una lista de simpatizantes nazis en los Estados Unidos formada por el alto mando alemán. Del tacón de caucho de otro agente enemigo sacamos la reproducción fotográfica del plano de cierto mecanismo norteamericano destinado a eludir el ataque de los submarinos.
Habíamos descubierto estas maquinaciones y muchas otras, pero... ¿qué querría decir eso de “puntos, gran número de puntos pequeñísimos”?
La primera medida fue llamar a un joven físico que había realizado en nuestros laboratorios notables trabajos sobre microfotografía de color. Se le encargó hacer ciertos experimentos, a base del significado que nos figurábamos pudiera tener la jactanciosa afirmación de Sebold. Entretanto, hasta el último agente buscaba febrilmente una huella que revelase la existencia de los hasta entonces inhallables puntitos.
Un día de agosto de 1941 llegó a los Estados Unidos procedente de los Balcanes cierto caballerete, "retoño calavera de un padre millonario". Existían razones para sospechar que pudiera ser agente alemán y, en consecuencia, examinamos con minucioso cuidado sus efectos, desde el cepillo de dientes a los zapatos, sin olvidar la ropa y los papeles.
Mirando uno de los sobres del joven viajero, uno de nuestros agentes del laboratorio vio algo que brillaba cuando la luz hería oblicuamente el papel. Un puntito había despedido un reflejo. Era un puntito, un punto final en la parte anterior del sobre; una partícula negra no mayor que la cabeza de un alfiler.
Con infinita precaución, el agente introdujo la punta de una aguja en el borde del círculo negro y desprendió el punto. Era una partícula de materia extraña, incrustada en la fibra del papel y que parecía un punto escrito a máquina. Ampliado 200 veces en el microscopio, resultó ser la fotografía de toda una página mecanografiada, una carta de espionaje, cuyo texto nos dejó pasmados:
*“Existen razones para creer que los trabajos científicos de los Estados Unidos para la utilización de la energía atómica están haciendo algunos progresos, debidos en parte al empleo del helio. Necesitamos informes continuos sobre los experimentos hechos en el asunto y más en particular sobre estos puntos:
“1. ¿Qué procedimiento se emplea en los Estados Unidos para transportar el uranio?
“2. ¿Dónde se están haciendo los experimentos con uranio? (universidades, laboratorios industriales, etc.).
“3. ¿Qué otras materias primas se utilizan en esos experimentos? Confíese este trabajo solamente a los mejores peritos.”*
¡Por fin habíamos descubierto los puntitos! El servicio de espionaje alemán había encontrado manera de fotografiar una carta normal en reducidísimo espacio. Aquello era precisamente lo que habíamos sospechado. En nuestros laboratorios habíamos logrado obtener fotografías muy pequeñas; pero el éxito sólo era completo en teoría por falta de la emulsión que los alemanes habían conseguido perfeccionar.
El mecanismo productor de los puntos microscópicos era increíblemente ingenioso y eficaz. Falsificaba con la mayor perfección un punto de mecanografía e imprenta. Por ejemplo, el joven agente balcánico traía en el bolsillo cuatro impresos telegráficos en blanco, en los cuales había once puntos que eran otras tantas liliputienses órdenes de espionaje. ¡Pegada debajo de un sello de correos, encontramos una pequeñísima tira de película con la reproducción de 25 cartas de una página escritas a máquina!
Entonces supimos que el señorito balcánico tenía órdenes de hacer indagaciones, no sólo sobre nuestros trabajos relativos a la energía atómica, sino de informar cuál era la producción mensual de aviones, qué número de ellos se enviaba a la Gran Bretaña, el Canadá y Australia, y cuántos pilotos norteamericanos estaban recibiendo instrucción. Sometido a interrogatorio, respondió con afable cortesía y, cuando vio que conocíamos el secreto de las puntitos, hizo prolijas declaraciones.
Había estudiado bajo la dirección del famoso profesor Zapp, inventor del sistema de los puntos microscópicos, en la escuela de altos estudios técnicos de Dresden. Las órdenes de espionaje empezaban por escribirse a máquina en hojas cuadradas de papel y luego se fotografiaban con una cámara-miniatura de alta precisión. Esta primera reducción venía a tener el tamaño de un sello de correos y volvía a fotografiarse, esta vez a través de un microscopio invertido. La imagen, infinitamente pequeña, se fijaba en una placa de vidrio cubierta por gruesa capa de la emulsión secreta. Una vez obtenido el negativo se pintaba con colodión para poder quitar libremente la emulsión del cristal. El técnico utilizaba después una curiosa adaptación de la aguja hipodérmica con la punta cortada y afilados los bordes del orificio resultante. Este orificio se aplicaba después al micropunto, como un pastelero aplica moldes a la masa de los buñuelos, y el puntito quedaba desprendido.
Entonces se raspaba ligeramente con una aguja el punto de la carta o papel donde iba a colocarse. El émbolo de la jeringuilla servía para incrustar el punto y con otra aguja muy pequeña se volvía a colocar la fibra sobre el punto y finalmente se daba una pincelada de colodión para fijar las fibras del papel.