22-12-2008
CINCO ESCAPADAS DE LA MUERTE
Por Ira Wolfert, corresponsal de guerra
Hay mucho de increíble y de fantástico en el modo como escapan a veces los soldados con vida. Algunos lo atribuyen a milagro y otros dicen sencillamente “no me había llegado la hora”. En los cinco casos que voy a referir, la probabilidad de librarse de la muerte era ninguna. Lo sucedido con todos ellos me consta, por haberlo oído directamente de boca de los sobrevivientes.
En caída libre
Aquel día de junio de 1943, en que los zeros japoneses hicieron blanco en el Corsair en que volaba el Capitán de Infantería de Marina Jim Percy ladeó el avión sobre un ala hasta quedar cabeza abajo, dejose caer en el espacio y tiró de la cuerda del paracaídas. El paracaídas no se abrió… Adoptó, entonces, el Capitán la posición de firmes, que mantuvo mientras descendía vertiginosamente de la altura a que se hallaba: 600 metros sobre el Pacífico.
Cayó en el agua de pie, sin más percance que la fractura de una cadera.
En el descenso, el Capitán Percy, había inflado el chaleco salvavidas. “Si no lo hubiera hecho” me decía un médico, “puede que hubiese escapado hasta sin la fractura de la cadera”.
Salvado por la explosión
En el combate que se llamó “Isla de Savo” sostenido frente a Guadalcanal, el practicante Edgard Bykowski, se hallaba en la enfermería del USS Vincennes, conocida por la marinería de este crucero americano como “el pasaje de los torpedos” por su cercanía a la línea de flotación. La artillería japonesa hizo blanco repetidas veces en el buque. El practicante, a pesar de que los proyectiles llovían en torno suyo, no había sufrido ni un rasguño. Fue entonces que dieron orden de abandonar la nave.
Ya entonces en la cubierta de los botes salvavidas, al notar que nadie se había acordado de llevar morfina para los heridos, fue a buscarla. Estaba bajo la cubierta cuando un torpedo dio en el crucero. Bykowski cayó desmayado con una pierna rota en cuatro partes. Al volver en sí, notó que el hueso le asomaba por la piel. Consiguió alzarse a fuerza de brazos, por las escalas que llevaban a cubierta. Los japoneses seguían cañoneando al Vincennes, que, según pudo notar Bykowski, escoraba más y más y acabaría por arrastrarlo consigo al hundirse.
Cuando la inclinación del crucero hacía rodar a Bykowski por la borda, la explosión provocada por una última andanada del enemigo, lo lanzó por el aire entre millares de fragmentos del casco. Fue a caer a pocos metros de una balsa, los tripulantes de la cual se apresuraron a recogerlo. Aquella explosión, le había salvado la vida.
Sólo rasguños
Escasamente cabíamos en la proa de la fortaleza volante los tres hombres que estuvimos allí los cuarenta y cuatro minutos que duró el ataque de los cazas japoneses. Más de setenta balas, unas perforantes y otras incendiarias hicieron blanco en esa parte de la fortaleza. En un sitio saltyó el blindaje en pedazos, en otro, prendieron las llamas, sin embargo, mis compañeros y yo escapamos vivos.
Como no había manera de resguardarse de los proyectiles que silbaban y rebotaban en torno nuestro, permanecimos de pie, erguidos. En momentos en que el teniente Robert Spitzer y yo estabamos uno frente al otro, y tan cerca que nos tocábamos las rodillas, pasó una bala por los tres centímetros escasos que mediaban entre las piernas del teniente y las mías.
Otra vez, cuando trataba de levantarme del suelo, donde me había hecho caer de rodillas, la brusca subida del avión al salir de un picado, sentí como si me aplicaran un fósforo encendido en la ceja izquierda. Me eché bruscamente hacia atrás y volví a experimentar la misma sensación, pero ahora en el pecho. Al rato me di cuenta de lo sucedido: me habían pasado rozando dos balas, y la primera, al hacer que me echara hacia atrás, me había librado de que me pegase la otra.
El teniente Spitzer, que llevaba pantalón corto, salió del combate con cinco quemaduras en las piernas, causados todas por balas que le habían pasado rozando, pero sin herirlo.
Durmiendo con el enemigo
El Capitán australiano James Tripa vino una mañana a nuestro vivac de Nueva Georgia a pedirnos un cigarrillo. “Los míos” nos dijo, “estan hechos papilla”. Una bala había destruido la cigarrera en que los guardaba.
Según explicó Tripa, sus soldados habían caído en una emboscada la tarde anterior. La pelea fue dura. Al final Tripp se vio sólo en la selva que iba quedando a oscuras. Tomó por un sendero con la esperanza de llegar a uno de nuestros campamentos antes que cerrase la noche. De pronto surgió un japonés de la espesura y le hizo un disparo a quemarropa. Tripp sintió el impacto de la bala en el pecho y, luego, como si algo incandescente le cruzara el torso. La cigarrera metálica había desviado la bala. Tripp mató de un tiro al japonés y siguió su camino.
Buscando un vivac amigo en la oscuridad de la noche, tropezó con un cuerpo tendido. Ya estaba a punto de soltar un “perdone amigo” cuando el yacente gruñó algo en japonés. Comprendió Tripp que había ido a parar a un campamento japonés y que su única salvación estaba en atravesarlo tranquilamente, fiado en qu los japoneses no imaginarían siquiera que hubiese un soldado enemigo lo bastante temerario para intentar aquello.
La cosa le salió bien. Fue dando pisotones acá y acullá, y levantando murmullos de protesta. Hasta oyó dos veces gritos que le parecieron voces de mando dirigidas a él. Contestó tratando de imitar con unos carraspeos ininteligibles, una respuesta en japonés.
Cuando se creyó fuera de peligro, echóse a reposar al abrigo de un gran tronco. Al amanecer, se encontró con que había compartido su refugio con un soldado japonés el cual se había dormido durante su guardia, y que continuaba con su sueño plácidamente.
Milagro en Guadalcanal
En Guadalcanal, estando yo cerca de un grupo de 50 soldados de la Infantería de Marina reunidos alrededor de un camarada herido, cayeron tres granadas de mortero japonés exactamente en medio de los muchachos.
Oí el ruido pavoroso y seco de los proyectiles de 8 kilogramos y cerré los ojos. Era demasiado terrible mirar aquello. Al volver a abrirlos, vi el humo que se levantaba de los tres embudos abiertos por las explosiones. Alrededor yacían los cuerpos de los soldados. Poco después, empezaron a alzarse lentamente uno tras otro. Los hombres que debieran estar muertos volvían a ponerse en pie. De los cincuenta sólo había uno herido. La metralla le había llevado la punta de la nariz. Los otros cuarenta y nueve estaban ilesos.
“No nos había llegado la hora” fue el único comentario que hicieron.
Artículo publicado en Selecciones del Reader’s Digest, julio de 1944
Saludos…