11-12-2011
Entrevista publicada en la revista Life en su edición del 20 de diciembre de 1948. Realizada por el periodista Emmet Hughes, Jefe de la oficina de Time Life en Berlín.
Me ha parecido un muy interesante testimonio por lo que he decidido traducirlo y difundirlo en nuestro foro, considerando además que algunos de nuestros compañeros no se llevan muy bien con la lengua inglesa
He incluido las ilustraciones originales de la entrevista para hacer más amena la lectura.
[size=10pt]Hans vuelve a casa[/size]
Un soldado alemán vuelve a casa después de sufrir 5 años de prisión, adoctrinamiento, corrupción y miseria.
“Despreocupadamente, el se tocó su cicatriz. Una perfecta equis sobre su ojo izquierdo, como si con ese gesto estimulara su memoria para la historia que me iba a contar. Afuera, las calles de Berlín estaban oscuras, y aquí, como en la mayoría de las habitaciones de la oscura ciudad, sólo una única vela nos iluminaba. La débil luz parpadeaba sobre la desvencijada mesa, iluminando su cara y la pequeña equis parecía enrojecer cada vez que acercaba su rostro a la llama.
La fría luz, débil e íntima revelaba cada detalle de su cara. Las mejillas hundidas, los labios apretados y el ánimo fuerte, nariz aguileña, piel gris y estirada, y más arriba unos ojos de un azul solemne.
Este era Hans Heinrich, recién llegado desde la Unión Soviética. Hans no es su verdadero nombre. Debemos cuidarnos de una venganza soviética.
En su vida no hay nada extraordinario que destacar. Nacido en Berlín 34 años atrás. Educado en una escuela católica, Trabajó como conductor de un camión, enrolado en 1937, se casó en 1939, hecho prisionero por los soviéticos en 1943, regresando a las ruinas de Berlín en 1948. Nada de esto le hace único, pero precisamente por eso, porque hay muchos como él, sus experiencias tienen un especial significado. El fue uno de los once millones de soldados del ejército alemán que estuvieron a punto de colgar la cruz gamada en el Kremlin, y fue uno de los tres millones que cayeron prisioneros de los soviéticos, y uno de los miles enrolados por sus captores soviéticos en un extraño nuevo ejército, el cual Rusia envió al oeste a luchar por una nueva causa.
Hans comienza su historia la glacial mañana del 17 de septiembre de 1943 en el frente de Rusia central. “cuando ellos pidieron voluntarios”, recuerda, “yo sabía que era una Himmelfahrstkommando, (misión suicida), pero el éxito significaba no sólo un ascenso sino también ocho semanas en casa y la posibilidad de postular a una asignación permanente en Berlín, lejos de Rusia. Valía la pena el riesgo”.
Así, el sargento Hans Hinrichs y otros tres voluntarios permanecieron tras la retirada de la 282 División y volaron el depósito de municiones en las narices de los rusos que avanzaban. Esperaron audazmente hasta que los rusos estuvieron casi sobre él. Pero también se volaron a sí mismos. Heridos y aturdidos, fueron capturados por los rusos. Luego de una marcha de dos semanas a pie fueron internados en un campo de prisioneros en las afueras de Karkhov.
Ahora Hans reflexiona: *“Es curioso que la última década de mi vida esté exactamente dividida en dos por una importante acción voluntaria. Cinco años en el ejército alemán y luego cinco años en una prisión soviética divididos por sólo un día en que hice una libre elección”
Sus primeros seis meses como prisionero, los pasó el sargento Hans Heinrich, entre el campo de prisioneros de Karkhov y el hospital. La prisión era una antigua academia de guerra rusa parcialmente destruida por las bombas y la artillería. No había ventanas ni puertas ni calefacción, ni camas, ni colchones. Sólo una millonaria población de piojos. La población de prisioneros germanos fluctuaba entre1.000 y 4.000. La cifra variaba rápidamente por cuanto el promedio de muertes diaria iba entre 100 y 300. Los prisioneros formaron grupos de trabajo para mejorar las condiciones de vida en la prisión, pero las epidemias raleaban las filas. Disentería, tifus y neumonía venían una tras otra en oleadas mortales. El sargento Hans Heinrich se contagió de las tres.
“Los médicos y enfermeras eran buenas personas y trabajaban duro. Una Doctora donaba su propia sangre si se necesitaban transfusiones, pero no contaban con los medios necesarios para luchar contra las enfermedades. No había medicinas, ni ropa limpia ni antisépticos… la comida era al menos tolerable… comida americana enlatada, sopa de frijoles o de carne… siempre recordaré la etiqueta “Oscar Mayer, Chicago”.
*Finalmente, en abril del año siguiente, mi salud se recuperó lo suficiente como para ser reclasificado como apto para el trabajo y se dispuso mi traslado a una nueva prisión.
El campo 362.9 era un antiguo silo de grano en la vapuleada ciudad de Stalingrado. Constaba de seis pisos para los cuales había sólo dos grifos de agua. 1.400 prisioneros fuimos instalados en los tres pisos superiores. Los pisos inferiores fueron ocupados por una Compañía Estatal de Reconstrucción, la UWSR-307, la cual estaba encargada de administrar los prisioneros.
Los 1.400 prisioneros éramos una rara combinación de alemanes, austriacos, polacos, rumanos y húngaros. Estos desdichados sobrevivientes dividían sus funciones de la siguiente forma: Los austriacos estaban a cargo de la cocina, Los rumanos, de los baños y la desinfección en general. Los húngaros se encargaban del lavado de la ropa, mientras que los alemanes y polacos trabajaban en el exterior en trabajos de reconstrucción bajo el mando del UWSR-307.*
El hambre, los padecimientos y las humillaciones, transformaron a estos antiguos aliados en histéricos enemigos (para alegría de los rusos). El más mínimo incidente daba origen a furiosas riñas.
Hans Heinrich recuerda *“Los más furiosos eran los austríacos, porque los rusos los trataban oficialmente como alemanes, lo que ellos negaban terminantemente. Finalmente conseguirían que los rusos les reconocieran como no germanos. Los más anti-germanos eran los húngaros. Habían acuñado un grito de batalla: “Escupiremos sobre cada rostro alemán que veamos” Curiosamente, en su gran mayoría eran germano-parlantes o de origen germánico. La lucha más feroz con ellos se produjo cuando un día al volver del trabajo descubrimos que habían robado nuestras camas. Las habíamos construido nosotros mismos de cualquier material recolectado de la destruida ciudad y naturalmente eran más cómodas que las rudas tablas en que dormían ellos.
Denunciamos inmediatamente el hecho ante el comandante del campo, el Mayor Nesterenko, el cual haciendo gala de sabiduría rusa nos dijo: “Dejen que los húngaros se queden con sus camas. Ellos son demasiado estúpidos y demasiado flojos como para construirlas por ellos mismos. Al contrario, ustedes, los alemanes en poco tiempo, serán capaces de conseguir los materiales suficientes para hacerse de nuevas camas”*
Sólo los rumanos solidarizaban con los alemanes. Ellos eran, como los recuerda el sargento Heinrich “Una simpática tribu de gitanos, que se robaban todo lo que estuviese al alcance de sus manos, con un increíble talento para culpar a otros de sus latrocinios, por lo que al final de cuentas resultaba imposible enojarse con ellos”
Continuará…
Saludos...