06-01-2008
La escritora rusa Elena Rzhevskaya sirvió durante la guerra como intérprete en el Estado Mayor del 3er ejército de Choque. En el ejercicio de su cargo fue testigo directo de importantes acontecimientos ocurridos en Alemania en 1945.
De su libro testimonio "Berlín, mayo de 1945", transcribo a continuación el relato que hace esta escritora del proceso de identificación de los restos de Hitler a través de su dentadura, el cual me parece muy interesante y poco conocido por lo que decido compartirlo con los amigos de este foro.
El relato, el cual reproduciré textualmente, es extenso así que lo dividiré en más de una entrega.
Cito:
"En Berlín-Buch, el 8 de mayo, el mismo día en que se firmaba en Karlshorst el acta de capitulación de Alemania, cosa que yo ignoraba entonces, el coronel Gorbushin me llamó y me entregó una cajita, diciéndome que esta contenía la dentadura de Hitler y que yo respondía con mi cabeza de su conservación.
Era una cajita vieja, sacada de no sé donde, color Burdeos oscuro, mullida por dentro y forrada de raso, como las que suelen hacerse para los artículos de perfumería o los de bisutería barata.
Ahora contenía un argumento decisivo -la prueba indiscutible de la muerte de Hitler-, pues no hay en el mundo dos personas que tengan los dientes completamente iguales. Además aquella prueba podría ser conservada por muchos años.
Me la confió, porque la caja fuerte se había quedado en el segundo escalón y no disponía de lugar seguro para guardarla. Y a mí precisamente, a causa de que el grupo del coronel Gorbushin, que seguía estudiando todas las circunstancias del fin de Hitler, había quedado reducido a tres personas.
Los demás camaradas que habían recorrido conmigo el largo camino hasta Alemania, al verme aquel día con la cajita en el comedor y el el trabajo, no sospechaban cuál era su contenido. Todo lo relacionado con la muerte de Hitler se mantenía en un secreto riguroso.
Todo aquel día, saturado de la seguridad de la victoria me fue muy embarazoso, llevar la cajita en la mano, temblando al pensar que, involuntariamente, podía dejármela olvidada en cualquier sitio. Me abrumaba y deprimía con su contenido.
Para mí, en aquel entonces, ya había tenido lugar una devaluación de los atributos históricos de la caída del Tercer Reich. Nosotros ya habíamos profundizado demasiado. La muerte de sus jerifaltes, con todo su corolario, me parecía algo corriente.
Y no sólo a mí. La telegrafista Raia, con la que yo me veía cuando me llamaban al Estado Mayor del frente, se probó en presencia mía, un vestido de noche blanco, de Eva Braun, que el teniente Kurashov, su enamorado, había traído del subterráneo de la cancillería del Reich. El vestido era largo, casi hasta el suelo, con un gran escote en el pecho, y a Raia no le gustó ni como recuerdo histórico.
Aquel mismo día 8 de mayo, cerca de medianoche, al irme a acostar, después de cerrar la puerta con llave, estuve pensando qué hacer con la cajita. Me repugnaba tenerla cerca de mí. Pero había que colocarla de tal modo que estuviera a la vista y al despertarme pudiese convencerme cada vez de que estaba allí. La habitación que me habían destinado, en la planta baja de una villa de dos pisos era pequeña: además de la cama y la mesilla de noche, no había otro mueble que un armario bajito para los vestidos. Puse la cajita encima de él. Pero en ese momento oí mi nombre y, agarrando la cajita, subí por unas escaleras de madera muy empinadas, al segundo piso desde donde llegaban las voces llamándome.
La puerta de un cuarto estaba abierta de par en par. Los comandantes Bistrov y Pichkó permanecían de pie junto al aparato de radio estirando mucho el cuello.
Cosa extraña, estábamos preparados para ello, pero cuando al fin sonó la voz del locutor: "Firma del Acta de Rendición Incondicional de las fuerzas armadas alemanas"...nos quedamos atónitos, desconcertados.
Era la voz de Levitán..."En conmemoración del término victorioso de la Gran Guerra Patria..." Nosotros exclamamos no se qué agitando las manos.
Escanciamos el vino en silencio. Puse la cajita en el suelo. Brindamos en silencio, emocionados, palpitantes, callados en medio del fragor de las salvas de artillería que nos llegaban por la radio desde Moscú.
Descendí a la planta baja por la escalera de madera apretando la caja contra el costado. De pronto, como si me hubiese empujado algo, me agarré del pasamanos. Un sentimiento que jamás podré olvidar conmovió todo mi ser.
¡Dios mío!, ¿Soy yo la que está pasando todo esto?...¿Soy yo acaso la que se halla aquí en el momento de la capitulación de Alemania, con una cajita que contiene lo que ha quedado identificable de Hitler?
La mañana del 9 de mayo, en el poblado de Berlín-Buch estaba todo en ebullición. En espera de algo extraordinario, de una fiesta y una algazara indescriptibles con que debía ser celebrado aquel Día de la Victoria, tan largamente esperado, algunos estaban ya bailando, otros cantaban. Pasaban por las calle los soldados abrazados. Las muchachas militares lavaban sus guerreras o adornaban su cabello.
El coronel Gorbushin y yo nos fuimos aquella mañana con una nueva tarea: encontrar a los dentistas de Hitler.
En el dictámen de la comisión medico-forense se decía: "El hallazgo anatómico fundamental que puede ser utilizado para la identificación de su persona, son las mandíbulas, en las cuales hay gran cantidad de puentes, dientes, coronas y empastes postizos".
Desde un incólume suburbio pasamos al destruido Berlín. Algunos sectores todavía humeaban intensamente. El aire de la ciudad estaba todavía saturado de olor a la chamusquina de los combates.
¿Podíamos confiar nosotros en encontrar a alguien en el caos de aquella inmensa ciudad destruida por la guerra?
Continuará...
Saludos...