Aquí va un testimonio de un médico apresado con el VI Ejército en Stalingrado, es realmente estremecedor. Espero que os guste. ;D
Hoy todo sabe nuevamente a sopa de coles.
El barracón, la habitación estrecha, la cama, las guerreras y los gorros forrados de pieles, los guantes, los cubiertos de hojalata, los calcetines mil veces zurcidos... ¡Todo, todo! Incluso las primaveras delante de la ventana de la habitación número 3, la de nuestro capitán médico, el doctor Von Sellnow. ¿De donde provienen esas primaveras? Nadie lo sabe. Han surgido en el estrecho antepecho de la ventana, frente a la infinita llanura del Volga. El viento de Stalingrado agita sus corolas. Muchas veces nos acercamos a esas flores, y las acariciamos, pensando en las primaveras de la patria... Hay tantas en Alemania, que ésas nos parecen un pedazo del terruño, desterrado como nosotros, transplantado y, sin embargo, vivo... ¡Dios mío, qué curioso vuelo toman a veces los pensamientos cuando se añora la patria!
El capitán médico se mueve a mis espaldas, pisando el entarimado fuertemente, como si quisiera clavar en él los pies, que rematan sus piernas cortas y robustas. Su rostro largo, de frente despejada, traiciona su perplejidad y un insondable temor.
- ¡Esto es una pocilga, Schulteiss! – exclama golpeando el tabique con el puño, furioso - . ¡Una pocilga y no una enfermería! ¡No hay una medicina, ni una jeringa, ni un instrumento! Ni tan siquiera un escalpelo... ¿Con que hemos de trabajar? ¿Con qué tenemos que operar? Dos o tres trapos sucios en lugar de vendajes; cuatro pinzas oxidadas, con las cuales seguramente Iván despabilaba las velas, y que Pelz recogió de la basura... Eso es casi cuanto hay en esta pretendida enfermería.
“Recuerde lo que le digo Schulteiss – prosigue sin dejar de moverse -. En las condiciones en que nuestros hombres trabajan aquí, no nos faltarán enfermedades y accidentes. Habrá fracturas, afecciones crónicas, ictericias... Y la distrofia, como tan bonitamente se dice, cuando alguien está a punto de reventar de hambre...”
“¡Pero no me callaré! – grita plantándose ante mí - . ¡Removeré cielo y tierra, gritaré negativas categóricas, abofetearé a esa medicucha rusa! “Vosotros los alemanes”, se ha burlado, “soís genios, y no necesitaís ni medicamentos ni instrumentos costosos. El genio se contenta con improvisar”. ¡Esto es lo que me ha dicho esta carroña! Y tenemos que callar, soportarlo todo, por que somos condenados, proscritos y carecemos de derechos. ¡Pero no jugaré a ser médico así!
Llaman a la puerta.
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¡Adelante! – grita Sellnow.
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Perdone doctor – dice el enfermo Pelz - . Pero el número 4583 está muy mal... Sufre terriblemente, y el opio no le produce ya efecto alguno.
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¡Ya estamos! – exclama Sellnow -. Desde el principio dije que esta forma dilatoria de tratar una apendicitis era una burrada. ¡En bonita situación nos encontramos ahora!
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¿Cree que el apéndice se ha perforado? - pregunto asustado.
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¿Qué otra cosa puede imaginarse? Claro que es una perforación. Hay que operar a ese hombre de inmediato, Schulteiss – añade golpeándose con el puño la frente – Pero ¿con que? Ni siquiera tenemos un mal bisturí.
Pero pronto aparece el jefe de los médicos, el doctor Fritz Böhler. Su rostro largo, estrecho, lleva claramente impreso el sello del cautiverio.
- Prepara al paciente para la operación, Pelz – dice dulcemente.
Pelz le mira asombrado sin pronunciar palabra.
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¿Con que piensa operar, señor comandante médico? – pregunta Sellnow, sin ni siquiera tratar de disimular la ironía en su voz.
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Con un cuchillo naturalmente, Sellnow – contesta Böhler sin desconcertarse.
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¿Con que cuchillo? – dice después de hacer un gesto que debía significar: “Se está volviendo completamente loco”.
Böhler se lleva la mano al bolsillo y saca de él una navaja corriente, de dos hojas.
- Un camarada me la ha dado – dice sonriendo - , logró sustraerla al cacheo de los rusos.
Recorremos el pasillo, pasando ante las tres grandes habitaciones donde yacen setenta enfermos y heridos; y también ante las otras tres, donde reina la doctora rusa Alexandra Kasalinskaya. Sellnow me da un codazo.
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¿Quién ayudará a Böhler? – pregunta en voz baja.
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Usted, supongo.
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No tengo la menor gana de hacerlo, Schulteiss. ¡Extraer un apéndice con una navaja de bolsillo! Si alguna vez tengo ocasión de contar esto en Alemania, me tomarían por un charlatán mentiroso. Prefiero que le ayude usted; yo administraré la anestesia.
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Pero... tengo muy poca experiencia. Y seguramente será algo muy difícil.
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Desde luego, y también muy largo y penoso.
Entramos en el “quirófano”, habitación bastante grande, en la que hay una mesa cubierta con un trapo blanco. El paciente 4583 está allí. Emil Pelz le habla cariñosamente. Al vernos, se acerca a nosotros y habla en voz baja.
- Pulso muy débil y bastante rápido, entre 120 y 140. La cosa no se presenta muy bien.
El doctor Pelz se deshace de su abrigo y comienza a lavarse las manos en un cubo.
- Ponga un saco en el suelo, o lo que encuentre, bajo el costado derecho del enfermo. Limpie la zona operatoria y no olvide afeitarla.
Sellnow se aproxima al paciente y tantea prudentemente con ambas manos el lado derecho del vientre. El hombre gime inmediatamente. Sellnow se interrumpe, dirige unas palabras de aliento al desgraciado, y se apresta a lavarse las manos.
- Ayudaré yo – dice furioso - . Encárguese usted de la narcosis.
Pelz ha colocado en un pote de agua, que hierve sobre un infiernillo de petróleo, los instrumentos de los que podemos disponer. Observo un par de pinzas, dos pedazos de alambre curvados que servirán de separadores, y la navaja de bolsillo.
Luego me acerco a Pelz que ha limpiado la zona operatoria, rodeándola después con viejo algodón de rama.
-
¿No tenemos ni catgut, ni seda para coser? – le pregunto.
-
No se inquiete doctor – contesta sonriendo -. Ya me he encargado de eso. Le he robado el chal de seda a Bacha, la mujer de la cocina, y lo he deshilachado. Ahora poseemos por lo menos de dos kilómetros de magnífico hilo de seda. He puesto a hervir la cantidad necesaria para la operación.
En ese momento entra la comandante médico rusa, Kasalinsskaya, fumando un cigarrillo turco.
- ¿Qué viene a hacer usted aquí? – grita Sellnow, avanzando hacia ella - . ¡Fumar en un quirófano! ¿Está usted loca?
La doctora le mira con altivez y arroja el cigarrillo al balde destinado a recibir los paños sangrantes. Con su mano pequeña aparta al capitán médico de en medio y se dirige hacia Böhler, que está dando instrucciones a Pelz sobre la forma de sujetar al paciente con viejas correas.
Kasalinsskaya mira al enfermo y hace un gesto de asentimiento.
Me podría parecer bella si pudiera olvidar que esa mujer recorre los campamentos cada semana, para arrojar a los hombres hacia los bosques, las canteras, las minas o las obras en construcción en Stalingrado, con la simple expresión: “¡Apto!”, cuando mueren de hambre y de agotamiento, cuando los forúnculos les cubren el cuerpo y la fiebre los estremece... “Vosotros habéis destruido Stalingrado, pulverizado la hermosa ciudad del Volga... Reconstruidla ahora... Con vuestros huesos si es preciso. Con vuestra sangre, con vuestro último suspiro...”
-
¿Están listos los instrumentos? – pregunta Böhler.
-
El mango se ha separado de la hoja, por los efectos del agua hirviendo.
-
Poco importa. Sin la madera la esterilización será mejor. Naturalmente, en la medida en que pueda hablarse de esterilización – añade con triste sonrisa.
Llama a Sellnow que sigue lavándose.
- ¿Preparado Sellnow? – Y después se dirige a mi - : Principie la anestesia, Shultheiss.
Mientras abro nuestro precioso frasco de éter y cojo la mascara, hecha con hilo y tiras de muselina, Böhler dirige unas palabras de aliento al paciente.
-
Tranquilícese amigo mío. Le sacaremos de esta. Dentro de quince días volverá a estar en el dique.
-
Respire profunda y regularmente – le digo una vez puesta la mascara – Cuente en sentido inverso empezando por cien.
La rusa me arrebata el bote de éter, afirmando que quiere participar.
El paciente ha dejado de contar. Bruscamente se agita, se le envara el cuerpo. El incidente dura sólo unos segundos. El enfermo respira con calma.
Böhler ha cogido ya el cuchillo, apoya la mano izquierda sobre el vientre y hace rápidamente la escisión. Mientras, Sellnow abre los labios de la herida con los separadores de alambre, el cirujano seca la sangre.
- Las pinzas – pide Böhler.
Me sobresalto. Le alargo una, que él maneja con prudencia para separar el peritoneo de los intestinos, cediéndola después a Sellnow. Coloca la segunda a unos dos centímetros de la primera. Sellnow las eleva ligeramente y Böhler hunde suavemente el cuchillo. El peritoneo se abre bruscamente. Un pus verdoso, nauseabundo, llena la cavidad que distinguimos.
Todos sabemos lo que significa. Es una inflamación del peritoneo, por lo menos en la región del apéndice, y partiendo de este. El cirujano, que hasta el momento había permanecido tranquilo, empieza a tensarse. Con una cuchara corriente saca el pus; después tapona la cavidad lo mejor posible, con trapos humedos.
Sellnow mete las manos en el corte para desprender el órgano vermiforme, el apéndice, que está terriblemente hinchado y perforado en varias zonas.
- Ponga el hierro al rojo – dice Böhler a Pelz.
Levanta el apéndice con la mano izquierda, coloca una pinza, y Sellnow hace un ligamento con seda. Böhler secciona el organo y lo arroja al balde.
Pelz ofrece el hierro al rojo con unas pinzas. Böhler lo coge protegido por un trapo, y lo hunde en la base de la sección. El aire se impregna de holor a carne quemada. Evidentemente, se tendría que haber esterilizado esa base con un termocauterio u otro medio de desinfección, pero no disponíamos de ello.
Me estremezco cuando oigo gritar al cirujano a Kasalinsskaya:
- ¡Quite la mascara! ¿Quiere matar al paciente?
Entonces me doy cuenta de que la herida se amorataba. La rusa le ha dado demasiado éter; el paciente corre el riesgo de axfisiarse. El pulso era de menos de 160 pulsaciones.
- Quítele el frasco a esa mujer – me dice Sellnow - . Continúe usted la anestesia. Nada razonable puede esperarse de estos mostruos.
Cumplo lo ordenado, la rusa me cede los artilugios sin protestar y se marcha tambaleándose por la operación, sin poder aguantar más.
Los dos cirujanos observan, sin poder intervenir. Entretanto debe dejarse que la naturaleza obre, y esperar que el enfermo se recupere por sí mismo. Pelz y yo practicamos la respiración artificial. Tenemos suerte. Los labios y el rostro amoratados y pálido recuperan el color, y el pulso se calma.
Pelz se acerca con un pote, en cuyo fondo aparecen algunos tenues tubos, de material artificial. Son antiguos cables de aislamiento eléctrico, que el mañoso Böhler ha convertido en sondas.
Acaba de colocar dos, cuando la rusa entra precipitadamente y me alarga un paquete.
- ¡Tome esto! ¡Es bueno para el peritoneo! – grita. Luego corre nuevamente hacia la puerta, se vuelve y añade -: Ustedes no lo han merecido.
He vuelto a colocar la mascara y a coger el anestésico. Con estupefacción miro el paquete que sostengo en la mano izquierda. “Penicillin”, leo en él, junto a instrucciones en inglés para su uso. Evidentemente se trata de un preparado estadounidense.
-
¿Qué sucede? – pregunta Böhler.
-
Es penicilina en polvo – contesto -, claramente destinada al tratamiento local de las inflamaciones del peritoneo durante las operaciones..
-
Ah, esa famosa penicilina. Abra el paquete, Pelz. ¿Lástima que no sepamos nada de ella!
Deja que Sellnow vierta abundantemente el polvo en la abertura, y después la cierra, cosiéndola con la seda extraída del chal de la mujer de la cocina, y con imperdibles afirma las dos sondas que salen del vientre.
La operación ha durado apenas media hora. La suerte del paciente queda en manos de Dios.
Fuente: "El médico de Stalingrado" de Heinz Konsalik :D