18-01-2015
Cuando nos dirigíamos a invadir Sicilia pasamos un par de malos momentos.
Ante nuestros ojos, los pequeños cazasubmarinos y las lanchas de asalto que transportaban a la infantería desaparecían por completo entre el oleaje y, apenas un momento después, se elevaban tan alto que parecían saltar claramente por encima del agua. Durante la peor parte del temporal rezábamos y manteníamos la esperanza de que el tiempo se calmara antes de la puesta de sol. No lo hizo (...)
Lo siguiente que recuerdo es una voz retronante que anunciaba por megafonía: Prepárense para abrir fuego. Puede que tengamos que disparar contra algunos reflectores.
Agarré el casco, salí corriendo a cubierta y miré por la barandilla. Estábamos anclados y no muy lejos podíamos ver la silueta de las colinas sicilianas. Algunas lanchas de asalto ya se deslizaban sobre el mar junto a nuestro barco en dirección a la costa. No soplaba ni pizca de viento. El milagro se
había producido.
Al parecer, los vigías de la playa habían escuchado algún ruido en el mar. Las luces barrieron el agua oscura y tras varias pasadas de reconocimiento una de ellas se posó de lleno sobre nosotros y se detuvo. A continuación, y mientras todos conteníamos el aliento, uno tras otro los haces de luz se dirigieron a nuestro barco. Habían encontrado lo que buscaban. Estábamos a una distancia desde la
que cualquier cañón nos podía alcanzar fácilmente. Teníamos tres opciones: comenzar a disparar y provocar el fuego de respuesta; levar el ancla y huir a toda máquina o quedarnos paralizados como ratones y esperar aterrorizados. Optamos por esto último. No sé cuánto tiempo permanecieron aquellas luces sobre nosotros. Nos parecieron horas, pero quizás no pasaron más de cinco minutos. En cualquier caso, tras un rato increíblemente largo, de pronto una de ellas se apagó. Después se fueron apagando el resto, una tras otra. La última continuó largo tiempo sobre el barco, como si jugara con nosotros, y entonces se apagó como las demás, dejándonos inmersos de nuevo en la bendita oscuridad. No se había producido ni un solo disparo. Durante el incidente, nos habían ido pasando por al lado lanchas de asalto a toda velocidad, y pocos minutos después llegaron
a la playa. Nunca descubrimos por qué la artillería pesada italiana no nos había dispensado un buen recibimiento. Tras llegar a tierra, al amanecer, algunos de nosotros inspeccionamos los alrededores. No encontramos a los soldados encargados de los proyectores, pero otros soldados italianos y algunos ciudadanos locales nos dijeron que los hombres de la playa estaban tan aterrorizados por aquello que les iba a atacar desde el mar que les dio miedo emprender cualquier acción. Supongo que les debo amor eterno a los italianos que estaban tras los proyectores y las armas aquella noche. Gracias a ellos, San Pedro tendrá que esperar un poco para escuchar la historia de los proyectores.
Justo antes del amanecer me tumbé para dar una cabezada de unos minutos, consciente de que la tregua previa al alba no iba a durar mucho una vez saliera el sol. De pronto el aire se llenó de estruendo, peligro y tensión, y el cielo gris quedó salpicado de incontables nubes de humo negro de la artillería antiaérea. Habían aparecido aviones enemigos para bombardear nuestros barcos. Se encontraron con un caluroso recibimiento por parte de nuestros miles de cañones y con uno todavía más caluroso gentileza de nuestros propios aviones, que habían anticipado su llegada y les estaban esperando. Nuestras pequeñas lanchas de asalto estaban por toda la playa, desembarcando soldados y partiendo de inmediato a toda velocidad. Barcos de todos los tamaños se acercaban a la costa mientras otros se alejaban de ella. El mar, atrapado entre aquel muro y la línea de la costa, quedaba entrecortado por la flota. En medio de aquel desenfreno, una fila de barcazas cargadas de tanques se dirigía hacia la playa girando siempre en los ángulos adecuados, como si atravesara un bosque siguiendo el curso de una autopista. Resoplaban en fila india, respetando una separación de unos cincuenta metros entre ellas y, aunque su avance era lento, destilaban una calma tan implacable que me hizo pensar que iba a ser necesario un poder más inmenso que cualquiera que yo conociera para lograr que se desviaran de su camino. En el argot de las invasiones, el día en que el ejército ataca
un nuevo país se llama Día D, y la hora a la que alcanza la playa es la Hora H. En la Tercera División de Infantería, por la cual yo tenía bastante propensión, la Hora H se había fijado a
las 2.45 de la madrugada del día 10 de julio. Ése era el momento en el que debía comenzar el primer
asalto en masa contra la playa. En realidad, los paracaidistas y los Rangers habían llegado horas antes. Las otras dos grandes fuerzas estadounidenses, que viajaban desde el norte de África
en unidades separadas, desembarcaron en la playa a gran distancia por nuestra derecha y a la misma hora que nosotros. Supimos el momento preciso del desembarco por el tiroteo que se
produjo durante la primera hora del asalto.La mayor parte de nuestro sector especial de la costa cayó con relativa facilidad, y nuestros cañones navales no iniciaron los fuegos artificiales contra la costa hasta después del alba. Las tropas de asalto realizaron todo el trabajo preliminar con rifles, granadas y ametralladoras. Desde el barco oíamos el tartamudeo de las ametralladoras, con detonaciones cortas primero y largas después. En realidad, nuestra participación en el asalto fue mucho
menos espectacular que las maniobras para practicar el desembarco que había visto hacer a nuestras tropas en Argelia.
Al llegar la luz del día, contemplamos la ciudad de Licata. Desde cubierta y vimos la bandera estadounidense ondeando sobre una especie de fuerte situado en una colina que se alzaba justo detrás de la ciudad. Pese a que la ciudad misma no se había rendido, algunos Rangers habían escalado hasta allí y habían izado la bandera (...)No habían encontrado a nadie, lo cual, al parecer, había sido una completa sorpresa. Nuestras tropas habían recibido un adiestramiento tan extremo que en vez de alegrarse de no encontrar oposición estaban realmente molestas. Hablé con un Ranger que había estado en Dieppe, El Guettar y otras batallas sangrientas, y me dijo que Sicilia había sido la más fácil de ellas con diferencia. Añadió que se sentía irritado y nervioso porque tras un entrenamiento tan arduo finalmente el trabajo se había esfumado (...)
Cuando llegué a tierra, la playa ya estaba totalmente organizada y la escena era asombrosa, porque era sencillamente asombroso que hubiéramos hecho tanto en tan sólo unas horas. En realidad parecía que lleváramos meses trabajando allí...
Fuente: Brave Men, La campaña de Italia 1943-1944, de Ernie Pyle.