Hombre 10 años en un Gulag, imagino que en Siberia, en condiciones infrahumanas, creo que es ser muy severo Dragon. Posiblemente quede alguno con vida.
El premio Nobel Alexander Solzhenitsin, durante sus años de prisión en la ex Unión Soviética compartió cautiverio con muchos de estos soldados del ejército de Vlasov. Les adjunto algunas de sus reflexiones sobre el tema Vlasov extraídas de su libro testimonio “El archipiélago Gulag”
"A los vlasovistas, aunque fueran rasos, los hacían desaparecer sin dejar rastro, lo más probable bajo tierra; algunos hasta hoy ni siquiera tienen documentos para abandonar sus confines perdidos del norte. Además, Yuri Yevtujóvich, con su destino singular, se distinguía del resto de ellos.62
A partir de aquí utilizo la palabra «vlasovista» en el sentido impreciso con que brotó de forma espontánea, si bien su uso me tan pertinaz que quedó implantada en el lenguaje soviético. Nunca se le ha dado una definición clara, y es que ponerse a buscar una habría sido peligroso para el ciudadano de a pie e incómodo para las personalidades oficiales: «vlasovista» era, en general, todo subdito soviético que en esa guerra se hubiera puesto del lado del enemigo con las armas en la mano.
Serán precisos muchos años y libros para analizar este concepto y establecer las diferentes categorías que abarca. Sólo entonces estaremos en condiciones de distinguir a los «vlasovistas» propiamente dichos, es decir, los partidarios o subordinados directos del general Vlásov a partir del momento en que éste, prisionero de los alemanes, prestó su nombre al movimiento antibolchevique.
Durante algunos meses sus seguidores se contaron sólo por centenares y aún no había llegado a formarse un ejército vlasovista con mando unificado o siquiera como fuerza real. Pero en diciembre de 1942 los alemanes recurrieron a una artimaña propagandística: difundieron la (falsa) noticia de que había tenido lugar la «asamblea constituyente» de un «Comité ruso» en Smolensk.
El comunicado daba a entender tanto que dicho Comité aspiraba a ser algo así como un gobierno ruso como que no; jugaba con la ambigüedad y daba además unos nombres: el del teniente general Vlásov y el del capitán general Malyshkin. Los alemanes podían permitirse estos devaneos: anunciar un proyecto, anularlo después y, más tarde, actuar incluso en contra; sin embargo, las octavillas ya habían caído revoloteando de los aviones, se habían posado en los campos de batalla y también en nuestra memoria. Era natural que nos imagináramos ese «Comité Vlásov» como un movimiento o unas fuerzas armadas, y cuando vimos ante nosotros, en el seno del ejército alemán, a los primeros compatriotas armados —en forma de unidades rusas o de otras nacionalidades—, les dimos el único nombre que conocíamos: «vlasovistas», a lo que nuestros comisarios políticos no pusieron ningún reparo. De esta manera accidental, pero persistente, todo aquel movimiento quedó relacionado con el nombre de Vlásov.
¿Así pues, cuántos compatriotas nuestros se levantaron en armas contra su Patria? «Como mínimo ochocientos mil ciudadanos soviéticos se alistaron en organizaciones combativas cuyo objetivo era luchar contra el Estado soviético», —atestigua un investigador (Thorwald: Wen sie ver-derben wollen..., Stuttgart, 1952)—. Otros hacen estimaciones parecidas (por ejemplo, Sven Steenberg: Wlassow, Verráter oder Patriot?, Colonia, 1968). La dificultad de establecer cifras exactas se debe en parte a una pugna entre tendencias distintas dentro del mando militar y la administración alemanas. Por ello se exigía a las instancias inferiores, que veían con más realismo el curso de la guerra, que quitaran peso a estas cifras, de modo que las altas esferas no se alarmaran con el crecimiento de unas fuerzas que aunque antibolcheviques, no eran necesariamente germanófilas. Todo esto ocurría mucho antes de que se hubiera formado el Ejército Ruso de Liberación a finales de 1944.
Se impone aquí la comparación entre Vlásov y el general-mayor Mijaíl Lukin, comandante del 19º Ejército, que en 1941 aceptó luchar contra el régimen estalinista pero exigió garantías de independencia nacional para una Rusia sin comunistas, y al no recibirlas, no se movió del campo de prisioneros.
En cambio, Vlásov cedió a unas esperanzas que nada garantizaban y, puesto ya en este camino, claudicó en más de una ocasión ante los argumentos apaciguadores de sus asesores.
Cada vez que intentaba detenerse, echarse atrás o romper con todo, le presentaban un argumento: «desarmarán a todas las unidades de voluntarios», «no habrá salida para los prisioneros de guerra», «empeorará la situación de los Ostarbeiter» (es decir: de los rusos que trabajaban en Alemania). Y atenazado por estas razones, en octubre de 1943 Vlásov firmó una carta abierta a los voluntarios trasladados, ya sin armas, al Frente Occidental: era una medida provisional, había que someterse...
Y así fue como ese acerbo voluntariado perdió la poca razón de ser que le quedaba: fueron enviados como carne de cañón contra los aliados y contra la Resistencia francesa, es decir: contra los únicos que despertaban sincera simpatía entre los rusos de Alemania, aquellos rusos que habían sufrido en propia piel tanto la crueldad como la autosuficiencia de los alemanes.
Con ello quedaban soterradas las secretas esperanzas que los círculos vlasovistas habían estado acariciando con respecto a los anglonorteamericanos: si los aliados habían apoyado a los comunistas, ¿cómo no iban a apoyar, contra Hitler, a una Rusia democrática, no comunista? Con más razón aún, cuando cayera el Tercer Reich y se manifestara a las claras el ansia de los soviéticos por extender su régimen a Europa y por todo el mundo, ¿cómo iba a continuar Occidente apoyando la dictadura bolchevique? A este respecto existía un abismo entre los puntos de vista ruso y occidental, una divergencia que hasta el día de hoy sigue sin haberse superado.
Para Occidente se trataba de una guerra sólo contra Hitler, y en esta lucha consideraba buenos todos los medios y todos los aliados, en especial los soviets. Más que no poder, Occidente no quería admitir —hubiera sido un engorro y un obstáculo— que los pueblos de la URSS pudieran tener aspiraciones propias, no coíncidentes con los objetivos del Gobierno comunista. Veamos, si no, este tragicómico botón de muestra: cuando llegaron al Frente Occidental los voluntarios de los batallones antibolcheviques, ¡los aliados difundieron proclamas en las que prometían a los que se pasaran al bando aliado el regreso inmediato a la Unión Soviética!
En sus sueños y esperanzas, Vlásov y los suyos se veían a sí mismos como una «tercera fuerza», es decir: ni Stalin ni Hitler. Sin embargo, tanto Stalin como Hitler —lo mismo que Occidente— arrancaron este cimiento de bajo sus pies: para Occidente los vlasovistas nunca fueron más que una extraña categoría de colaboracionistas nazis sin mayor mérito que los demás.
Que era verdad que había rusos luchando contra nosotros y que combatían con más redaños que cualquier SS es algo que bien pronto pudimos comprobar. En julio de 1943, p°r ejemplo en Orel, un pelotón de rusos con uniforme alemán defendía la aldea de Sobákinskie Vyselki. Luchaban tan denodadamente como si aquellos caseríos los hubieran levantado ellos mismos. A uno de ellos lo acorralaron en un sótano y aunque empezaron a echarle granadas de mano, seguía ahí sin decir ni pío; pero apenas intentaron bajar, contestó con ráfagas de metralleta. Sólo cuando le arrojaron una carga anticarro pudieron ver que dentro del sótano había un lagar en el que se había guarecido de las granadas. Cabe imaginarse hasta qué punto debería estar aturdido, conmocionado y desesperado pero dispuesto a seguir combatiendo.
También estuvieron defendiendo una inexpugnable cabeza de puente en el Dniepr, al sur de Tursk, donde se libraron dos semanas de infructuosos combates por unos centenares de metros, allí la lucha era terrible y el frío otro tanto (era diciembre de 1943). En esta encarnizada batalla invernal de varios días de duración, tanto ellos como nosotros íbamos vestidos con batas blancas de camuflaje que ocultaban el capote y los gorros de piel.
Cerca de Máíye Kozlóvichi, según me contaron, ocurrió el siguiente caso: dando cortas carreras de pino a pino, dos hombres se despistaron y, tumbados uno junto a otro, seguían disparando, aunque ya no sabían muy bien contra qué o contra quién. Ambos llevaban metralletas soviéticas. Compartían la munición, se elogiaban cada vez que uno daba un tiro certero y maldecían en el ruso más soez el aceite de la metralleta, que se espesaba con el frío. Cuando las armas se encallaron definitivamente, decidieron echar un pitillo, abatieron las capuchas blancas y entonces descubrieron que en los gorros uno llevaba un águila y el otro una estrella. ¡Vaya bote que pegaron! ¡Y encima las metralletas no funcionaban! Empezaron a perseguirse uno a otro usándolas como garrotes. Ya no se trataba de política ni de la madre patria, sino de una elemental y primitiva desconfianza: si le perdono la vida, me mata.
En la Prusia Oriental, a pocos pasos de donde yo estaba, conducían a tres vlasovistas prisioneros por el arcén de la carretera, en la que retumbaba también un tanque T-34. De pronto, uno de los prisioneros dio un respingo y de un salto se escurrió como un conejo bajo el tanque. El blindado torció, pero no pudo evitar aplastarlo con el borde de la oruga. La víctima aún se retorcía y una espuma roja asomaba por sus labios. ¡Se le podía comprender! Había preferido una muerte de soldado a que lo ahorcaran en una mazmorra.
No les habían dejado elección. No podían combatir de otra manera. Les habían privado de toda posibilidad de luchar con más cuidado de sí mismos. Si el «simple» cautiverio se consideraba en nuestro país como una traición imperdonable a la patria, ¿qué no pensarían de aquellos que habían empuñado las armas del enemigo?
Nuestra tosca propaganda sólo era capaz de explicar la conducta de esta gente como: 1) traición (¿biológica?, ¿que se lleva en la sangre?), o 2) cobardía. ¡Cualquier cosa menos cobardía! El cobarde va allá donde haya indulgencia, condescendencia. Y a los destacamentos «vlasovistas» de la Wehrmacht sólo podía llevarles una angustia extrema, una desesperación más allá de todo límite, la imposibilidad de seguir soportando el régimen bolchevique, además del desprecio por la propia integridad. ¡Bien sabían ellos que aquí no les alcanzaría ni un fugaz rayo de clemencia!
Al caer prisioneros los fusilaban apenas oían salir de su boca la primera palabra rusa inteligible. (En Bobruisk me dio tiempo a parar y advertir a un grupo que iba a entregarse. Les aconsejé que se disfrazaran de campesinos y se dispersaran por las aldeas a pedir cobijo.) Los prisioneros rusos, ya fuera en el cautiverio ruso o en el alemán, siempre eran los que lo pasaban peor.
En general, esta guerra nos descubrió que no hay nada peor en la Tierra que ser ruso."
Saludos...