La Batalla del Río Matanikau

Shindler

23-07-2007

[size=10pt]La Batalla del Río Matanikau [/size]

**Condensado de la Revista Life

de John Hersey**

[color=red]Primer día [/color]

La Batalla del río Matanikau, en tierras de Guadalcanal, es un ejemplo de las muchas que tendrán que reñir las tropas norteaericanas antes de quedar definitivamente victoriosas. Comparada con las gigantescas acciones de guerra de Stalingrado o El Alemein, tal vez debiéramos llamarla escaramuza. Pero, en todo caso, ofrece un cuadro muy completo de lo que experimentan los combatientes sea cual fuere la magnitud de la acción en que estén empeñados.

Cuando llegué a Guadalcanal, fuerzas japonesas de relativa importancia estaban avanzando hacia el río Matanikau, como a 8km al oeste del campamento de Henderson. Fué aquél el primero de una serie de fuertes avances contra nuestras posiciones. No nos quedó más remedio que rechazar al enemigo al otro lado del río antes que fuese demasiado tarde.

A las 6 de la mañana me despertó el toque de diana. Oí gritos de : ¡VAMOS MUCHACHOS! ¡ARRIBA TODO EL MUNDO!.

Aún cuando a penas si había un poco de claridad, no se necesitó gran esfuerzo para poner en pie a los hombres de mi columna, mandada por el coronel Amor Leroy Sims. Al punto se les vió andar de un lado a otro, ocupados en menesteres de aseo o en atiborrar sus mochilas. De boca en boca corrió el aviso: MISA A LAS SEIS Y MEDIA PARA LOS QUE QUIERAN OÍRLA. La asistencia fué más que regular aquella madrugada.

DEMELE MAÑANA A LA TROPA UN BUEN DESAYUNO, había advertido la noche anterior el coronel Sims, al oficial encargado del rancho. Y así se hizo, en efecto. Gruesas rajas de piña, frijoles, picadillo con crema, arroz con pasas, galletas, compota y café compusieron aquel desayuno, que sería nuestra última comida completa en tres días.

Cuando empezaron a formar las unidades, el teniente coronel Frisbie, enérgico segundo del coronel Sims, me explicó el plan:

Sabemos que los japoneses han tomado posiciones en la orilla opuesta de la desembocadura del Matanikau. Talvez haya algunos en la orilla de acá. Nuestra intención es cortar el mayor número posible del grueso de la fuerza. A los que no podamos copar, tenemos que obligarlos a retroceder.

El coronel Merrit Edson, instructor de los primeros batallones de asalto de la Infantería de Marina, simulará un ataque de frente en la boca del río para hacer creer a los japoneses que intentamos cruzarlo por allí. Entretanto, whaling cruzará en realidad más arriba y, una vez ganada la otra orilla, volverá río abajo. Hanneken hará avanzar parte de nuestras fuerzas a retaguardia de las de Whaling, se apartará más que éste del río y doblará luego a la derecha. Si hace falta enviaremos otras fuerzas por mar para cerrar la trampa.

Cuando se lanzaron a trepar por el cerro y escurrirse por una brecha en la dole alambrada de púas para salir a la tierra de nadie, los soldados parecían exploradores del Oeste en una incurción contra los pieles rojas. Cada cual iba armado a su gusto. los más llevaban antiguos Springfields de cerrojo, del modelo de 1903, y unos cuantos tenían fusiles automáticos Broening; pero a casi ninguno le faltaba el cuchillo pendiente del cinturón o metido en la polaina. Los bolsillos apenas podían contener las granadas de mano.

Ya avanzada la mañana, el coronel Sims y yo pedimos un automovilillo de campaña y recorrimos, hasta donde nos fué posible, el sector de la costa. El coronel Edson, maestro consumado de la guerra en la selva, preparaba, entretanto, su ataque de contención.

Tenía el puesto de mando en un hoyo sombreado por un cocotero del cual colgaba un teléfono de campaña. En aquella gazapera fué donde escuché por primera vez el estruendo concertado de la guerra. Los secos estampidos de las ametralladoras se destacaban sobre el fondo compacto del fuego de fusilería. A lo lejos sonaba el estallar de las bombas en la selva y las carcajadas compulsivas de los P-39. Una batería de morteros que teníamos enfrente tronaba sin descanso. Pero lo más fantástico era el silbar de nuestras granadas de artillería que, al pasarnos por encima, emitían un sonido aflautado semejante al que se hace cuando soplamos en el hueco de una llave.

Ya más mediada la tarde, llegó mi columna a una colina desde donde se veía todo el campo de batalla. Al fondo, las fuerzas de Whaling intentaban forzar el paso. a medida que nuestro avance progresaba, se hacían más frecuentes los agudos chasquidos de los tiros de fusil que disparaban los japoneses emboscados. De vez en cuando, una bala que pasaba zumbando sobre nuestras cabezas, como una abeja irritada, nos hacía agacharnos instintivamente. Cuando miré a las caras de mis compañeros, pude ver que ya no eran los mozos alegres y bromistas de horas antes. La música de la guerra, que llenaba con su trágica sinfonía aquel valle, casi los había envejecido.

Vivaqueamos aquella noche en la misma colina. Apenas habíamos dispuesto nuestro equipo de radio, cuando empezaron a subir del valle los heridos que podían caminar: muchachos con vendas en el cuello, a manera de bufandas; otros, con un brazo en cabestrillo; otros, sin camisa y con un gran parche blanco y rojo en el pecho. Traían los más un cigarrillo apagado en los labios. La fiebre del dolor les abrillantaba los ojos.

Las seis y cuarto. estaba a punto de cerrar la noche. Tragamos como pudimos nuestras raciones. El plato fuerte consistía en la ración C, a saber: 400 gramos de carne picda con legumbres. Todo acabadito de sacar de la lata: frío, pero delicioso. Para postre, una barra de ración D: 60 gramos de chocolate, azúcar, leche desnatada en polvo, grasa de cacao, harina de avena, vainilla y 250 unidades de vitamina B1. Todo nos supo a gloria.

Poco a poco nos fuimos acomodando para pasar la noche. No había nada que, ni de lejos, se pareciera a un colchón. Las lomas de Guadalcanal son, en su mayor parte, puro coral desmenuzado. Nada teníamos que pudiese servirnos de almohada, como no fuera la mochila, llena de latas de rancho, o el casco de acero. Yo acabé por resolver que lo mejor era ponerme el casco y allá que él se las entendiera con el coral.

Mi alcoba era la ancha y huera concavidad del cielo. De cuando en cuando una granada de 105 milímetros entraba silvando por una ventana y salía por otra. Nada allí que atenuara el ruido. Estábamos a 200 metros del lugar en que caían las granadas y oíamos el ruido taladrante que producen al dar en tierra los proyectiles de artillería. Toda la noche se la pasaron los tiradores japoneses haciendo disparos sueltos a nuestro cerro.

[color=red]Segundo día (parte I)[/color]

Hasta las cinco de la mañana no pude conciliar el sueño. A las cinco y media comenzó a llover y me desperté. Lo mismo les ocurrió a los demás. El poncho me sirvió de impermeable un rato; pero el agua lograba penetrar por él como hubieran querido hacerlo los japoneses por nuestras líneas. Una gota aquí y otra allá, no tardó en empaparse todo. Con la humedad vinieron los escalofríos, y muy pronto quedamos convertidos en una tropa de infelices infantes de marina... pasados por agua.

Las nueve décimas partes de la guerra se van en esperar. Se espera en fila a la hora del rancho o del correo, se esperan los refuerzos, o las órdenes. Esperamos toda aquella mañana hasta que nos llegó el turno de avanzar. El plan era que Whaling forzara el paso, y que, una vez forzado, le siguiéramos los hombres de Sims, mandados por Hanneken y Puller.

El fuego de barrera de la artillería y de la aviación, visto desde nuestras "localidades" de la colina, ofrecía un espectáculo grandioso.

El momento culminante llegó cuando los aviones TBT de la Marina descargaron docenas de bombas de 50 kg. Veíamos cómo escribían una parábola y cómo caían, con terrible exactitud, en el blanco a que iban destinados. Tanto en nuestra loma como en la inmediata, los infantes de marina se pusieron de pie y aplaudieron.

Cuando cedió la intensidad del bombardeo, unas grandes aves blancas volaron en círculo, aterrorizadas, sobre la selva que teíamos enfrente; por su espanto, inmaginamos el de los japoneses, que andarían corriendo por entre la batida maleza.

Unos cuantos de nosotros escalamos un montículo que dominaba el río. Desde él veíamos el paraje en que las fuerzas de Whaling llevaban a cabo su áspero cometido. Oíamos el tabletero de sus fusiles, pero la vegetación era tan densa qque nos impedía seguir los movimientos de la tropa. A eso de media mañana atisbamos a siete japoneses que huían ladera arriba por una elevación frontera a la nuestra. Una ametralladora situada a unos seis metros de nuestra possición los tiroteó, obligándoles a buscar reparo.

A las 11:45 de la mañana Whaling envió un parte diciendo que el paso estaba asegurado. Las fuerzas del coronel Hanneken empezaron a avanzar. Me llegó la hora de incorporarme a la columna para bajar al campo de batalla.

Aguantando a pie firme la llovizna, el capitán Charles Alfred Rigaud estaba a punto de avanzar al frente de su compañía de ametralladoras de grueso calibre. Resaltaban en su rostro de muchacho las grandes orjeras producidas por el cansancio y la preocupación. El bigote no caía bien en aquella cara juvenil. La misión de Rigaud consistía en limpiar de enemigos el pequeño valle situado bajo el fuego directo de tiradores emboscados, avanzar hacia el río y cruzarlo. De acuerdo con el plan, en aquel momento estaría Whaling abriéndose paso al otro lado del río, con lo que se lograría el copo de las fuerzas contrarias. Mas la realidad era que Whaling tropezaba entonces con serios obstáculos, y la misión de Rigaud estaba condenada al fracaso antes de iniciarse... pero no había, a la sazón, medio de que nosotros lo supiéramos.

"-¿Puedo avanzar con su compañía? (le pregunté a Rigaud)

-Puede usted hacerlo si quiere (me contestó, su tono dejaba traslucir claramente que mi deseo le parecía una locura)"

Era una compañía de veteranos que había tomado parte en todas las batallas reñidas hasta entonces y había tenido ya 22 bajas. Los soldados estaban rendidos. En la pasada guerra, los hombres permanecían rara vez más de dos semanas en la línea de fuego. Los de ésta compañía llevaban dos meses en Guadalcanal. Tenían plena confianza en sí mismos, pero estaban hartos de luchar. Descendimos al valle de uno en uno. Los hombres llevaban sus ametralladoras desmontadas. Unos pocos tenían ambas manos ocupadas con cajas de municiones (terrible carga en aquellos lugares).

Es imposible describir la angustiosa sensación que se experimenta deslizándose por la selva tupida, sofocante, y aparentemente vacía. No se sabía de dónde salían los agudos chillidos de loro y cacatúas. Noshabíamos internado ya en territorio enemigo. Marchábamos en absoluto silencio. El capitan Rigaud susurró la orden de que guardásemos cinco pasos de intervalo para no ofrecer blanco fácil a los tiradores enemigos. La orden fué pasando de boca en boca a lo largo de la fila...

(cinco pasos de intervalo)

Cuanto más adelantábamos, más crecía nuestra tensión. Una nueva orden recorrió la fila (Atención derecha e izquierda)...

Cómo si hubiera que hacernos semejante advertencia. En seguida se oyó el leve chasquido de las balas al entrar en las recámaras de los fusiles.

Avanzábamos muy despacio. Me parecía extraño caminar en posición erecta. En mis fantasías me había inmaginado yo a los hombres arrastrándose por la selva. Nosotros ni siquiera nos encorvábamos.

De repente, tres o cuatro tiros de fusil a corta distancia quebraron el silencio. Hicieron el ruido agudo peculiar de las balas japonesas. Seguimos nuestro avance con la ansiedad pintada en los rostros, que se volvían de uno a otro lado en busca de tiradores emboscados.

De pronto vi a mis pies, a la izquierda del sendero, el cadáver de un soldado de infantería de Marina. El capitán Rigaud me miró. No pronunció palabra; pero la expresión de su rostro fué sobrado elocuente.

Cruzábamos y volvíamos a cruzar un arroyuelo. Al parecer, nos íbamos acercando al Matanikau. No encontrábamos resistencia por ninguna parte. Por lo visto, Whaling había desalojado al enemigo del lado opuesto, y nuestra tarea se reduciría a un simple paseo. Uno o dos tiradores japoneses dispersos que liquidar... y se acabó.

El capitán y yo nos encontrábamos a unos veinticinco metros del río, cuando comprendimos cuán infundadas eran nuestras esperanzas.

La señal fué un tiro aislado. Dos segundos después, los tiradores emboscados abrieron fuego sobre nosotros por todas partes. Desde la orilla opuesta, dispararon las ametralladoras y abrieron fuego los morteros.

Los japoneses habían preparado la trampa y nos dejaron avanzar hasta caer en ella. Era indudable que la fuerza de Whalin no había desalojado al enemigo de la orilla opuesta.

Continúa...

Gracias por estar

Shindler

23-07-2007

[color=red]Segundo dìa (parte II)[/color]

Tal vez la trampa habría fracasado si nuestras fuerzas hubieran sido de infantería. Para hombres armados con fusiles y granadas de mano no habría sido imposible destruir los nidos enemigos. En cambio, para armar y montar ametralladoras de grueso calibre, hace falta tiempo; y en aquel estrecho callejón lo más que logramos fué hacer funcionar dos ametralladoras a la vez.

Cuando cayó la primera metralla de los morteros, nos tendimos en tierra. Parecíamos insectos sobre los cuales se levantase la amenaza de un enorme pie. Tratábamos de meternos o acurrucarnos en la primera oquedad que se ofrecía a nuestro alcance: entre las raíces de los corpulentos árboles, en grietas y agujeros, detrás de los troncos caídos. Los proyectiles de los morteros caían en derredor nuestro cada diez segundos. Las ametralladoras y los fusiles no se daban tregua en su nutrido tiroteo. Nuestras armas contestaban con su voz, plena y magnífica.

Los soldados de aquella compañía eran tan valientes como los mejores del mundo. Sin embargo, cuando el miedo empezó a contagiarse en aquel aguejero cerrado, nadie lo pudo resistir. Una palabra recorrió toda la fila en un susurro: "¡Retirada...retirada...retirada!" Empezaron a retroceder despacio; pero no tardaron en echar a correr.

Entonces fué cuando Charles Alfred Riguard, el muchacho de las amoratadas ojeras, demostró ser todo un hombre. Pese a los tiradores emboscados que nos cercaban; pese a las ametralladoras y los morteros enemigos, se irguió cuan alto era para gritar:

"¿Quién ha dado orden de retirarse?" Fué lo suficiente para que todos quedaran inmóviles donde se encontraban.

Siguió hablando en voz alta. Con órdenes precisas y palabras sarcásticas o halagueñas, logró que todos volviesen a sus puestos y se dispusieran a reanudar la pelea.

Inmediatamente empezó a tomar las medidas convenientes para una retirada en buen orden. Continuar allí equivalía a sacrificar docenas de soldados cuyas vidas eran necesarias para ulteriores luchas victoriosas, que le hicieran pagar caro al enemigo este mal rato.

Llégole entonces, el turno de dar pruebas de heroísmo al cuerpo de Sanidad. Acudieron los sanitarios a los puntos más peligrosos y comenzaron a transportar heridos. Me puse a trabajar con ellos, porque entendí que era el modo más rápido de que todos saliésemos de aquel infierno.

Encontrábanse algunos hombres en un estado indescriptible. Sin heridas visibles, parecían atacados por misteriosos gérmenes que los hacían exhalar quejdos, llevarse las manos a los costados y tambalearse como borrachos. Eran víctimas del shock, y de las explosiones. Al frente de tres soldados ilesos, me hice cargo del transporte de los más graves entre aquellos extraños heridos. Unas veces caminaban apoyándose en nosotros. Otras veces, casi teníamos que arrastrarlos.

La lluvia y nuestras idas y venidas habían puesto el sendero en tan pésimas condiciones que los ilesos mismos caíamos una y otra vez. En algunos pasos resbaladizos era preciso valerse de manos y rodillas, amén de agarrarse a raíces salientes que ofrecieran un asidero. Resbalábamos, trepábamos y vacilábamos como ebrios. Uno de los heridos se golpeaba incesantemente con los puños la atontada cabeza. Otro se tapaba ambas orejas con las manos. La víctima de las explosiones que se hallaba en peor estado era un muchacho al que designé con el nombre supuesto de Jhon Smith. Tenía el pecho hundido y una pierna magullada. A ratos tuvimos que llevarlo a cuestas; a ratos pudo arrastrar los pies sostenido por nosotros. No habíamos andado gran trecho cuando le pusieron una inyección de morfina en el brazo.

Mientras nos esforzamos en salvar la distancia que nos separaba del borde de la selva, Smith no cesó de preguntar por su sargento, a quien llamaré Bill Johnson. "No abandonen a Johnson", rogaba. Smith pertenecía a la dotación de una de las ametralladoras que habían funcionado. Una granada que cayó muy cerca derribó a la dotación entera. Los soldados lograron ponerse a cubierto, pero Johnson se arrasó hasta la ametralladora. En aquel preciso momento cayó otra granada más cerca que la primera.

"No debía de haber vuelto" decía Smith. "¿Para que tenía que volver?" A lo largo de todo el camino que recorrimos para salir de aquel valle de tinieblas, John Smith continuó hablando de su amigo el sargento Johnson. En algunos pasos resbaladizos tuvimos que sentarlo en el lodo y deslizarlo cuidadosamente hacia abajo mientras que en los repechos nos fué preciso subirlo lentamente pasándolo de uno a otro. Ya era casi de noche cuando salimos de la selva y entregamos los heridos al doctor New, médico de la Armada, que tenía un hospital de sangre en la última loma.

Apresurándose entonces los sanitarios a ir en busca de Johnson. Ya era noche cerrada cuando lo encontraron en terreno peligroso, donde el más leve ruido que les hubiese traicionado, habría atraído sobre ellos una lluvia de granadas.

-¿Cómo te sientes, Bill? (le preguntaron)

-Creo que salgo de ésta (contestó)

Hicieron una parihuela con dos fusiles y un poncho. Seguían el camino a tientas, guiados por un alambre de teléfono que alguien había tendido en aquel endiablado valle.

Por regla general, cuando mueren los hombres famosos, se publican sus últimas palabras. Las de Johnson fueron simples ruegos:

-¿Quieren hacer el favor de sentarme?... ¡Dios mío, este, estómago!

Al poco rato, dijo en voz muy baja:

-¡Qué ganas tengo de dormir! Se le cumplió el deseo. Dió unas boqueadas y cesó de respirar.

No he podido saber con exactitud el número de muertos y heridos que tuvimos en aquel valle. Pero sé que tuvimos un muerto menos, gracias al doctor New. Trajeron un oficial completamente sin sentido, gris como ceniza, frías las manos y sin pulso. Tenía heridas graves de metralla de mortero. El doctor New se dió cuenta de que sólo podía salvarle con bastante plasma.

Era necesario seguir en la oscuridad. Había también que conservar el calor del herido. Febrilmente, lo cubrió con un poncho y él mismo se echó otro sobre cabeza y hombros. Antes que la primera unidad de 250 c.c.c. hubiese penetrado por entero, el herido salió de su desmayo. Cuando le administraron la segunda, ya pudo hablar. Por la mañana estuvo en condiciones de ser transportado en unas parihuelas a la playa y hasta de sostenerse sentado en el automóvil de campaña que lo condujo al hospital.

[color=red]Ultimo día (día tercero) [/color]

Continuamos operaciones a la siguiente mañana, de acuerdo con nuestros planes...La manera oficial de decir la verdad: "con éxito razonable aunque no espectacular". A las 10:20 AM las avanzadas de nuestras unidades de flanqueo llegaron a la playa. La mayor parte de los japoneses se habían retirado, dejando 200 muertos. La infantería de Marina tuvo 60 muertos. En Guadalcanal no se había realizado hasta entonces operación que costase tan crecido número de bajas.

Probablemente el choque más duro de la batalla fué el que ocurrió en la desembocadura del Matanikau. Dos días pasó Edson sin poder desalojar a la compañía de japoneses atrincherada en la ribera oriental. Por fin, la segunda noche echó mano de sus tropas de asalto, los soldados que tienen por lema triunfar o sucumbir, y los interpuso entre los japoneses y la única salida por donde podían éstos escapar.

En las tinieblas de aquella noche, negra como boca de lobo, efectuó el enemigo un ataque desesperado. Algunos japoneses lograron deslizarse silenciosamente en los agujeros mismos que ocupaban los infantes de marina. No podían éstos distinguir si los mudos huéspedes eran sus propios compañeros en retirada o avanzadillas del enemigo. Pero en la lucha al arma blanca que siguió, los infantes llevaron la mejor parte. Las tropas de asalto tuvieron 11 muertos; pero se elevó a 60 el número de cadáveres japoneses que se contaron.

El combate duró tres días y obligó a los japoneses a retroceder, desbaratando así una peligrosa amenaza que se cernía sobre el Campamento de Henderson. Según lo dicho por la Infantería de Marina, esto fué solo un éxito parcial.

Espero sea de su agrado.  :laugh:

Gracias por estar

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