08-08-2007
En 1929, las naciones que aspiraban a defender los derechos de los prisioneros de guerra firmaron la Convención de Ginebra. Entre ellas figuraba Japón. Sin embargo, éste no ratificó su firma y, en definitiva, los prisioneros de los japoneses no se beneficiaron de la protección prevista en las cáusulas del acuerdo.
Los oficiales y soldados del ejército imperial japonés recibieron de hecho la orden de limitarse a los reglamentos existentes, fechados en 1904, que estipulaban que los prisioneros debían ser tratados "con consideración y nunca deberían ser objeto de crueldades o humillaciones".
Tras la caída de Singapur, en febrero de 1942, había unos 123.000 prisioneros de guerra aliados en Extremo Oriente.
En 1945, unos 250.000 hombres estaban internados en campos diseminados por las regiones ocupadas por los japoneses (Malasia, Java, Sumatra y Hong Kong), así como en territorio japonés.
Durante las primeras semanas, los cautivos de Changi, en la isla de Singapur, recibieron agua y víveres en cantidad suficiente y sus condiciones de vida eran soportables. Sin embargo, pronto las raciones fueron reducidas a la par que los prisioneros tenían que trabajar en diversos lugares. Algunos fueron al "ferrocarril de la muerte", que unía Birmania con Siam, otros a Japón a trabajar en minas y fábricas.
Los japoneses consideraban a los prisioneros de guerra como esclavos. Sus condiciones de existencia empeoraban hasta tal punto que el artículo 20 del reglamento del ejército japonés, que se refiere al trato a los cautivos, parece una parodia de la realidad; decía:
"Para albergar a prisioneros de guerra, es conveniente utilizar locales del ejército, templos y otros edificios de los que no se puedan escapar. Los detenidos, deben ser respetados y vivir en condiciones que no sean perjudiciales para su salud".
Los que estaban encarcelados en edificios oficiales, como la prisión central de Rangún (Birmania), tenían más suerte que sus camaradas diseminados en campos preparados en plena jungla. Allí, los prisioneros tenían que vivir en pequeñas chozas de bambú. En una de esas "celdillas" se amontonaban 5-6 hombres, cuando, de hecho, sólo cabía 1. Estas chozas eran, naturalmente, focos de enfermedades y el número de víctimas aumentaba rápidamente.