04-02-2009
Por Alice Platen-Hallermund *
Los médicos implicados en el “Programa de Eutanasia” de Hitler, destinado a enfermos mentales, eran en su mayoría médicos del Estado. Por las declaraciones de los testigos se sabe de una reunión de cincuenta a sesenta psiquiatras y directores de manicomios, mayormente miembros confiables del partido, a los que se les presentó el programa y que –con una única excepción– no formularon protestas; tal vez lo entendamos mejor si tenemos claro que estos médicos estaban acostumbrados desde hacía años, en tanto peritos, a tomar decisiones importantes sobre sus pacientes por orden del Estado y bajo la responsabilidad del mismo. Probablemente por eso no les pareció tan absurdo que el Estado exigiera esta vez una decisión aún más seria: la decisión sobre la vida y la muerte de sus internos. Al parecer, tras despejar algunas dudas de carácter jurídico, no dudaron del derecho del Estado a la eutanasia.
No se trata de comparar la eutanasia, tal como se la practicó en secreto en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, con la discusión planteada en distintos países sobre si se puede matar a enfermos incurables en caso de que ellos lo pidan. Desde un principio, la eutanasia en Alemania no se consideró como una cuestión del derecho del enfermo a disponer sobre su propia vida, sino como un problema esencialmente social. Es cierto que en su obra, fundamental para las discusiones posteriores, Binding y Hoche (Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens, 1925), cuando hablan de matar a los que están “mentalmente muertos”, acentúa que “constituyen una carga terriblemente pesada tanto para los familiares como para la sociedad. Su muerte no deja el menor vacío, salvo tal vez en los sentimientos de la madre o la fiel enfermera”.
El plan según el cual debía practicarse la eutanasia fue elaborado en la Oficina II de la Cancillería del Führer, la oficina de Viktor Brack. Hubo que crear organizaciones que se hicieran cargo de los asuntos relacionados con las muertes. Se crearon tres sociedades encubiertas que disponían de personal propio: la “Fundación general de institutos psiquiátricos”, de la que dependía el personal de los establecimientos de exterminio, la “Comunidad de trabajo del Reich de hospitales neuropsiquiátricos”, que distribuía los formularios de registro y ordenaba los peritajes, y la “Sociedad de utilidad pública de transporte de enfermos”, que realizaba los traslados de los enfermos de los institutos a los establecimientos de exterminio en sus ómnibus, más tarde bien conocidos, grises y con las ventanillas cubiertas por cortinas.
La “campaña” comenzó a fines del otoño de 1939, cuando se enviaron los primeros formularios de registro de los pacientes a los institutos alemanes y austríacos. Había que declarar todos los internos que: 1) sufrieran una de las siguientes enfermedades: esquizofrenia; epilepsia (si exógena, con indicación de las causas); enfermedades seniles; parálisis refractaria a la terapia u otras afecciones sifilíticas; debilidad mental por cualquier causa; encefalitis; Huntington u otras fases finales neurológicas; 2) llevaran más de cinco años atendidos en forma permanente en el instituto; 3) estuvieran recluidos como enfermos mentales criminales; 4) no fueran de sangre alemana o sangre afín o fueran extranjeros.
Los seis establecimientos de exterminio, que dependían de la “Fundación general de institutos psiquiátricos” y tenían personal propio, eran: Grafeneck (en Württemberg), Bernburg (en Anhalt), Sonnenstein (cerca de Pirna), Hartheim (cerca de Linz), Brandenburgo y por último Hadamar. En estos establecimientos estaban las cámaras de gas camufladas como duchas y los crematorios para quemar los cuerpos. De Grafeneck sabemos que hubo períodos en los que encontraban la muerte hasta cincuenta personas por día. En general, el personal de estos establecimientos era rudo y no tenía instrucción en enfermería. Se lo seleccionaba por la “confiabilidad” política; una excepción eran las secretarias que cumplían el servicio obligatorio en las “secciones de cartas de condolencia”, acuarteladas con el resto del personal. Comodidades externas no faltaban; Hadamar tenía por ejemplo una cantina muy bien provista especialmente de bebidas, donde tenían lugar las orgías de alcohol del personal. No es de extrañar que la moral del personal tampoco fuera muy alta en los demás aspectos.
De diciembre de 1939 a enero de 1941 fueron enviadas a la cámara de gas unas 18.000 personas en Grafeneck; en Hadamar fueron con toda certeza más de 10.000 hasta el verano de 1941. En total, en Hadamar deben haber muerto unas 15.000 personas, incluyendo las víctimas de la “eutanasia irregular”.
A pesar del gran cuidado empleado, por ejemplo la medida de no llevar hermanos en el mismo transporte, el hecho de que los médicos tuvieran nombres encubiertos, que normalmente hubiera varios esquemas para las cartas de consuelo, y que casi siempre se matara a los pacientes en establecimientos lejanos, no se pudo impedir que se cometieran errores: pacientes que sufrían de trastornos mentales leves y no podían ser atendidos en su casa, pero que recibían regularmente la visita de sus familiares, desaparecían de pronto y varias semanas después habían muerto de un edema cerebral o de marasmo. Los más amenazados eran los que vivían desde hacía años en los institutos, con absoluta independencia de su estado de salud. Eran seres desvalidos que iban al último transporte con plena conciencia de su destino, de ninguna manera eran los fabulosos “mentalmente muertos” de los que tanto le gustaba hablar a Brack y que debían ser liberados de una “vida indigna de ser vivida”.
Hasta agosto de 1941 fueron enviados a la cámara de gas setenta mil internos; todavía faltaba terminar con treinta mil formularios más que ya tenían el dictamen. En promedio, fue aniquilado el 50 por ciento de los pacientes permanentes de los psiquiátricos alemanes, es decir, el uno por mil de la población.
En los expedientes judiciales hay dos casos estremecedores en los que los padres mismos piden la muerte de jóvenes enfermos mentales, un éxito evidente de la propaganda. En uno de los casos se trata del menor Erwin Polz, del instituto Eichberg; su estado no puede haber sido grave, porque los médicos todavía vacilaban en matarlo cuando ya había llegado la autorización desde Berlín, y sólo lo hicieron cuando los padres volvieron a consultar a las autoridades. En el segundo caso se trataba de un débil mental joven, Heinz Frank, cuya muerte, según informa el doctor Götz, director del hospital neuropsiquiátrico Schusselried, estaba decidida: “Este enfermo débil mental debía ser eliminado por medio de la eutanasia a pedido de su padre y con ese fin fue transferido el 7 de marzo de 1944 del Sanatorio Winnental a nuestro establecimiento. Como yo rechacé esa desmesura que me planteó el Ministerio del Interior a pedido del padre, el enfermo fue transferido el 3 de mayo de 1944 al Sanatorio Eichberg/Rheingau. Hubo que entregar el enfermo al director del hospital en persona, que había sido puesto en antecedentes por el ministerio y estaba de acuerdo. El 15 de mayo el padre recurrió al profesor Stähle consultando por qué no habían sido cumplidas aún sus disposiciones concernientes a la eutanasia y si todavía se interponía algún obstáculo.
De estos ejemplos se puede deducir con facilidad las espantosas consecuencias que habría tenido una victoria nacionalsocialista: creyendo que lo que hacían era admisible o incluso necesario, amplios círculos habrían colaborado en la matanza de familiares, además de que se habrían abierto todas las puertas a la ambición y los instintos criminales.
El doctor Pfannmüller es quien con mayor frecuencia utilizó el término “tratamiento” para su actividad (Actas del “Juicio a los médicos” ante el Tribunal Militar de Nuremberg, 1946, f. 7485): “De acuerdo con los formularios de registro llegaba al instituto un formulario de autorización: el niño podía ser sometido a tratamiento en el marco de las directivas de la Comisión del Reich. A continuación se le realizaba al niño el tratamiento correspondiente. Se fijaba la fecha del tratamiento y luego me comunicaban cuándo se iniciaba el tratamiento y se informaba a los padres sobre el inicio del tratamiento; no sobre el tratamiento, sino que debían visitar al niño. Yo les decía a los padres que era aconsejable visitar al niño porque estaba enfermo, y los familiares venían. Los primeros días de tratamiento, el niño todavía vuelve a despertarse, antes de que actúe en él el efecto acumulativo del Luminal”.
Lo que sucedió en las unidades mismas jamás se podrá develar del todo. De todos modos, los juicios a los médicos y enfermeros de los establecimientos Kalmenhof (Idstein) y Eichberg, donde había unidades de la Comisión, han clarificado algunas cosas. En la unidad de Eichberg mataron unos ochenta niños; previamente se los examinó y observó con todo cuidado. En Eglfing fueron probablemente entre doscientos y trescientos; de las restantes unidades de la Comisión todavía faltan las cifras.
La unidad de Eichberg debía convertirse en una unidad modelo de trabajo científico y, de hecho, según declara el personal de enfermería, relucía de limpia; a los niños se los atendía y alimentaba bien hasta su muerte. Se ha conservado un intercambio epistolar sobre el niño Horst Schmidt, fechado en Eichberg el 8 de enero de 1945 y dirigido a la Comisión del Reich para el registro de enfermedades graves de origen hereditario y constitucional, Berlín: “En el caso de Horst Schmidt, nacido el 8 de octubre de 1942, se trata de una idiocia mongoloide. El niño tiene dos años, ojos rasgados, pliegue mongólico, lengua grande y torpe, orejas mal formadas, naricita chata, pómulos salientes, hiperlaxitud de las articulaciones, retrasado mental, no se basta a sí mismo (sic!), no puede mantenerse parado ni sentado, pero por lo demás zalamero. Idiota no educable”. La respuesta de la Comisión, fechada en Berlín el 29 de enero de 1945, dice: “Le comunico que según las circulares correspondientes del señor ministro del Interior del Reich del 18 de agosto de 1939 y del 1º de julio de 1940, no hay más obstáculos para el tratamiento de los mismos. Le ruego comunique oportunamente el resultado del tratamiento. ¡Heil Hitler!”.
La madre del pupilo Rettig, la señora Elisabeth Rettig, declaró en el juicio (Actas procesales de la 4ª Cámara en lo penal del Tribunal Regional de Frankfurt am Main, acta del 21 de enero de 1947): “Mi hijo vivía conmigo. Le dije: ‘Cuando yo vuelva, tiene que estar encendido el fuego, si no...’. Se escapó por miedo, se llevó el dinero que tenía ahorrado y anduvo dando vueltas por Frankfurt. Allí lo pescó la policía. Poco después lo llevaron a Mühlheim para tenerlo en observación. Cuatro semanas estuvo allí, entonces me informaron que lo habían llevado a Idstein para seguir observando su estado mental. Ahí dije: “Pero si no está loco”. Después de unas tres o cuatro semanas el chico se escapó y volvió a casa. Dos semanas después se lo llevaron otra vez, otra vez a observación a Mühlhein y ocho días después a Idstein. Una semana más tarde recibí un telegrama, que mi hijo había muerto el 11 de diciembre a las 4:30 de la tarde. Después fui a ver al doctor W., que me dijo: “Su hijo estaba enfermo”. Yo le dije: “No, no estaba enfermo”. El: “Sí, estaba enfermo”.
El maestro K. solía amenazar a los aprendices con enviarlos al hospital. En su declaración testimonial, la enfermera Wilhelmine Stahl describió el miedo que tenían los chicos (Acta del 27 de enero de 1947, Juicio de Kalmenhof): “Se hablaba del tema, los propios chicos hablaban. Todos temían ir al hospital, tenían miedo de no volver. Era un rumor general. Los chicos jugaban al ataúd sin fondo. A nosotros también nos sorprendía que los chicos lo supieran. ¿De dónde tenían esa sabiduría? No sé, nosotros los amonestábamos. Eran chicos de diez años.
Para los científicos fue sin duda una gran tentación estudiar el “material” de la eutanasia, los cerebros de los enfermos mentales eliminados; y de hecho fueron varios los institutos de anatomía renombrados donde se hicieron estudios. Como los enfermos de todas formas ya estaban muertos, también hubo enemigos de la eutanasia que realizaron estudios y en parte obtuvieron resultados valiosos; la procedencia del material para sus investigaciones sólo tenía para ellos una importancia secundaria. Aquí se muestra un fenómeno observable en todos los campos científicos durante el nacionalsocialismo: la “inocencia” del científico, para quien su investigación estaba fuera de la realidad política y de los sistemas de valores humanos. Este problema no se restringe a Alemania, pero aquí se notó con mayor claridad.
En los juicios por la eutanasia, los médicos jóvenes de los establecimientos adujeron con frecuencia que se les hizo más fácil colaborar al enterarse de que hombres con el título de profesor encabezaban la Campaña de Eutanasia. No estaban capacitados para juzgar la calificación científica de estos profesores, pero ya el aspecto científico los impresionaba.
El interés científico del doctor Walter Schmidt –director de Eichberg a partir de 1942– determinó en gran medida su modo de actuar. Así, sólo se mataba a los niños una vez que se había aclarado mediante estudios precisos la naturaleza de su enfermedad; la observación podía llegar a durar meses e incluso años. También se hacía la autopsia de todos los niños.
El doctor Wahlmann siempre tuvo especial interés por la terapia de los enfermos mentales y trabajó en el área por su cuenta. Sin duda era uno de los médicos de instituto más queridos. “Siempre mantuve el criterio de tratar a los enfermos mentales con amor, prediqué ese amor por todas partes.” Todos los enfermeros dieron testimonio de sus esfuerzos abnegados por los enfermos. Preguntado sobre la legalidad de la eutanasia, el doctor Wahlmann respondió en el juicio que, como súbdito alemán, él tenía que creer a su superior si éste le decía que existía una ley.
Es significativo el rumor que corría entre las secretarias del sector “cartas de consuelo”: que al final de la Campaña de Eutanasia los “señores” invitarían a todo el personal a un viaje en vapor para festejar el éxito de la campaña, y que estaba planeado que ninguno volviera de ese viaje porque el vapor se hundiría.
Muchos médicos generales de la ciudad y del campo no enviaban a sus pacientes a los establecimientos o los protegían de algún otro modo. Después de todo, no era poco peligroso rebelarse contra las tendencias vigentes o saber demasiado sobre la “eutanasia” mantenida tan en secreto. Quien haya vivido esa época como médico general recordará todavía que tenía las manos atadas y que en realidad, sólo era posible ayudar en casos aislados, subrepticiamente y por propia iniciativa. Pero justamente estos numerosos casos aislados de resistencia en toda Alemania, el haber informado a los familiares incautos, el haber disimulado cuadros clínicos preservaron a muchos enfermos mentales de los establecimientos y de la muerte. También contribuyeron en gran medida a influir sobre la opinión pública en el campo y en la ciudad. Y si la Campaña de Eutanasia organizada se acabó en 1941, como consecuencia de la resistencia pasiva del pueblo y de la tenacidad con la que la opinión pública se pronunció en contra, una de las causas fue la actitud de estos médicos.
- Extractado de El exterminio de enfermos mentales en la Alemania nazi, de próxima aparición (ed. Nueva Visión).
Perdón si el texto no es adecuado para esta web y el lugar donde lo he puesto,pero creo que a los compañeros foreros les interesará el artículo.