02-04-2006
Da igual lo que piense.
Dentro de poco voy a ser otro bulto más, oscuro, rígido, tumbado en la nieve.
Como Otto. Al menos él eligió el momento. Su momento.
Ocurrió ayer por la tarde. Estábamos los dos sentados en la trinchera y llevábamos bastante rato sin decir nada. Cada uno pensando en sus cosas e intentando arrancarnos algún que otro piojo, mientras los miembros se nos agarrotaban por el frío. El tiempo había mejorado un poco y las nubes no eran tan densas. De repente, de entre aquellas nubes grises, apareció un rayó de luz. Los dos lo miramos ensimismados. Era lo más parecido a la patria que veíamos en mucho tiempo, aparte de las fotos que llevábamos encima. Otto me había enseñado la foto de su hija incontables veces durante la última semana. Los dos lo sabíamos, pero cada vez que me la enseñaba, era como si se tratase de la primera, y yo escuchaba las mismas palabras una y otra vez, como si aquello formara parte de un ritual secreto. Y entonces ocurrió.
Simplemente se levantó y echó a andar hacia delante. Hacia tierra de nadie. No hubo ninguna frase de despedida, ni un adiós ni nada parecido. Otto se levantó y echó a andar.
Podría jurar que mientras salía de la trinchera iba cantando algo, aunque no pude oirlo bien. Fuese lo que fuese se lo llevó consigo.
Primero dejó caer el fusil que llevaba colgado de su brazo derecho, luego el casco, que quedó tumbado boca arriba, como señal de mal augurio, mientras los copos de nieve se empeñaban en cubrirlo. Lo llamé tan alto como pude, por miedo a alertar a algún francotirador. Siguió avanzando con la cabeza erguida, mirando a aquel rayo de sol, mientras seguía cantando algo que ya no podía oir. Ni él ni yo.
Entonces el rayo de sol desapareció, tal como había aparecido. Otto dejó de cantar y se quedó allí quieto sin decir nada, mirando al cielo, lo que me pareció una eternidad. Volví a llamarlo por su nombre y en ese momento le estalló la cabeza con el sonido del disparo de un fusil. Cayó hacia atrás y allí se quedó inmóvil.
Lleva desde ayer allí tumbado. Cada vez que saco con sigilo la cabeza de la balka puedo verlo. El casco y el fusil ya han desaparecido bajo la nieve, y lo que antes era Otto, ahora es sólo un bulto oscuro, rígido, con la foto de su hija, en medio de la blanca estepa.
*Enfrente mío está Otto.
Apenas a unos 20 metros.
La inmensidad.*
Ya vienen los T-34, a través de la ventisca. Me acurruco en la trinchera. El frío me cala hondo en los huesos. Pero ya no importa, porque el sol brilla bajo un cielo azul, tan azul como los ojos de Ilda. Mientras miro esos ojos azules empiezo a canturrear. Es la canción de Otto. Abro los ojos y estoy en la trinchera y Otto está otra vez a mi lado, aunque de espaldas y canta esa canción mientras se mueve rítmicamente hacia delante y detrás. Pongo mi mano sobre su hombro, pero me mancho de sangre. Creo que está muerto desde ayer.
Cierro los ojos otra vez y me sumergo en los ojos de Ilda.
Los rusos no me cogerán, porque hace rato que ya no estoy allí.
Saludos