09-04-2008
1950-1953
*Una de las condiciones previas a la guerra de Corea fue el ataque que la Unión Soviética llevó a cabo contra Japón al concluir la Segunda Guerra Mundial. No era algo que, desde el principio, resultara inevitable. Si la Unión Soviética no hubiera entrado en la guerra del Pacífico, los Estados Unidos habrían podido ocupar toda Corea y gobernar el país a sus anchas. Sin embargo, en la primavera de 1945, las tropas japonesas en China y Corea todavía parecían un adversario formidable. El Pentágono quería que los soviéticos compartieran su carga de riesgo y pérdidas y no consideraba que tuviera una importancia estratégica para los Estados Unidos.
Si los Estados Unidos no hubieran insistido en que la Unión Soviética entrara en la guerra con Japón, cuando Japón ya estaba vencido, no habrían existido dos Coreas a las que reunificar. No habría habido una guerra de Corea.
La alternativa contraria hubiera sido igualmente posible: la Unión Soviética hubiera podido ocupar toda Corea. Tal como fueron las cosas, el ejército ruso pudo atravesar toda la península, de norte a sur, sin encontrar apenas resistencia. Cuando el primer soldado norteamericano desembarcó en Corea, los rusos ya hacía tiempo que se encontraban en el país.
Sin embargo, Stalin tampoco concedía importancia a dicho país. Cuando los Estados Unidos exigieron una parte del botín, él estuvo de acuerdo en detenerse en el paralelo 38. De haber seguido adelante, no se habría podido hacer gran cosa por detenerlo. Jamás se hubiera dividido Corea en dos. Y no hubiera habido ninguna guerra de Corea.
Incluso en una fecha tan avanzada como diciembre de 1945, los acontecimientos en Corea habrían podido tomar otros derroteros.
En pocos meses, las fuerzas de ocupación norteamericanas habían conseguido despertar una fuerte aversión entre la población de Corea del Sur. Los norteamericanos no sabían nada del país, no había nadie que hablase su idioma. Trataban a los coreanos como enemigos y a sus enemigos vencidos; a los japoneses, como sus compañeros de armas. Nombraron un consejo coreano compuesto por once miembros, con un solo asiento reservado al movimiento político mayoritario del país y los diez restantes se adjudicaron a terratenientes conservadores y funcionarios de derechas que habían colaborado con el gobierno colonial japonés y que, por tanto, eran considerados traidores por sus compatriotas.
El 16 de diciembre de 1945.el comandante norteamericano, el general Hodge, escribió a MacArthur, en Tokio, sugiriéndole que los Estados Unidos abandonaran sus intentos de controlar el desarrollo político en Corea del Sur. Los Estados Unidos no eran bienvenidos, escribió; lo único que los coreanos deseaban era la reunificación y la independencia. Ésta era, en definitiva, la ambición primordial de todos los grupos políticos:
Incluso me atrevería a recomendar que considerásemos seriamente un acuerdo con Rusia para que tanto los Estados Unidos como Rusia retiren sus tropas de Corea simultáneamente y permitan que el país busque sus propias soluciones, enfrentándose a un inevitable trastorno interno para su posterior purificación.
El general Hodge era un hombre conservador y bastante estrecho de miras. Temía que la autodeterminación condujera a la revolución y a la guerra civil. Pero también entraba dentro de lo factible que los coreanos, abandonados a su propia suerte, solucionaran sus problemas de forma pacífica. En todo caso, no habría habido una guerra de Corea.
Nadie escuchó al general Hodge, a pesar de su insistencia en ser relevado de su puesto. En su lugar, se creó una Corea dividida. Se reprimió la resistencia con la ayuda de destacados torturadores y secuaces del anterior gobierno colonial japonés a los que ahora, bajo la ocupación norteamericana, se les concedieron poderes extraordinarios para perseguir a nacionalistas y comunistas. De haberse convocado elecciones libres, sin duda, la izquierda habría ganado. Tal como estaban las cosas, ganó la derecha, a costa de 589 muertos y 10,000 detenidos.
En 1949, las últimas tropas norteamericanas abandonaron el país. El dictador de Corea del Norte, Kim Il Sung, estaba convencido de que el régimen meridional carecía del apoyo del pueblo y que pronto, al más mínimo soplido, caería como un castillo de naipes.
Stalin tenía la última palabra. Si Stalin hubiera dicho que no, nunca habría habido una guerra de Corea. Si Stalin hubiera sabido que los Estados Unidos intervendrían, habría dicho que no. Entonces, simplemente no estaba interesado y supuso que los norteamericanos tampoco lo estaban. Permitió que Kim intentara poner en marcha su proyecto de reunificación. Ambos creían que sería una guerra corta y local que terminaría antes de dar tiempo a nadie a reaccionar.
Cuando finalmente se produjo el ataque, en la mañana del 25 de junio de 1950, se demostró que el ejército meridional no estaba preparado para defender el país, tal como había supuesto Corea del Norte.
Lo que Corea del Norte no se esperaba era que, ese mismo día, el Consejo de Seguridad de la ONU condenara la invasión, calificándola de agresión sin provocación previa. Varios días más tarde, la ONU autorizó a sus estados miembros (en la práctica, sobre todo a Estados Unidos) a apoyar a Corea del Sur con todos los medios necesarios.
En circunstancias normales, el representante soviético en el Consejo de Seguridad se habría asegurado de anular toda posible reacción. La Unión Soviética habría utilizado su veto contra la condena de guerra ofensiva de Corea del Norte y contra cualquier otra contramedida de la ONU. Si los Estados Unidos, a pesar de todo, hubieran querido intervenir, tendrían que haberlo hecho por cuenta propia, mediante una decisión del Congreso y una declaración explícita de guerra. Las formalidades exigidas por la Constitución les habrían dado tiempo, tal como habían pretendido aquellos que la concibieron, para deliberar, para encontrar argumentos y contraargumentos que tal vez hubieran resultado en una decisión contraria a la que finalmente se aceptó.
Es cierto que el presidente Truman estaba sometido a grandes presiones internas para que los Estados Unidos intervinieran. McCarthy se encontraba en el cenit de su cruzada anticomunista. La administración de Truman era acusada diariamente de mostrar debilidad ante el comunismo. Para el presidente, Corea fue como un regalo del cielo, la oportunidad definitiva para mostrar su determinación en la guerra contra el comunismo.
No es seguro que el Congreso de los Estados Unidos, tras largas deliberaciones, hubiera optado por enviar a los hijos de sus electores a defender una dictadura coreana frente a otra, sobre todo, teniendo en cuenta que lo único que deseaban los dos bandos era la reunificación.
Pero los acontecimientos se precipitaron. Moscú no envió ningún representante a la reunión decisiva del Consejo de Seguridad. Boicoteaba así el Consejo de Seguridad en protesta por el hecho de que Taiwán representara a China. En su ausencia, el Consejo pudo tomar una decisión inesperada. La guerra de Corea había dejado de ser una guerra local para convertirse en un conflicto internacional a gran escala.
Al día siguiente, el 28 de junio, el Comando Aéreo Estratégico puso en marcha dicho apoyo. Los Estados Unidos dominaban por completo el espacio aéreo sobre Corea y, al principio, los bombarderos pesados no encontraron resistencia alguna. Iban y venían ininterrumpidamente entre base y objetivo y los impedimentos fueron tan escasos que las incursiones aéreas parecían más bien plácidas travesías que se prolongaron durante seis meses. Seis meses en los que dejaron caer muerte y destrucción sobre los coreanos, sin haber conocido personalmente a uno solo de ellos.
También para la Marina de los Estados Unidos fue una guerra irreal. Los grandes portaaviones daban vueltas y más vueltas, según una rutina establecida que entrañaba trabajo duro e intenso aburrimiento, pero ningún riesgo de ataques enemigos.
Se tardó tres meses en destruir las ciudades de Corea del Norte. A falta de mejores objetivos, se bombardearon posiciones menores. Un mes más tarde, ya no quedaba nada digno de ser bombardeado en la zona.*