*1945
Dresde era la Florencia de Alemania, una antigua capital cultural, rebosante de tesoros artísticos y obras maestras de la arquitectura que habían sobrevivido a cinco años de bombardeos. Por tanto, la ciudad estaba repleta de refugios antiaéreos y prácticamente indefensa cuando los británicos la atacaron el 13 de febrero de 1945.
El propósito declarado del ataque era detener el traslado de tropas alemanas al precario frente oriental. Ello se había logrado destruyendo el puente ferroviario sobre el río Elba. Sin embargo, el puente seguía intacto al final de la guerra. De hecho, ni siquiera aparecía como objetivo en los planes de ataques británicos.
Los demás propósitos declarados eran “mostrar a los rusos lo que era capaz de conseguir el Comando de Bombarderos”. Lo consiguieron. Dresde sería la mayor victoria del Comando de Bombarderos de toda la guerra. La tormenta de fuego de Hamburgo, que había intentado repetir una y otra vez sin éxito, se reprodujo aquí de una manera todavía mas cruenta. La temperatura superó los 1.000 grados. Alrededor de 100.000 civiles murieron –el número exacto es imposible de determinar.
Cinco años antes, los británicos habían acusado a los alemanes a los alemanes de bombardear hospitales ingleses. Ahora, la RAF había destruido o dañado severamente diecinueve hospitales permanentes y la práctica totalidad de hospitales provisionales de Dresde. En el mayor hospital infantil de la ciudad habían muerto cuarenta y cinco madres, al ser alcanzado el edificio por una bomba de demolición durante el primer ataque, por varias bombas incendiarias y explosivas durante el segundo ataque y, por último, ametrallado por Mustangs norteamericanos en un tercero.
Annemarie Wähmann, una auxiliar de enfermería de veinte años, se arrojó al suelo cuando una oleada detrás de otra de aviones en vuelo raso dispararon sus ametralladoras contra los pacientes indefensos. Miles de habitantes bombardeados de Dresde que habían buscado cobijo en las orillas del Elba fueron sometidos a la misma masacre. “¿Quién ha dado tal orden?”, se preguntó. Sin embargo, llegados a ese punto, probablemente ya no se precisaba ninguna orden. Tras matar 100,000 civiles, los pilotos habían comprendido el principio básico y actuaban por iniciativa propia.
El 6 de marzo se debatió el bombardeo de Dresde en la Cámara de los Comunes. Una vez más fue Richard Strokes, del partido laborista, quien planteó la cuestión. Citó una descripción alemana del ataque que el día anterior había publicado el Manchester Guardian: “Decenas de miles de habitantes de Dresde yacen ahora consumidos por las llamas, enterrados entre los escombros. Intentar identificar a las víctimas resulta inútil”.
Strokes comentó: “Dejando a un lado los bombardeos estratégicos, que cuestiono muchísimo, así como los tácticos, con los que sí estoy de acuerdo, siempre y cuando se lleven a cabo con una precisión aceptable, desde mi punto de vista no se pueden admitir, bajo ningún concepto, los bombardeos de terror...”.
Un anónimo ministro subalterno fue el encargado de responder: “No malgastamos bombas ni tiempo en tácticas terroristas. No hace justicia al honorable diputado [...] sugerir que unos cuantos oficiales de aviación o pilotos [...] están sentados en una oficina especulando sobre cuantas mujeres y niños podrán matar”.
Eso era precisamente lo que estaban haciendo, por supuesto.
La verdad empezó a filtrarse y Churchill comprendió que ésta no jugaba a su favor. Hasta entonces, había apoyado a Harris, pero el 28 de marzo escribió a sus Jefes de Estado Mayor: “Me doy cuenta de que es necesario concetrarse en los objetivos militares, tales como las plantas petrolíferas y las comunicaciones inmediatamente contiguas a la zona de combate, antes que en meros actos de terror y de destrucción gratuitos, por espectaculares que éstos resulten”.
Presionado por su jefes de Estado Mayor, Churchill modificó su carta y escribió lo siguiente: “Creo que ha llegado el momento de revisar los supuestos ‘bombardeos zonales’ en Alemania, teniendo en cuenta nuestros propios intereses. Si tomamos el control de un país que ha sido totalmente reducido a escombros, nos resultará difícil alojar a nuestros soldados y a los aliados”.
Cuando Churchill finalmente asumió su responsabilidad política y detuvo el bombardeo de zonas residenciales, lo hizo pensando en el bienestar de las futuras fuerzas de ocupación.
Mientras tanto, se buscaban objetivos adecuados en Japón. Al principio, tan sólo se contemplaron objetivos estrictamente militares, pero en mayo de 1944 llegó la orden de preparar ataques con napalm a ciudades japonesas. Dicha orden suponía una ruptura definitiva con la política seguida hasta entonces. Para cubrirse las espaldas, los responsables de toma de decisiones afirmaron que: “Es deseable que las zonas seleccionadas incluyan o se encuentren en las inmediaciones de objetivos militares legítimos”.
Era obvio, pues, que los norteamericanos planeaban utilizar el napalm contra Japón.
¿Por qué no contra los alemanes? De hecho, durante la última y desesperada contraofensiva europea en enero de 1945, el general Quesada urdió un plan para bombardear grandes zonas de Alemania con napalm. Uno de sus analistas, David Griggs, sostuvo que el plan de Quesada salvaría las vidas de cientos de miles de soldados norteamericanos. Sin embargo, nunca se llevó a la práctica.
Evidentemente, el uso de napalm contra los japoneses se consideraba más legítimo.
¿Por qué?
Tal vez por la misma razón que los Estados Unidos habían prohibido la inmigración japonesa pero celebrado la alemana. Los alemanes constituían el mayor grupo de inmigrantes, mientras que el japonés era uno de los menos importantes. El comandante en jefe de las fuerzas aéreas, el general Hap Arnold, y muchos otros destacados militares norteamericanos eran de origen alemán. A nadie se le ocurrió cuestionar su lealtad a los Estados Unidos, a pesar de su vacilación a la hora de utilizar napalm contra Alemania.
En cambio, los norteamericanos de origen japonés fueron internados en campos de concentración al estallar la guerra. “Una víbora sigue siendo una víbora dondequiera que haya roto el cascarón de su huevo”, comentó Los Angeles Times. El gobernador de Idaho añadió “Viven como ratas, se procrean como ratas y actúan como ratas”. Muchos marines escribían “exterminador de ratas” en sus cascos. La guerra del Pacífico tuvo claros visos racistas, en ambos bandos del conflicto, escribe el historiador norteamericano John Dower, quien ha hecho de este tema motivo de estudio. Los atrocidades alemanas eran descritas como “nazis” y no eran atribuidas a los alemanes como pueblo, mientras que se presuponía que las atrocidades japonesas habían nacido de la herencia cultural y genética del pueblo japonés.
La idea de incendiar Tokio precedió a la Segunda Guerra Mundial. Surgió después del terremoto de 1923, que provocó el mayor incendio de la historia mundial hasta el momento. Una ciudad tan inflamable como Tokio era un objetivo casi irresistible desde un punto de vista militar.
“Estas ciudades, construidas en gran medida con madera y papel, conforman el objetivo aéreo más importante del mundo entero”, escribió en 1932 el profeta norteamericano de la guerra aérea, Billy Mitchell. Japón no constituía un objetivo para el bombardeo de precisión humanitario: “La destrucción debe ser total, no selectiva”.
Diez años más tarde, su sucesor, De Seversky, subrayó el mensaje de Mitchell en su best seller titulado Victoria por el poder aéreo (1942). La guerra contra los japoneses debía tener como fin “la destrucción total”, “el exterminio”, “la eliminación”.
“Una vez se haya conquistado el espacio aéreo de una nación, todo lo que esté situado bajo de él quedará a merced de las fuerzas aéreas del enemigo. No hay razón para que, llegados a este punto, las tareas de aniquilación sean transferidas a la infantería mecanizada, si tenemos en cuenta que pueden ser resueltas de forma más eficaz y sin oposición desde arriba.”
“Sólo cuando el amo de los cielos desee conservar la vida de los habitantes de la tierra para su propio provecho o por otros motivos, será necesario tomar posesión de la superficie terrestre mediante el despliegue de tropas... Los procedimientos de guerra variarán según el propósito: destruir al enemigo o capturarlo”.
La intención de las potencias coloniales era capturar la presa y explotarla como mano de obra; sin embargo, la estrategia norteamericana carecía de toda ambición colonizadora. Lo que pretendía era llevar a cabo una guerra de eliminación, una tarea para la que el bombardeo desde el aire resultaba especialmente apropiado.
El 1 de noviembre de 1944 los bombarderos norteamericanos al mando del general Hansell tuvieron Japón al alcance de sus bombas e iniciaron una serie de ataques de precisión programados contra las fábricas de aviones. Sin embargo, los resultados tardaron en llegar. El comandante, Hap Arnold, estaba cada vez más impaciente. El 17 de enero sufrió su cuarto infarto cardíaco y, tres días más tarde, Hansell fue sustituído por LeMay, conocido por su mano de hierro.
LeMay había llegado a Europa pocas semanas antes de la tormenta de fuego de Hamburgo. Llegó al frente del Pacífico pocas semanas antes de la tormenta de fuego de Dresde. Hamburgo y Dresde le enseñaron lo que podía hacerse. LeMay era un hombre práctico, decidido y despiadado. Tenía una bomba nueva que hacía arder los objetivos. Tenía un nuevo blanco, una gran ciudad construida en madera y papel. Sabía que Tokio estaba, por entonces, prácticamente indefensa y retiro 1.5 toneladas de cañones y munición de cada bombardero a fin de aumentar la carga de bombas. Ordenó a los aviones que volaran raso sobre los objetivos y que lanzaran las bombas sobre las zonas residenciales que habían sido previamente seleccionadas, tal como solía hacer la RAF. Lo calificó de “bombardeo de precisión diseñado para propósitos específicos”.
La noche del 10 de marzo de 1945 lanzó 1.665 toneladas de bombas incendiarias sobre el mar de llamas que había provocado la primera oleada de bombardeos...
En Tokio, el invierno de1944-1945 fue el más claro y frío en décadas. Durante cuarenta y cinco días seguidos el termómetro se situó por debajo de los cero grados y a finales del mes de febrero seguía nevando, como recordaba Robert Guillain años más tarde.
Sin embargo, el 9 de marzo llegó la primavera repentinamente. El viento sopló con fuerza durante todo el día y, al anochecer, se había levantado una tormenta. A las once de la noche sonó la alarma aérea. Pronto, los árboles de Navidad lanzados desde los aviones de reconocimiento brillaron sobre la ciudad que, de repente, cambió de color. Pareció resplandecer. Se convirtió en una caldera de llamas que rebosó, desbordándose en todas direcciones.
Por primera vez, los aviones volaron a baja altitud. Sus largas y relucientes alas, afiladas como cuchillos, asomaban entre columnas de humo y lanzaban súbitos destellos sobre la inmensa hoguera en que se había convertido la ciudad.
La orden era que las familias debían permanecer en sus casas defendiendo sus pertenencias. Pero, ¿cómo? Los refugios aéreos no eran más que agujeros en el suelo, cubierto por tablones y una fina capa de tierra. Las bombas caían a miles; una sola casa podía ser alcanzada por diez o más ala vez. Era un nuevo tipo de bomba; esparcía un líquido llameante que se deslizaba por los tejados, prendiendo fuego a todo lo que hallaba en su camino. El fuerte viento capturaba las gotas ardientes y pronto empezó a caer una lluvia de fuego que se adhería a todas las superficies.
De acuerdo con el plan establecido, los vecinos formaron cadenas para lanzar cubos de agua al fuego. Pocos segundos después se vieron rodeados por las llamas. El agua de los extintores nada podía hacer para sofocar el fuego. Las frágiles casas se incendiaron inmediatamente y familias enteras huyeron despavoridas, con sus niños a la espalda, y encontraron las calles bloqueadas por un muro de fuego. El mar de llamas los alcanzó; se convirtieron en antorchas vivientes y desaparecieron.
Los medios de comunicación japoneses guardaban silencio. Al emperador sólo le llegaron algunos rumores. Arriesgó todo su prestigio al ordenar que lo llevaran al río. Una vez allí, salió de su coche. En las orillas del río yacían miles de cadáveres, apilados con una precisión casi mecánica. La marea había subido y bajado, dejando los cadáveres carbonizados como troncos a la deriva. El emperador no dijo nada. No había nada que decir. De golpe, comprendió que Japón había perdido la guerra.
A muchos de los dirigentes japoneses les asaltó la misma sospecha. Una cuarta parte de la capital reducida a cenizas, un millón de habitantes sin hogar, cien mil muertes atroces... El primer ataque masivo contra Tokio había dejado conmocionada a la ciudad. Con un mínimo de coordinación de sus acciones militares y diplomáticas, los Aliados habrían podido sacar partido de esa conmoción para ofrecer unas condiciones de paz concretas. La única condición que ya sabían que los japoneses jamás discutirían –mantener al Emperador en el poder– también habría servido a los intereses aliados. No existía razón alguna para que los dos bandos quisieran prolongar la guerra.
Sin embargo, los norteamericanos estaban demasiado ocupados dándose palmaditas en la espalda. LeMay recibió telegramas de felicitación a raudales. El cuartel general de las fuerzas aéreas en Washington estaba entusiasmado. Arnold estaba exultante. Tokio no sólo significaba la victoria más importante para las fuerzas aéreas norteamericanas, decían, sino que además los japoneses habían sufrido la mayor catástrofe militar de la historia de la guerra.
Sin embargo, nadie se preocupó por sacarle provecho político a la situación.
La prensa norteamericana describió la destrucción militar, no los costes humanos. No se ofreció información alguna acerca del número de víctimas civiles. El secretario de Defensa, Henry Stimson, quien disponía de las cifras, era el único que parecía preocupado. Arnold le aseguró que habían hecho todo lo que había estado en sus manos por controlar las pérdidas de civiles y Stimson le creyó, o al menos hizo como si le creyera.
Mientras tanto, LeMay siguió adelante con su misión, sin detenerse a saborear su victoria. Nagoya, Osaka, Kobe y, una vez más, Nagoya; en sólo diez días Japón sufrió casi la mitad de la destrucción que toda la guerra aérea había causada en Alemania.
Más tarde se produjo una interrupción forzosa de los bombardeos, al quedarse los norteamericanos sin napalm. Tampoco se aprovechó esta interrupción para proponer la paz.
Los ataques con bombas incendiarias se reanudaron a mediados del mes de abril, cuando se restableció la producción de napalm. La capitulación de Alemania el 8 de mayo pasó sin pena ni gloria y sin que los Aliados presentaran una oferta de paz a los japoneses. Los bombardeos continuaron. A finales del mes de mayo se arrojaron 3,258 toneladas de napalm sobre las zonas intactas de Tokio, causando mayores daños que cualquier otro ataque aéreo de la historia. LeMay: “Cuando incendiamos la ciudad sabíamos que morirían mujeres y niños. Pero había que hacerlo”.
Ya nadie contabilizaba los costes humanitarios; los daños se medían por kilómetros cuadrados. En Alemania fueron destruidos más de 200 kilómetros cuadrados en cinco años; en Japón, casi 500 en medio año.
Sin que nadie cuestionara los métodos.
Sin que hubiera peticiones de seguimiento político.
Aparentemente, el asesinato se había convertido en un fin en sí mismo.*