Marcelo te felicito por tan buen post,tus envios son brillantes.
Me animo a enviarles una nota aparecida en el diario Clarin hace un tiempo ya,donde mencionan a Sheila Lanktree a quien tuve el placer de conocer y charlar sobre sus experiencias,que la disfruten.
Los argentinos que pelearon en la Segunda Guerra
Son hombres y mujeres que se ofrecieron como voluntarios para combatir en la Segunda Guerra Mundial a favor de los aliados.
La mayoría ya pasó los 80 y dice que volvería a hacer lo mismo porque “había que parar a Hitler ”.
Historias de vida de los veteranos que se animaron a ir a la guerra por una cuestión de honor.
Una verdadera pena que Hitler se haya volado la tapa de los sesos sin saber del "Adolfo, grandes cariños desde Argentina" que Tito Withington le dedicó sobre una de las bombas que su Lancaster soltó mientras sobrevolaba Berchtesgaden, la casa de verano de Hitler, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.
El tal Withington, cordobés descendiente de ingleses, integraba el escuadrón 625 con base en RAF Kelstern, Inglaterra.
Planeó sobre la casa de Hitler y lanzó tiras metálicas –conocidas como windows– con las que se perturbaba a los radares alemanes hasta saturarlos, “y así lanzar nuestros confites”, ironiza Tito.
En setiembre cumplirá 82 y aún le calzan bien los dos birretes que conserva de aquellos días de guerra en los que se iba de copas por los bares londinenses con Ronald Daintree, otro argentino, y de regreso al cuartel, ya madura la madrugada, saltaban el alambrado para no ser castigados.
Claudio Tito Withington todavía no había cumplido los 20 cuando se plantó con la idea que lo obsesionaba: “Yo tengo que ir allá a pelear para los ingleses”, dijo en su casa antes de subirse a un barco carguero que zarpó de Buenos Aires rebosante de carne y cereales para saciar a la Gran Bretaña en guerra.
Como él, unos 3.000 argentinos no quisieron quedarse afuera de la historia y se ofrecieron como voluntarios en el bando de los aliados de la Segunda Guerra Mundial.
Entre ellos había 800 pilotos de los cuales aún viven unos 30 dentro y fuera del país.
En abril, la embajada argentina en Londres homenajeó a doce de estos abuelos con vuelo propio que se pagaron el pasaje para asistir a la ceremonia que se hizo en la iglesia de St.Clement Danes, la iglesia de la RAF (Royal Air Force) de Londres.
Sólo faltó alguien del Foreign Office británico que no se dio por enterado de la invitación.
Queda apenas un puñado entre los que después de la guerra decidieron aterrizar en la casa matriz.
Guardaron silencio durante más de 60 años. “Había 42, inmigrantes y descendientes de ingleses financiaron la creación del escuadrón anglo-argentino 164.
Su lema: Firmes volamos.
Tito Withington, por su parte, llegaría a Inglaterra un año después.
En el barco había hecho buenas migas con Harold Hyland, otro argentino afiliado a la odisea de cruzar el océano para frenar a Hitler. Harold, a quien le tocó llorar a Peter, el hermano que no volvió de la guerra, terminó sumando a Tito a la familia: cuando volvieron, su hermana Sheila se convirtió en la señora de Withington.
“Ella siempre tenía tristeza de la guerra", dice Tito, que enviudó hace unos años.
Desde el sillón del living de la casa de su hija Cecilia, con quien vive en Florida, provincia de Buenos Aires, este caballero aún ducho en la confección del piropo no da más detalle.
Pero así como se les sumó sin chistar en el 43, en el 82 fue del bando de el que no salta es un inglés.
“En la Guerra de Malvinas se subió a un avión. Peleó con y en contra de Inglaterra –confiesa su hija–. Volaba un Learjet del por entonces Banco de Italia y el avión fue confiscado. Podía haber argumentado algo para no ir, pero donde iba el avión iba mi papá. Imaginate, si se fue a la guerra a los 18, a los 60 y pico no iba a ser menos. Le dieron un uniforme y no lo vimos por una semana. Mi mamá estaba como loca. No sabíamos nada de él.” “Bueno,pero no es para tanto. Ahí no llevaba bombas, llevaba gente”, minimiza Tito.
No perderás la calma
En febrero de 1943, Ronald Scott se embarcó tranquilo rumbo a Liverpool junto a otros 399 voluntarios.
“En la Comisión de la Sociedad Británica Argentina me habían dicho que si me pasaba algo en la guerra, ellos iban a cuidar de mi madre ”, recuerda Scott, un hombre de 87 años y una memoria puntual, incapaz de jugarle una mala pasada.
Su padre, un inmigrante escocés que no pudo ejercer como médico porque nunca le reconocieron el título, había muerto cuando él tenía 8 años.
“Lamentaba no haber ido antes a la guerra. Llegué a Liverpool una noche de luna sin nubes. Las iglesias que veía a mi paso habían sido bombardeadas”, dice Scott, té de por medio, en la confitería del CASI (Club Atlético San Isidro), escenario de sus éxitos en rugby, críquet y fútbol.
“Para mí, Hitler era un hache de pé. Había que pararlo, y más valía pararlo allá porque acá, Perón era pro alemán –agrega–. Yo era un idealista romántico y quería aportar mi granito de arena.”
El, que aquí había logrado gambetear al servicio militar por número bajo, se hizo piloto en Inglaterra. “Entre el observatorio de Greenwich y el río Támesis estaba el cuartel principal de la Marina. Ahí estuve tres meses controlando misiles V1 –dice Scott–. Yo tenía a mi cargo un sector de Londres que debía proteger de los V1 que venían de la costa francesa y belga.”
Su madre, que sabía de sus ganas de convertirse algún día en arquitecto y lo había entendido como nadie –“ella, como inglesa, sentía mi deseo de ir a la guerra”– murió antes de que Ronald Scott volviera a casa.
Antes de que se convirtiera en piloto de Austral y salvara a más de 40 pasajeros después de que se le incendiara el avión, aquel día de 1953.
“Estuve tres años y medio en la guerra, tuve un aterrizaje forzoso en el mar y esas experiencias hacen que uno no pierda la calma”, sintetiza Scott.
Tampoco la perdió Bernardo Noel De Larminat, el argentino más condecorado del grupo que, a pesar de los honores recibidos, prefiere no hablar del pasado.
Aunque no salga de su boca, son sus ex compañeros de fuego cruzado los que comentan que el arisco De Larminat participó en 341 misiones de combate en cazas Hurricanes y Spitfires con los escuadrones 417 City of Windsor, de Canadá, y los franceses 340 Ille de France y 341 Alsacia.
Sólo quienes lo han agarrado en un buen día, allá en sus pagos de Bahía Blanca, saben que lo derribaron el 1º de abril del 45 mientras lideraba un ataque a los alemanes en Holanda.
Aterrizó el Spitfire de panza en un campo y le llevó un día eludir al enemigo y volver a su escuadrón.
En el nombre del padre
A comienzos de los años 40, el irlandés Bernabé Lanktree, un comandante del Ejército durante la Primera Guerra Mundial, solía repetir a sus hijos: “Hay que cortarle los mostacholes a Hitler.”
Y Sheila, la niña que se había encaprichado en nacer en Rosario un 4 de noviembre, el de 1925, esperó a cumplir los 18 para llevar a cabo el mandato paterno.
“Fui al consulado inglés y dije: ‘Ya estoy lista para ir’”, recuerda hoy esta mujer que aún conserva el estado civil original.
“Era la única voluntaria, fui la mimada del barco”, agrega Sheila. Al llegar a Londres, la entrenaron en el código Morse y le enseñaron a realizar el mantenimiento de las radios de los aviones. “Fui radio operadora de los Pathfinder, los que iban delante de los bombarderos –aclara ella–. Había un piloto que siempre me llevaba a volar y una vez, mientras estaba controlando la radio, me cerraron la puerta para darme un susto.”
Entre 1943 y 1947, Sheila vivió en Norfolk, al norte de Londres, en una casilla de cinc, junto a otras doce chicas. “Hacía 20 minutos de bicicleta de ida y 20 de vuelta a la base. Nos divertíamos en el South American Club de Londres y, por las tardes, cuidaba chicos. Nunca tuve miedo. Tampoco me angustiaba. Eso es muy argentino”, dice como si ella no lo fuera.
La guerra terminó y Sheila supo que no se iba a sentir en ningún lado tan bien como dentro de un avión. “Me llamó mi hermano y me dijo: ‘Volvé a la Argentina que te conseguí trabajo como secretaria de la directora del colegio donde fuiste’. ‘Minga ’, le dije”, cuenta. En 1948 se convirtió en auxiliar de a bordo y lo fue durante 33 años. “El amor por los aviones que nació de las entrañas de la guerra me duró toda la vida”, dice ella, que aún conserva el vicio de subirse al Tienda León con destino final Ezeiza. “Hay un comandante que me trae la revista Hola que salió el día anterior en España. Acá las consigo pero son mucho más caras y llegan una semana más tarde”, explica.
Sheila se acuerda de aquella bella piloto argentina que se encargaba de transportar aviones desde la fábrica hasta las bases: Maureen Dunlop. “Sorprendía a todos cuando llegaba porque nadie se esperaba que fuera una mujer, pero ella se sacaba la gorra y le caía la melena por debajo de los hombros”, dice Sheila.
Maureen tiene 85 años y vive en Norfolk, Inglaterra, donde cría caballos árabes. "He tenido mucha suerte –dirá por teléfono –. Yo ya volaba en el Aeroclub de Argentina y cuando cumplí los 20, fue bueno poder ayudar a los ingleses en la guerra.”
Sheila la recuerda sentada y ausente, como en otra sintonía, capturada por la lectura de algún libro: “Yo decía:‘¡Qué linda novela debe estar leyendo!’, pero, en realidad, eran libros de aviación. Ella leía sobre los pistones del avión y esas cosas.” Para Ronald Daintree, en cambio, conseguir un pasaje de ida a la Segunda Guerra Mundial fue la mejor aventura de juventud de su vida.“ A los 16 años había intentado subirme a un carguero en Dock Sud pero fracasé. Cuando pude ir a la guerra, fui feliz”, cuenta Ronnie, un hombre alto, que en los cuatro años y medio que pasó en la guerra tuvo más de dos novias y cinco motos.
En el 44 lo mandaron a Egipto, India y Pakistán. “Estábamos listos para atacar Japón”, dice. Pero las bombas de Hiroshima y Nagasaki acabaron con la guerra contra Japón y Ronnie volvió a casa. “La guerra me dio una profesión y la oficina más linda, con un mirador mundial”, dice el hombre que luego llegó a ser el piloto del presidente Arturo Frondizi y que estuvo al frente del primer vuelo traspolar –Australia- Argentina–, en 1980.
Peggy, su mujer desde hace 56 años, ofrece café. “Diga que sí. Esa es una de las cosa que aprendí en la guerra: siempre hay que aceptar –aconseja Daintree–. Hay que andar con el tanque lleno. Uno nunca sabe cuándo va a volver a cargar combustible.”
Marina Artesa
Diario Clarin