El 28 de Febrero, a eso de la medianoche, el “Perth” y el “Houston”, repuestos ya de combustible pero con serias vías de agua, navegan de nuevo en busca del enemigo. A punto de embocar el Estrecho de Sunda, nos sacude los nervios el ¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! del zafarrancho de combate. La gente corre a ocupar sus puestos. Echo mano a mi casco metálico. Estoy ajustándomelo cuando me lanza contra un mamparo la sacudida, acompañada de ensordecedor estrépito, de la andanada que acaba de disparar la batería principal. Sé que estamos cortos de municiones para las piezas de 203 milímetros y que nuestros muchachos no las desperdiciarían disparando al aire. Voy por la escalerilla del puente cuando vuelve a hacer fuego la batería principal y las piezas de 127 milímetros toman también parte en la danza. Dándome cuenta de que va a armarse la gorda, subo corriendo. No he alcanzado a llegar al puente cuando toda la artillería del “Houston” entra en acción.
Es alentadora la regularidad con que se oye el retumbar ensordecedor de la batería principal; el rápido y seco estampido de los cañones de 127 milímetros; el rítmico pum, pum, pum, pum, de los de 28 milímetros; y, llegando de las cofas del trinquete y del mayor, el continuo tableteo de las ametralladoras, que emplazadas allí como antiaéreos, disparan ahora contra blancos de superficie.
De pronto envuelve al “Houston” la cegadora claridad de los proyectores enemigos. Detrás de sus haces luminosos puedo divisar con trabajo las siluetas de los destructores japoneses. Se han aproximado para iluminarnos en tanto que sus unidades de línea disparan contra nosotros desde la oscuridad. En desesperado intento del que depende su propia existencia, el “Houston” dirige sus cañones contra los proyectores, que va apagando apenas lo enfocan. Antes que el enemigo ni nosotros mismos nos hayamos dado entera cuenta de ello, estamos frente a 60 transportes con carga completa escoltados por 20 destructores y seis cruceros.
El “Perth”, que navega delante de nosotros, queda mortalmente averiado por dos torpedos. Sin gobierno, juguete del capricho de las olas, sostiene el fuego hasta que los cañones japoneses lo hacen volar hecho añicos.
Ilustración que muestra al HMAS Perth, durante el combate en la noche del 28 de febrero de 1942.
Viendo perdido el “Perth”, el capitán Rooks se mete con el “Houston” en medio del convoy enemigo, resuelto, ya que no hay retirada posible, a hacerles pagar cara la victoria. En sus últimos instantes, el “Houston” dispara a bocajarro contra los transportes japoneses con todo lo que tiene, y rechaza a la vez a los destructores que lo atacan con torpedos y cañones. Los cruceros enemigos permanecen a retaguardia, lanzando andanada tras andanada que nos causan terribles estragos. Un torpedo penetra a popa en el cuarto de máquinas, hace explosión, mata a cuantos allí se hallan, reduce nuestro andar a quince nudos.
El denso humo y el quemante vapor de agua que suben del cuarto de máquinas de popa a la cubierta de baterías obligan a los artilleros a abandonar momentáneamente sus puestos, pero vuelven a ellos, resueltos a no moverse de allí. Falta la fuerza motriz a los elevadores de municiones, y cesan de llegar las que subían de los casi vacíos pañoles para las piezas de 127 milímetros. La gente trata de acarrearlas a mano, pero lo impiden los incendios y destrozos que obstruyen el paso. A despecho de todo, los artilleros siguen disparando con las granadas de iluminación almacenadas cerca de los cañones.
Una granada enemiga destroza la torre número 2, de la cual se levantan llamas que se alargan hacia el puente. Tan intenso es el calor, que desaloja a cuantos se hallan en la torre de mando e interrumpe así toda comunicación entre ésta y el resto del buque. El incendio no tarda en quedar dominado, pero el agua de los extintores, al inundar los pañoles, ha echado a perder las últimas municiones de las piezas de 203 milímetros. El “Houston” se ve ahora falto de su batería principal.
Estallan incendios en todo el buque. Otro torpedo se hunde a proa del alcázar. La fuerza de la explosión hace temblar el barco, y comprendo que ha llegado el fin. Escoramos lentamente a estribor, en tanto que nuestra heroica nave va perdiendo gobierno y andar. Por fin se detiene. Los pocos cañones con que aún cuenta no cesan de hacer fuego. El capitán Rooks debe de sentir que se le parte el corazón, pero su voz es firme cuando llama al corneta y le ordena que toque a abandonar el navío.