19-02-2006
Tras navegar varias horas en inmersión y detectar ruidos de hélices, son las 6´15 horas cuando el U 269 emerge en medio de una espantosa tempestad en pleno Mar de Barentz pocas veces conocida. Desde la última vez que hicieron superficie, y tras unas pocas horas pasadas en inmersión, ésta ha alcanzado tal violencia que hace casi imposible la navegación en superficie. Constantemente embestidos por las gigantescas olas que se abaten con estruendo sobre la torreta, aturdidos por el aullido del viento, el comandante Kapitänleutnant Karl-Heinz Harlfinger y los vigías tienen la impresión de asistir al fin del mundo.
Agarrados a la barandilla de la torreta, uno junto a otro, proyectados como peleles en todos los sentidos, tanto el comandante como su IWO (su segundo) Wolf Shafer saben que no podrán mantener el submarino en superficie sin arriesgarlo a graves averías. Efectivamente, son toneladas de agua las que rompen sin interrupción sobre el puente, pero necesitan recargar las baterías y eso exige un mínimo de cuatro horas navegando en superficie con los motores diesel. Pegando su boca a la oreja de Shafer, que está sacudido por violentos temblores, Harlfinger grita:
- ¡Es de locos continuar! No tenemos ninguna posibilidad de encontrar algún convoy con este tiempo.
Shafer mueve la cabeza afirmativamente, el comandante tiene razón. En este huracán que levanta olas tan altas como edificios, el U 269 no puede avanzar, a pesar de la potencia de sus motores, más que a una pobre velocidad que oscila entre los cinco y siete nudos. No hay manera, en estas condiciones, de llegar a cruzar la ruta de algún convoy. Dirigiéndose a Harlfinger, grita a su vez:
- Daría cualquier cosa por saber que es ese puñetero ruido de hélices.
- A mi juicio un rezagado, y no está muy lejos – dice Harlfinger sacudiendo la cabeza para quitarse el agua que le chorrea por la cara.
Shafer calla, en uno de los balanceos ha chocado con la rodilla en la pared de la torreta y tiene la impresión de haberse hecho mucho daño en la pierna. Con lágrimas en los ojos, encoje la pierna con mil precauciones, lentamente el dolor se disipa.
En ese instante se escucha la voz del oficial-ingeniero por el tubo acústico:
- Deseo hablar con el comandante.
Harlfinger se inclina sobre el tubo acústico, pero a cierta distancia para no romperse los dientes contra él.
- Aquí el comandante. Le escucho.
- Estamos al límite del combustible mi comandante …
Harlfinger no tiene tiempo de contestar. La voz de uno de los vigías anuncia:
- ¡Barco a estribor por la proa!
- Es un carguero comandante – precisa Shafer enfocándolo con sus prismáticos.
El carguero se halla a poco más de una milla del U 269 y está en una situación difícil. Averiado su timón, es zarandeado por las olas que chocan con fuerza contra su través. Se alza balanceándose alocadamente, pica en las cavidades sacudido por las masas de agua que rompen como truenos sobre sus cubiertas. En la torreta del U-269 un sentimiento de compasión sacude a los vigías.
- ¡Preparad los tubos 1 y 3! – grita Harlfinger en el tubo acústico.
Hasta Wolf Shafer tiene en este momento un arrebato de rebeldía. Él, cuyo ardor en el combate es sin embargo notorio, siente por primera vez en su joven existencia un verdadero asco por la guerra.
Harlfinger ordena maniobrar tratando de presentar sus tubos de proa a través del carguero.
- Tubos 1 y 3 listos para disparar, comandante.
- Será un milagro alcanzarlo. Con esta mar, nuestras “anguilas” van a salir disparadas en todas direcciones – gruñe Harlfinger.
Se vuelve hacia Shafer, extrañado por su silencio, no acaba de sospechar que, por primera vez desde que luchan juntos, su segundo lo desaprueba. Combatir a un enemigo que puede ocultarse, maniobrar y huir le convence y le estimula. Pero rematar a un adversario desamparado lo pone enfermo. Sin embargo, sabe que su comandante se debe a las leyes de la guerra con todos sus horrores y crueldades.
Como si de repente hubiese adivinado los pensamientos de su segundo y del resto de los vigías, Harlfinger siente, en este entorno inhumano, el deseo de justificarse. Les grita:
- En nuestro lugar ellos harían lo mismo …
Luchando ferozmente contra el mar que los desvía y para permanecer frente al través del carguero, el U 269 se acerca a menos de 500 m. de su víctima.
- Achtung! – chilla Harlfinger.
A bordo del carguero han visto al submarino.
- Rohr …ein …
Harlfinger no tiene tiempo de terminar. Una luz parpadea míseramente en este decorado de pesadilla. El mercante emite en Morse una señal de naufragio que Shafer descifra inmediatamente.
Es un mensaje breve, pero que expresa, de forma conmovedora, el drama que se desarrolla a bordo del carguero, a merced de la tempestad, y el terror y el sufrimiento de sus hombres. La luz sigue parpadeando, sigue lanzando la misma llamada trágica:
- ¡AYUDADNOS!
Shafer mira rápidamente a su comandante. Harlfinger contempla fijamente a aquél enemigo que está a su alcance, con las mandíbulas apretadas, incapaz de terminar su voz de mando. Solo le falta decir una palabra, una palabra muy corta: Feuer! Y los torpedos correrán implacablemente hacia su blanco. Pero no consigue articularla.
Rabiosamente, como para disimular la emoción que le embarga, se vuelve hacia Shafer y vocifera:
- “Ayudadnos”, ¿Qué esperan de nosotros, que los remolquemos?
Mueve la cabeza y murmura:
- Hay que acabar con esto.
Se inclina sobre el tubo acústico en el momento que la luz vuelve a parpadear.
- ¡Mire comandante!
Shafer le coge un brazo y se lo aprieta con fuerza. Siente los dedos de su segundo crisparse nerviosamente. Levanta la cabeza.
Elevado por una masa de agua de una altura gigantesca, el carguero se recorta en la débil luz anaranjada de la noche boreal. Se queda suspendido arriba, con sus hélices girando fuera del agua. En el momento que baja de nuevo a la sima que se abre bajo él, una ola aterradora se estrella sobre su cubierta de proa, a la altura del puente de mando. Un crujido de chapas aplastadas, rotas, un rugido potente como una deflagración. El mercante partido en su mitad por el mar, se hunde de golpe. Pasmados en la torreta, los hombres del U 269 asisten sobrecogidos al drama y no consiguen apartar sus miradas de aquél rincón del mar.
Con una voz tomada por la emoción, Harlfinger ordena en el tubo:
- Vámonos.
El lobo blanco prosigue su implacable cacería.
Bibliografía: Jean Noli. Los lobos del Almirante. Barcelona. Plaza y Janés. 1972.