HISTORIA / LA DIVISION AZUL EN LENINGRADO
El dia que perdí a 1.000 compañeros
El 10 de febrero se cumplió el 60 aniversario de Krasny Bor, la mas dura
batalla de la Division Azul en el frente ruso. un superviviente, el entonces
sargento Angel Salamanca, rememora como la nieve se lleno de cadaveres de
españoles
«Parece que el cielo se va a desplomar encima de ti, que se acaba el mundo,
que nadie va a quedar vivo. Faltaban pocos minutos para las siete de la
mañana del 10 de febrero de 1943 y había comenzado el miércoles negro en
Krasny Bor. La artillería rusa inició el castigo sin piedad. Los españoles
que estábamos en primera línea corrimos a los búnkeres a cobijarnos de los
fogonazos de más de 800 cañones que hacían agujeros tan grandes como plazas
de toros. La tierra temblaba y el humo hacía difícil la
visibilidad. Estábamos escondidos como ratas en el búnker, a 2,5 metros de
profundidad. Todo era ruido, fuego, gritos, lodo, nieve y sangre. El
termómetro no subía de los 25º bajo cero. Pese al frío, se sudaba, pero no
se comía, ni se bebía, ni se fumaba, ni se daban los buenos días.
Muchos oficiales, en labores de vigilancia, fueron alcanzados con los
primeros bombazos, dejando sin mando a la tropa. Fue ésta una de las claves
de la batalla. Se decía que nunca caía un obús o un mortero donde ya había
caído otro. Mentira. Caían por cientos, unos encima de otros, y al explotar
esparcían metal caliente en todas direcciones. Cada una de las 800 bocas
vomitaba fuego cada 10 segundos, el tiempo necesario para cargar y
disparar. Enseguida se sumaron los famosos organillos de Stalin, camiones con
plataformas de artillería que disparaban consecutivamente, provocando un
ruido atroz, como si fuesen órganos. Tanto poderío militar para el sector
tan reducido por el que se peleaba era una barbaridad.
La División Azul estaba desplegada en el norte del pueblo de Krasny Bor, en
un frente de 20 kilómetros de largo al sur del sitiado Leningrado. Desde
1941 los alemanes habían cercado la ciudad y, en su intento definitivo por
acabar con el sitio, los soviéticos habían elegido Krasny Bor. Estábamos,
pues, en el eje de su ataque. Mi unidad, unos 5.000 hombres -aproximadamente
un tercio de los efectivos españoles- se encontraba allí.
Yo estaba incorporado como sargento a la Quinta Compañía del II Batallón del
Regimiento 262, a las órdenes del capitán Teodoro Palacios, quien me destinó
a la segunda sección, al mando del alférez Céspedes. A mi cargo tenía un
pelotón reducido de 35 hombres. Venía de un larga experiencia en combate en
primera línea adquirida en los frentes de Aragón, Madrid y Cataluña durante
la Guerra Civil desde agosto de 1936, cuando tenía 17 años. Me enrolé en la
División Azul en verano de 1942, en Logroño.
Cuando empezaron las hostilidades aquella mañana del 10 de febrero, en
realidad hacía ya días que sabíamos que algo gordo se cocía en las filas
rusas. En las trincheras, Radio Macuto informa con mucha antelación. Un
ucraniano que se pasó al bando español en la noche del 9 de febrero fue la
señal inequívoca de que el ataque era inminente: llevaba ropa interior
nueva, una costumbre local antes de la batalla para morir limpios y puros si
caían abatidos en combate. Entendimos rápidamente que en pocas horas
empezaría el baile. Había tensión, pero no miedo.
El fuego de artillería duró más de dos horas, en las que se produjo la mitad
de las bajas del día. Al cesar la artillería, comenzaron las pasadas de la
aviación enemiga, que hostigaron especialmente a nuestra Quinta Compañía;
sólo en el pelotón bajo mi mando hubo una decena de bajas, entre muertos y
heridos, en las tres primeras horas. Otras compañías fueron literalmente
trituradas.
Pese a que el avance terrestre del Ejército Rojo se produjo por cuatro
líneas de penetración con una división en cada una -44.000 hombres en
total-, se toparon con serias dificultades. El calor de la artillería había
dejado el acceso a nuestras nevadas posiciones como un completo barrizal por
donde los carros de combate KV-1 y T-34 quedaban atascados y los
esquiadores, empantanados.
Pero más importante fue que no esperaban nuestra respuesta. Creían que tras
el bombardeo estaríamos todos muertos. Y lo que hicimos fue salir a nuestros
puestos, emplazar las máquinas y recibirlos a fuego limpio. Las órdenes del
capitán Palacios eran claras: "¡Resistir y resistir!".
Aunque la infantería rusa llegaba por oleadas, lo hacía muy desordenada y
pudimos repeler los primeros ataques. Había que resistir hasta morir. Pero
iban acumulándose las bajas; entre ellas la del alférez Céspedes. Si había
heridos, se les evacuaba. Si había cadáveres, se apartaban para no pisarlos
y se seguía disparando. El espectáculo era dantesco. Para coger una pistola
y pegarse un tiro.
A media mañana, los rusos habían perforado el frente por tres sitios, pero
los capitanes Campos, Oroquieta, Aramburu y Palacios resistían a duras penas
con seis compañías muy debilitadas. La Luftwaffe no hacía acto de presencia;
y la División SS Volkspolizei, situada en la media distancia, no podía
auxiliar, pues debía aguantar para hacer frente a una previsible embestida
rusa.
A mediodía estábamos prácticamente cercados por el flanco izquierdo. Mi
sección, sin oficial al mando, era ya un islote con unos pocos
supervivientes. Sólo pude atrincherarme y abrir fuego de costado. Primero con
un único tubo de mortero que defendía Joaquín, un cabo de Ponferrada. Cubría
su ojo izquierdo con una mano porque le habían pegado un tiro en la cara.
Nos retiramos por la trinchera de evacuación y regresé con dos soldados más
para recuperar parte de la munición y alimentos del búnker y destruir el
resto. Tiramos bombas de mano como locos. Al retirarnos al enclave donde
resistía Palacios, éste me dijo: "¡Salamanca, desde este momento eres
Medalla Militar!". Acto seguido acudí al sector del puesto de mando. Sólo
quedaba operativo un fusil ametrallador, pero causó estragos.
Llegaban columnas con medio centenar de hombres que eran abatidos
sistemáticamente. Disparábamos ferozmente, sin parar, esperando a que el
enemigo se encontrase a menos de 100 metros, disparábamos al bulto. Pero
hasta un ciego habría hecho blanco.
Toda la potencia de fuego de la máquina, 1.300 disparos por minuto, provocó
una carnicería en las filas enemigas y nos mantuvo con vida. No es que
nuestro cañón estuviese caliente, es que estaba al rojo vivo. En la
refriega, tres veces cayó el soldado que la servía. Cuando un cuarto soldado
me dijo con la mirada: «Sargento, ¿quiere usted que me maten?», decidí
empuñar personalmente la ametralladora. Al cabo, los rusos acertaron con una
granada de 120 que cayó ante el cañón. Salí despedido cuatro metros,
perdiendo el conocimiento momentáneamente, la cara llena de sangre y
metralla y una ceguera casi total por el alumbramiento del fogonazo. Fui
evacuado al búnker. Luego supe que tenía también una herida de bala en la
rodilla.
Sin munición, con la mayoría de los supervivientes heridos y los indemnes,
agotados, el final estaba próximo. A las tres de la tarde, un soldado entró
al búnker: "De parte del capitán, que salgáis todos; estamos hechos
prisioneros". Los 25 heridos salimos y encontramos a otros 18 hombres con
las manos en alto con el capitán Palacios al frente. Nos mandaron formar e
hicieron un simulacro de fusilamiento pero sólo se tiraron como fieras sobre
nuestros relojes y todo lo que llevábamos.
El trayecto hasta Kolpino, en fila de a tres, fue entre una alfombra de
cadáveres. No nos trataron mal gracias a un jefe de escolta mongol que no
debió de haber otro mejor en toda la Unión Soviética. Los 30 detenidos de
Oroquieta, con los que enlazamos, recibieron toda suerte de golpes. Al
llegar a Kolpino, un enloquecido grupo de mujeres rusas trató de atacarnos,
pero el mongol las rechazó a culatazos.
Enseguida empezaron los interrogatorios, con las traducciones de un español
enrolado en el Ejército soviético. Todo el afán del coronel ruso era saber
qué armamento usábamos, hablándonos incluso de un arma secreta de Hitler.
«Dice el coronel que habéis causado más de 14.000 bajas, y eso es imposible
con ametralladoras y fusiles mauser corrientes», nos informó el republicano
español.
Luego vino un cautiverio en campos de concentración que se alargó hasta
- Las estadísticas hablan de 2.252 bajas españolas (1.125 muertos, 91
desaparecidos y 1.036 heridos) en un solo día. Otras 1.000 se sumaron en los
días posteriores. Aunque los españoles retrocedimos ese día tres kilómetros,
los rusos no avanzaron más. Tras intensos combates, el mando soviético
ordenó a sus fuerzas pasar a la defensiva. El frente quedó estabilizado
durante un año.
La batalla de Krasny Bor, con una encomiable resistencia de nuestra
División -el 10 de febrero se consiguieron tres de las ocho laureadas de la
División Azul en la URSS- enterró una gran ofensiva posterior para romper el
cerco de Leningrado. Los divisionarios que luchamos allí y estuvimos
cautivos hasta 1954 no supimos qué ocurrió hasta el regreso a España, pero
teníamos la creencia de que la ofensiva no había llegado más al sur que
Krasny Bor.»