29-03-2006
Abro este nuevo tema con la intención y deseo de que todos aportemos algo curioso acerca de los hombres más poderosos, y empiezo por Stalin por que me atrae lo misterioso de su agetreada existencia, así que creo que trabajando juntos, de esta manera podamos aprender mucho... quizás más tarde podamos extender esto a otros temas como La vida de Hitler, la de Churchill... os animo a participar en este trabajo en equipo, gracias a todos de antemano camaradas. ;D ;D ;D Y ahí va mi aportación. ;)
Stalin el pensador
La incógnita de la existencia de Dios persiguió a Stalin toda su vida. Hacia 1926, subrayó con lápiz rojo el diálogo dedicado a Dios de su ejemlar en ruso de los “Diálogos subrosa” de Anatole France. Le llamaba la atención sobre todo un relato en el que Baudelaire, mientras se encuentra de visita en casa de Théophile Gautier, mira detenidamente un ídolo africano de aspecto grotesco y dice: “Supon que Dios en realidad es así”. Stalin anota en el margen de su libro: “¡Ja! ¡Mejora eso!”. Parecía intrigarle, además, un comentario de France en el que el autor francés manifestaba: “Dios es el punto de intersección de todas las contradicciones humanas”, a raíz del cual Stalin garabatea: “Razón-sentimiento, ¿¡es eso también!?”.
Si Stalin perdió la fe en Dios, conservó sus creencias calvinistas en el pecado, la caída, la gracia y la condenación. También continuó creyendo en la supremacía del amor. A raíz de los saqueos, la biblioteca de Stalin se ha perdido casi por completo, pero su ejemplar de “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski todavía se conserva. Los capítulos más subrayados no tienen nada que ver con el parricidio no con el derecho del individuo a hacer lo que le plazca toda vez que ha quedado demostrada la muerte de Dios. Lo que más llamó la atanción a Stalin fue la filosofía de los monjes de Dostoievski. Sin embargo, Stalin sí subrayó las meditaciones del padre Zosima acerca de la naturaleza del “amor activo” hacia los demás seres humanos: “(...) comparado con el amor activo, el amor soñado es cruel y aterrador”.
Stalin podía aceptar la declaración de Anatole France y decir que Dios había muerto, pero, como un superhombre dostoievskiano, tenía la impresión de que era capaz de suplantarlo. Lo que le incordiaba era su propia mortalidad. En el “Diálogo” de Anatole France sobre la vejez, subraya, no sin cierta turbación, que algunas personas preferían el infierno a la no existencia. Stalin se preocupó por la vejez y la muerte ya en su adolescencia. El mejor, y último, de sus poemas georgianos anticipa la solitaria impotencia de sus últimos años: “Nuestro Ninika se ha hecho viejo,/ sus hombros de héroe le han fallado (...) ¿Cómo pudo este desolado cabello cano quebrar la fuerza de un hierro? (...) Pero ahora ya no puede mover las rodillas,/ guadañado por la edad,/ yace, o sueña, o habla/ a los hijos de sus hijos del pasado (...)”. En sus últimos años, Stalin podía convocar a una multitud cuando deseaba aclamaciones y la gratitud que el poeta romántico que fue ya no podía obtener, pero si en su frágil senectud recordaba estos versos, debían de parecerle una amarga profecía.
A Stalin le resultaba atractiva la visión que tenía Dostoievski del amor religioso como un amor cruel. El cristianismo más personal y sentimental de Tolstói, más cuáquero, por así decir, le irritaba. Stalin anotó con trazos enérgicos sus ejemplares – y los de su hija – de las obras de Tostói. El siguiente pasaje le daba risa – “¡Ja, ja, ja!”, anotó en color rojo -: el único e indudable medio de salvación que las personas tienen del mal que sufran consiste en admitir la culpabilidad de Dios y, por lo tanto, su incapacidad para castigar o corregir a los demás”.
El error fatal en que más incurrían los enemigos de Stalin consistía en olvidar que se trataba de alguien excepcionalmente leído. Nosotros conocemos este dato gracias a lo que queda de su biblioteca, que rondaba los veinte mil volúmenes, por las notas y cartas que escribía solicitando libros, y que aún se conservan, y por los recuerdos de aquellos que le frecuentaron en su juventud. Las obras que el seminario no obligaba a leer a sus alumnos, se las prohibía – lo que estimulaba a los novicios a leer todavía más - . En 1910, y según la policía secreta del Zar, Stalin, que se encontraba exiliado en Vologda, visitó la biblioteca del pueblo diecisiete veces en ciento siete días. Cuando cumplió los treinta, había leído ya a los clásicos rusos y occidentales de la literatura, la filosofía y la teoría política. En los cuatro años más que pasó desterrado en Siberia (1913-1917), asocial y poco comunicativo como era, leyó cuantos libros pudo tomar prestados de sus camaradas de exilio. Stalin leyó incluso en mitad del caos de la Revolución y de la lucha por el poder. Desde los años veinte y hasta su muerte, leyó además todas las publicaciones periódicas editadas por emigrados.
En cuanto dispuso de despacho y departamento en el Kremlin y de dachas en los alrededores de Moscú y en el Mar Negro, Stalin comenzó a reunir una biblioteca personal. Pidió algunas obras y otras las sustrajo de la Biblioteca del Estado, pero la mayoría provenían de los editores o del autor. Leía hasta quinientas páginas al día, hacía anotaciones en los márgenes y, pese a que con frecuencia lamentaba lagunas en su memoria, era capaz de recordar innumerables citas y razonamientos hasta varios años después de haberlos leído. En efecto, Stalin fue un lector formidable y peligroso. A medida que envejecía, sin embargo, fue perdiendo paciencia y con frecuencia se limitaba a anotar las cien primeras páginas de los libros que leía. Si alguna vez existió un demonio capaz de citar las Escrituras a su conveniencia, ese fue Stalin.
La biografía de un poeta es, según decía Mandelstam, la lista completa de sus lecturas. A Stalin le gustaban los libros que ofrecían una visión amplia de la historia, la literatura y las lenguas europeas. Sentía especial predilección por obras escritas por figuras autoritarias o relacionadas con el autoritarismo: “El príncipe” de Maquiavelo, “Mi lucha” de Hitler, las obras de Clausewitz sobre la guerra, las memorias de Bismarck. A mediados de la década de 1920, cuando Stalin guardaba la mayor parte de su biblioteca en el Kremlin, Nadezhda Allilúeva, su segunda esposa, siguió el ejemplo de Serguéi Kírov, el sátrapa dictador de Leningrado, tan bibliófilo como él, e hizo que un bibliotecario clasificara y ordenara sus libros. Stalin montó en cólera. Esbozó una clasificación personal de sus volúmenes y encargó a Poskrióbishev, su secretario, que los ordenase en consecuencia.
Como lector, Stalin sólo encontraba dificultades debido a cierta ineptitud con las lenguas: únicamente era capaz de leer sin diccionario en georgiano y en ruso. Sin embargo, también en este aspecto le subestimaron sus rivales más versados. En el seminario aprendió griego – algunos testimonios le describen leyendo algún original de Platón en su despacho del Kremlin – y después algo de francés y alemán. En su exilio siberiano, aunque sólo durante un tiempo, coqueteó con el esperanto.
Muchas personas le escribían a Stalin no sólo en ruso y en georgiano, sino también desde Baku, en turco azerí – que por aquel entonces se escribía con grafía árabe -. En sus tiempos de fugitivo, eligió a veces nombres como Zajariants o Melikiants, lo cual habría resultado una estupidez de no tener al menos algunas nociones de armenio coloquial. En 1926, durante la huelga general que tuvo lugar en Inglaterra, Stalin leyó con atención la prensa inglesa. En algunas de las cartas que le envió a su esposa desde Sochi, le expresó su disgusto por que ella hubiera olvidado enviarle una gramática inglesa para autodictados. Con los idiomas, como en muchas otras cosas, la táctica de Stalin consistía en ocultar sus conocimientos, no en mostrarlos.
Stalin poseía la temible capacidad de recordar con detalle cuanto leía u oía. Poseía además un misterioso instinto para detectar incoherencias en el discurso de su interlocutor o las cosas sobre las que éste guardaba silencio, aunque sus análisis de lo que en su opinión pretendían los autores son a menudo ingenuos o extraños. Sus comentarios o anotaciones que con lápiz rojo dejaba en los libros, nos permiten vislumbrar algunos de los motivos que impulsaban su interminable guerra contra la oposición y la disidencia.
Algunas de las obras que leyó en sus años formativos bosquejan directrices de sus acciones futuras. Muchos rumores apuntan, con bastante credibilidad, a una obra que pudo validar, a ojos de Stalin, los principios de la dictadura revolucionaria: “Los demonios” de Dostoievsky. El novelista georgiano Grigol Robakidze, por lo general bien informado, afirma en su novela “El alma asesinada” que las numerosas anotaciones del ejemplar “Los demonios” que se encontraba en la biblioteca del seminario de Tbilisi correspondían al propio Stalin. La novela más abiertamente antirrevolucionaria de la literatura rusa recibía pues la aprobación del seminario. En el argumento de la obra de Dostoievski, en la que un cínico provocador se vale de aristócrata de impulsos autodestructivos y de un filósofo nihilista para fomentar una revuelta violenta en una ciudad de provincias, pudo ver Stalin un escenario positivo para la acción. La lógica de los teóricos de Dostoievski, que exigen que rueden cien millones de cabezas para conseguir la felicidad eterna de las generaciones futuras, no debió de parecerle a Stalin tan macabra como al propio autor.
Como los héroes de Dostoievski, Stalin buscaba en la filosofía una licencia para transgredir las leyes humanas y divinas. La declaración más significativa que jamás hiciera el dictador soviético es una nota escrita con lápiz rojo en las guardas de una edición de 1939 de la obra de Lenin “Materialismo y empirocriticismo” (un tratado sobre la existencia del mundo real fuera de nuestra percepción). El comentario de Stalin tiñe de un barniz maquiavélico un credo propio de un antihéroe satánico de Dostoievski y constituye un epígrafe a toda la carrera de Stalin:
- Debilidad, 2) Pereza, 3) Estupidez. Éstas son las únicas cosas a las que se puede llamar vicios. Todo lo demás, en ausencia de lo dicho, es indudablemente una virtud. Si un hombre es (1) Fuerte (espiritualmente) (2) Activo (3) Listo (o capaz) entonces es bueno, ¡aunque tenga otras “vicios”!
En 1915, cuando ambos compartían exilio en Siberia, Lev Kámenev – al que el dictador eliminaría veinte años después, pero que en aquel tiempo era su mentor – le entregó a Stalin un ejemplar de la obra de Maquiavelo. Los elogios que Kámenev hizo del italiano son propios del entusiasmo de un teórico de la política ante un precursor precoz; la lectura de Stalin demuestra el aprecio de un pragmático por un escritor que autoriza lo que él lleva tiempo pensando y haciendo. El marxismo proporcionó a Stalin – y Lenin – una meta y la terminología y la justificación para la acción; Maquiavelo, los medios, las tácticos políticas y la amoralidad. Stalin era un marxista en el mismo sentido en que Maquiavelo era un cristiano: ambos consideraban que la única tarea del gobernante consistía en conservar el poder y estudiaron todos los medios para mantener ese poder una vez adquirido. Para ellos, la ideología en cuyo nombre los dirigentes gobiernan no es más que una bandera o una pancarta.
Algunas veces, los garabatos de Stalin en los márgenes de los de los libros resultan desconcertantes. Por norma general, esos garabatos consisten en elaboradas figuras hechas a base de círculos y triángulos. Junto a algunos pasajes, el dictador escribía dos iniciales: una “T” y una “U”. Cabe suponer que la “T” significa “Tiflis” o “Tbilisi”, y su seminario, y los conocimientos psicológicos que Stalin adquirió gracias a su educación cristiana. La “U” puede significar “uchitel”, es decir, “maestro”. Ese maestro podría ser Lenin, o quizá el propio Stalin, es decir, según la concepción que de sí mismo tenía , derivada quizá de sus primeros días de lucha, cuando, proveniente de Bakú, predicó las fórmulas revolucionarias y la rebelión entre los trabajadores de los muelles de Batumi.