03-04-2006
En Berlin
El sábado 21 de junio de 1941 comenzó con una mañana de verano perfecta. Muchos berlineses tomaban el tren a Potsdam para pasar el día en el Parque de Sans Souci. Otros iban a nadar a las playas del Wannsee y el Nikolassee.
En los cafés, el amplio repertorio de chistes sobre la fuga de Rudolf Hess a Gran Bretaña había dado paso a rumores acerca de la inminente invasión de la Unión Soviética. Desanimados ante la perspectiva de una guerra más larga, algunos ponían sus esperanzas en la idea de que en el último momento Stalin cedería Ucrania a Alemania. En la embajada soviética en la calle Unter den Linden los funcionarios estaban en sus puestos. Un mensaje urgente de Moscú exigía “una aclaración significativa” de los enormes preparativos militares en las fronteras desde el Báltico hasta el Mar Negro. Valentín Berezhkov, el primer secretario e intérprete jefe, telefoneó al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán en la Wilhelmstrasse para concertar una entrevista. Se le dijo que el ministro del Reich Joachim von Ribbentrop estaba fuera de la ciudad, y que el secretario de Estado barón Von Weizsacker no podía ponerse al teléfono. A medida que transcurría la mañana, llegaban de Moscú nuevos mensajes urgentes pidiendo noticias. Había una atmósfera de histeria contenida en el Kremlin mientras aumentaban los indicios de las intenciones alemanas, llegando a más de ochenta las advertencias recibidas durante los ocho meses anteriores.
El subdirector de la NKVD (policía de seguridad) acababa de informar que había habido no menos de “treinta y nueve incursiones aéreas en las fronteras de la URSS” el día anterior. La Wehrmacht se preparaba sin ningún disimulo, aunque la falta de secreto parecía confirmar la idea en el retorcido cerebro de Stalin de que esto era parte de un plan de Adolf Hitler para extraer mayores concesiones.
El embajador soviético en Berlín, Vladimir Dekanozov, compartía la convicción de Stalin de que se trataba de una campaña de desinformación desatada originalmente por los británicos. Incluso desdeñó el informe de su propio agregado militar que se refería al despliegue de 180 divisiones en la frontera. Dekanozov, un protegido de Laurenti Beria, era también georgiano y miembro veterano de la NKVD. Su experiencia en asuntos exteriores iba poco más allá de los interrogatorio s y las purgas que había realizado de diplomáticos mucho más experimentados que él. Otros miembros de la misión, aunque no se atrevían a expresar sus opiniones con demasiado énfasis, apenas si tenían dudas de que Hitler estaba planeando una invasión.
Habían incluso enviado las galeradas de un manual de frases preparado para las tropas invasoras, que un impresor alemán comunista había llevado secretamente al consulado soviético. Entre las frases traducidas al ruso estaban: “¡Ríndase o disparo!”, “¡Arriba las manos!” “¿Dónde está el director de la granja?”, “¿Es usted comunista?”.
Las nuevas llamadas de Berezhkov a la Wilhelmstrasse obtuvieron por respuesta que Ribbentrop “no está aquí y nadie sabe cuándo regresará”. Al mediodía, intentó contactar con otro funcionario, el jefe del departamento político. “Creo que algo está ocurriendo en el cuartel general del Führer. Es muy probable que todos estén allá”. Pero el ministro de Exteriores alemán no había salido de Berlín. Ribbentrop estaba ocupado preparando instrucciones para la embajada alemana en Moscú con el encabezamiento de “’Urgente!
¡Secreto de estado!”. Al día siguiente, por la mañana temprano, unas dos horas después de que comenzara la invasión, el embajador, el conde Friedrich Werner von der Schulenburg, debía transmitir al gobierno soviético una lista de agravios que servirían de pretexto.
A medida que anochecía ese sábado en Berlín, los mensajes de Moscú se hacían cada vez más frenéticos. Berezhkov telefoneaba a la Wilhelmstrasse cada media hora. Con todo, ningún alto funcionario respondía a sus llamadas. Desde la ventana abierta de su despacho podía ver los anticuados cascos Schutzmann de los policías que vigilaban la embajada. Aparte de ellos, los berlineses realizaban su nocturno paseo sabatino por la Unter den Linden. El contraste entre la guerra y la paz creaba una desconcertante atmósfera de irrealidad. El expreso Berlín - Moscú estaba a punto de pasar entre los ejércitos alemanes expectantes cruzando la frontera como si nada malo ocurriera.
Berezhkov había abandonado toda esperanza de ponerse en contacto con el despacho de Ribbentrop a medida que avanzaba la noche. De pronto, a eso de las tres de la mañana, sonó el teléfono que tenía junto a él. Una voz desconocida anunció: “El señor ministro del Reich Von Ribbentrop desea ver a los representantes del gobierno soviético en el Ministerio de Asuntos Exteriores en la Wilhemstrasse”. Berezhkov explicó que tardaría en despertar al embajador y en ordenar un coche.
“El automóvil del ministro del Reich aguarda ya a las puertas de la embajada. El ministro desea ver a los representantes soviéticos de inmediato,”Fuera de la embajada, Dekanozov y Berezhkov encontraron la limusina negra esperando pegada al bordillo. Un funcionario del ministerio de Relaciones Exteriores totalmente uniformado estaba de pie junto a la puerta, mientras que un oficial de las SS permanecía sentado junto al conductor. Cuando partían, Berezhkov notó que, más allá de la Puerta de Brandenburgo, el amanecer ya clareaba en el cielo por encima de los árboles del Tiergarten.
Era una mañana de pleno estío. Cuando llegaron a la Wilhelmstrasse, vieron a una multitud de gente afuera. La entrada con su toldo de hierro forjado estaba iluminada con los focos de cámara para los equipos de noticias. Los periodistas rodearon a los diplomáticos soviéticos, cegándolos momentáneamente con los flashes de sus cámaras. Esta recepción inesperada hizo a Berezhkov temer lo peor, pero Dekanozov parecía inalterable en su creencia de que Alemania y Rusia estaban todavía en paz.
El embajador soviético, “apenas de cinco pies de estatura, con su pequeña nariz picuda y unas cuantas mechas de cabello negro pegadas a la calva”, no era una figura impresionante. Hitler, cuando lo recibió por primera vez, hizo que dos de los guardias más altos de las SS lo flanquearan para marcar el contraste. Sin embargo el diminuto georgiano era peligroso para aquellos que tenían el poder. Se le había llamado l “verdugo de Bakú” a causa de sus actividades represivas en el Cáucaso después de la guerra civil rusa. En la embajada en Berlín, tenía incluso una cámara para torturas y ejecuciones construida en el sótano destinada a los, sospechosos de traición en la comunidad soviética.
Ribbentrop, mientras esperaba que llegaran, paseaba de un lado a otro en su despacho “como una fiera enjaulada”. Casi había perdido por completo la “expresión de estadista que reservaba para las grandes ocasiones”. “El Führer está absolutamente en lo correcto al atacar ahora a Rusia”, repetía una y otra vez como si tratara de convencerse a sí mismo. “Los rusos de hecho nos atacarían, si no lo hiciéramos nosotros.” Sus subordinados “estaban convencidos de que no podría soportar la idea de destruir lo que consideraba su más importante logro: el pacto Mólotov-Ribbentrop. Es posible que hubiera comenzado a sospechar que la temeraria apuesta de Hitler se convertiría en el desastre más grande de la historia. Se hizo pasar a los dos representantes soviéticos al gran despacho del ministro del Reich. Una extensión de suelo de parqué con diseños llevaba al escritorio en el otro lado de la habitación. Había estatuillas de bronce sobre pedestales alineadas contra las paredes. Cuando se acercaron, el aspecto de Ribbentrop impresionó a Berezhkov: “Su rostro estaba rojo e hinchado, sus ojos vidriosos e inflamados”. Se preguntó si habría estado bebiendo.
Ribbentrop, después de darles la mano del modo más somero, los condujo a un costado de una mesa donde se sentaron. Dekanozov comenzó a leer una declaración pidiendo garantías al gobierno alemán, pero Ribbentrop lo interrumpió diciendo que habían sido invitados a la reunión por razones muy distintas. Con vacilaciones pronunció lo que equivalía a una declaración de guerra, aunque esta palabra no fue nunca mencionada; “La actitud hostil del gobierno soviético hacia Alemania y la grave amenaza que representa la concentración de tropas rusas en la frontera oriental de Alemania ha obligado al Reich a tomar medidas militares en contra”. Ribbentrop repitió el mismo mensaje con diferentes palabras y acusó a la Unión Soviética de diversos actos, incluida la violación militar del territorio alemán. De repente Berezhkov vio claramente que la Wehrmacht debía de haber comenzado ya la invasión.
El ministro del Reich se puso de pie bruscamente. Le entregó el texto completo del memorándum de Hitler al embajador de Stalin, que se había quedado sin habla: “El Führer me ha encargado informarle a usted
oficialmente de estas medidas defensivas”.
Dekanozov también se levantó. Apenas llegaba al hombro de Ribbentrop. Por fin comprendió todo: “¡Ustedes lamentarán este ataque insultante, provocador y absolutamente rapaz contra la Unión Soviética. Lo pagarán muy caro!”. Se marchó seguido por Berezhkov, avanzando a grandes zancadas hacia la puerta. Ribbentrop se apresuró a seguirlos. “Diga en Moscú -susurró con premura - que yo estaba en contra de este ataque.” Ya había amanecido cuando Dekanozov y Berezhkov subieron en la limusina para el corto trayecto hasta la embajada soviética. En la Unter den Linden encontraron que un destacamento de las tropas de las SS había acordonado la manzana. Dentro, los miembros del personal, que aguardaban su regreso, les dijeron que las líneas telefónicas habían sido cortadas. Sintonizaron el aparato de radio con una estación rusa. Moscú estaba adelantada una hora respecto al horario de verano alemán, de modo que eran las seis de la mañana del domingo 22 de junio. Para su asombro y consternación, el boletín de noticias se concentraba en la subida de las cifras de producción de la industria y la agricultura soviéticas. Seguía un programa de gimnasia. No hubo ninguna referencia a la invasión alemana. Los oficiales de la NKVD y la GRU (inteligencia militar) de la embajada subieron inmediatamente al piso superior, un área restringida sellada con puertas de acero y ventanas de hierro. Los documentos secretos fueron quemados en unos hornos de
incineración rápida instalados para casos de emergencia.
Beevor, A. Stalingrado.