25-08-2007
Entre las más extravagantes aventuras de la II Guerra Mundial está la del aviador japonés Nobuo Fujita, que, despegando desde un submarino, trató de incendiar a bombazos los bosques de Oregón en el único ataque aéreo que ha sufrido el territorio continental de EE UU hasta el 11-S. Los resultados no fueron lo que se dice espectaculares.
Cuando aquella mañana del 9 de septiembre de 1942 el sargento especialista y aviador de la Armada Imperial japonesa Nobuo Fujita, de 31 años, trepaba a la carlinga de su aeroplano, con cierta dificultad, pues ceñía espada de samurái, era muy consciente de que estaba haciendo historia. Fujita estaba a punto de despegar para bombardear por primera vez desde un avión territorio continental de Estados Unidos. En concreto, los bosques de Oregón.
El ataque aéreo de Fujita -en puridad dos, pues lo repitió días más tarde- es el único de su clase que se ha realizado contra EE UU (descartando el cometido contra Pearl Harbor, en la isla Oahu, en Hawai) hasta que los terroristas del 11-S estrellaron aviones contra las Torres Gemelas y el Pentágono. La de Fujita, Faetón [hijo del Sol en la mitología griega] de ojos rasgados, fue una agresión mucho menos luctuosa -de hecho, no murió ni fue herido nadie-, más audaz, e incluso estamos tentados de calificarla de romántica. Fue además un fracaso: el objetivo era provocar grandes incendios forestales con sus bombas, pero había llovido y los bosques estaban húmedos.
Era una operación arriesgada: hacer despegar un avión desde la cubierta de un submarino tras haber navegado desde Japón hasta la costa oeste de EE UU y sobrevolar en solitario 80 kilómetros de territorio enemigo hasta los grandes bosques del parque nacional del monte Emily. Iba a ser una respuesta al osado bombardeo de Tokio por los B-25 de Jimmy Doolittle en abril. El plan, basado en el uso agresivo de la aviación embarcada en submarinos (los japoneses eran los únicos que disponían de esa innovación: un total de 41 de sus sumergibles portaban hidroaviones desmontados y estibados en un hangar a tal efecto), lo había ideado el propio Fujita en su tiempo libre, aunque su proyecto original era atacar el canal de Panamá. El veterano aviador se quedó de una pieza cuando en julio de 1942 fue requerido por el cuartel general de la Armada para una reunión secreta en torno a su plan en la que estaba presente nada menos que el príncipe Takamatsu, el hermano pequeño de la Sagrada Grulla, el emperador Hiro Hito (véase el libro de referencia de la aventura, The Fujita Plan, de Mark Felton, Pen & Sword, 2006). "Fujita, vamos a enviarle a bombardear el continente americano", le dijeron. A lo que el piloto contestó doblándose por la cintura con un lacónico y marcial: "¡Hai!".
Nacido en 1911, Nobuo Fujita, pequeño y nervudo, se alistó en la Armada Imperial en 1932 y, prendado de los aeroplanos y de la mística del vuelo como muchos otros jóvenes de la época, consiguió hacerse aviador de la marina, un destino entonces exclusivísimo, una pequeña hermandad de pilotos de élite que por un tiempo reinaron en los cielos de Asia. Fujita fue piloto de pruebas, y parece que excelente, todo un natural flyer, y luego lo enviaron no a portaaviones, sino a submarinos -un destino extravagante para un aviador en cualquier otra armada-. Embarcado en el I-25 durante la II Guerra Mundial, vivió aventuras sin cuento realizando atrevidos vuelos de reconocimiento desde el sumergible con su aparato, en puro estilo vol de nuit, orientándose por la luz de los faros costeros (incluso voló sobre los puertos de Sidney, Melbourne y Auckland). Su aeroplano era el pequeño hidroavión Yokosuka E14Y (denominado Glenn por los aliados), que se lanzaba desde una rampa en cubierta y que los operarios montaban en una hora. Su velocidad de crucero era de 135 kilómetros por hora, tenía una autonomía de cinco horas y, por toda defensa, una ametralladora de 7,7 milímetros.
Aquel 9-S en la costa de Estados Unidos, tras colocarse las antiparras típicas de los pilotos japoneses en forma de ojos de gato, despegar con el buen augurio del sol naciente que se espejeaba en sus alas y escuchar los "¡banzai!" de rigor de la tripulación del I-25, Fujita y su observador, Shoji Okuda (que moriría luego durante la guerra), volaron entre neblina y lanzaron sobre un denso bosque la primera de las seis bombas de 76 kilos, que dispersaban al detonar 520 bolitas incendiarias en un área de 90 metros cuadrados. Vieron el brillo de la explosión y llamas. Vecinos del pueblecito de Brookings y guardabosques siguieron con lógica preocupación las evoluciones del avioncito japonés, y se dio la alarma, incluso al FBI. Los fuegos se extinguieron por sí mismos. Fujita volvió a atacar el día 29, esta vez de noche, con el mismo resultado. De regreso al sumergible, salieron por piernas convencidos de que habían montado una buena.
La parte bonita de la historia de Fujita viene después de la guerra (en la que continuó volando desde submarinos hasta que en 1944 le transfirieron al adiestramiento de kamikazes, un destino sin mucho futuro). En 1962, el viejo piloto reconvertido en comerciante de metales recibió una invitación para viajar a Brookings. Temiendo que fuera para juzgarle por crímenes de guerra, se llevó su espada, por si había que hacerse el haraquiri. Con gran sorpresa por su parte, le recibieron con simpatía. Tanta, que decidió regalar al pueblo el sable de su familia -el que llevó en sus vuelos-, que se exhibe en el Ayuntamiento de la localidad. Fujita regresó varias veces al pueblo, del que fue nombrado ciudadano honorario, e incluso volvió a volar sobre los parajes de su ataque y plantó un árbol -un retoño de secuoya- en el lugar exacto donde cayó una de sus bombas. En 1997, cuando Fujita murió de cáncer de pulmón, su hija Yoriko enterró parte de sus cenizas entre los bosques que el samurái aviador quiso un día incendiar.
Artículo de Jacinto Antón para EL País 05/08/2007
Saludos.