15-04-2008
Introducción.
Más allá de la natural y ya de por sí interesante controversia que pueda provocar la muerte de Yamamoto, en el sentido de determinar si fue un frío y planificado asesinato, o un acto de guerra más, los post siguientes se centran en la polémica que se generó entre los pilotos americanos Tom Lanphier y Rex Barber sobre el dudoso honor de haber sido quien derribó el avión del Almirante.
La polémica se originó en parte debido al secreto de la misión, la cual continuó siendo secreta hasta mucho tiempo después de realizada. La US Navy temerosa de que los japoneses supieran que estaban descifrando sus códigos no admitió la misión hasta terminada la guerra, cuando ya la polémica estaba instaurada. En un principio se admitió la existencia de tres bombarderos japoneses (esto se entenderá cabalmente más adelante) y se optó salomónicamente por dar medio crédito a cada piloto en disputa por el avión de Yamamoto…
Pero las cosas se complicaron cuando en abril de 1967 la conocida revista Selecciones del Reader’ Digest publicó el artículo del piloto Tom Lanphier “Yo derribé a Yamamoto” el cual transcribo a continuación en su totalidad:
YO DERRIBE A YAMAMOTO
Thomas Lanphier
Era un día inquieto y lluvioso en el cementerio de Arlington, en los alrededores de Washington, y el viento frío jugaba con la bandera que envolvía el féretro de mi hermano. Ante la tumba nos habíamos congregado, mis padres, mi otro hermano, Jim, y yo. Cuatro años hacia que había terminado la segunda Guerra Mundial, pero acababan de traer de la zona del pacifico sur el cadáver de mi valeroso hermano menor, Charles. Mientras escuchaba las palabras del capellán, pensé en la extraña manera en que la vida de mi hermano y la mía se enlazaron en una remota isla del archipiélago de las Salomón (la siniestra Boungaville de forma de violín) y con un hombre a quien ni el ni yo vimos jamás: el Almirante Isoroku Yamamoto, comandante en jefe de la Marina Imperial Japonesa.
Cuando el ataque a Pearl Harbor comprometió a los Estados Unidos en la guerra, fue casi inevitable que Charlie y yo nos hiciéramos aviadores, pues nuestro padre había sido uno de los primeros oficiales de la Fuerza Aérea en la Primera Guerra Mundial. Charlie estaba haciendo los cursos de piloto de caza con la Infantería de Marina cuando a mi me mandaron a Guadalcanal con una escuadrilla de cazas P-38 del ejercito. Un día de marzo de 1943, al regresar de una patrulla de combate, oí en la radio una voz conocida. ¡Era Charlie¡ Estaba también en el aire sobre Guadalcanal, de regreso de una misión.
En las semanas siguientes nuestros caminos se cruzaron con frecuencia. Una vez hasta combatimos contra la misma formación de zeros; en otra ocasión ayude a salvarlo porque tuvo que saltar en paracaídas sobre la isla de Santa Isabel, también de las Salomón. Pero esa es otra historia.
¿GUERRA O ASESINATO?...
Por la tarde del 17 de abril de 1943 recibí ordenes de presentarme en el refugio de operaciones de Henderson Field. Llegue con el mayor John Mitchell, jefe de la escuadrilla de combate 339 y primer as de la aviación en Guadalcanal. Apenas entramos en el guardado refugio comprendimos que ocurriría algo muy importante, pues allí estaban todos los mas importantes jefes de la isla.
Un comandante de la Infantería de Marina, con expresión grave, nos paso un cable marcado con la palabra “secreto”.
“Yamamoto y su estado mayor llegarán a Boungaville por aire abril 18” decía el despacho. “La escuadrilla 339 debe hacer máximo esfuerzo interceptar y destruir. El Presidente atribuye suma importancia a esta operación”. El mensaje explicaba enseguida que Yamamoto y los suyos irían escoltados por seis zeros, y daba el itinerario detallado del vuelo. Estaba firmado “Frank Knox” (el secretario de marina de los Estados Unidos).
¡Con razón estaba tenso el ambiente¡ Yamamoto no solo era el jefe de la marina japonesa sino el forjador del alevoso ataque contra Pearl Harbor, que inutilizó la flota norteamericana del Pacifico y mató a unas dos mil personas. Mitchell y yo nos miramos. Boungaville quedaba a 500 kilómetros de distancia, y en Guadalcanal los únicos aviones que tenían suficiente autonomía de vuelo para poder interceptar a Yamamoto eran nuestros Lockheed Lightning.
Yamamoto tenía entonces 59 años. Era un hombre fornido, de rostro de piedra, artífice de la moderna Marina Japonesa. Perfeccionó las técnicas de combate nocturno y los torpedos, que tantos buques costaron a nuestras fuerzas. Como precursor de la aviación, ayudo a perfeccionar el mortífero avión de caza zero, y su confianza en el portaaviones favoreció la revolución de la guerra naval.
Por ironía del destino, Yamamoto era un gran admirador de los Estados Unidos. Había sido un brillante alumno de la Universidad de Harvard, y muy querido cuando fue agregado naval en Washington; hablaba el ingles correctamente, le gustaban el poker y el béisbol; en fin, los círculos ultra militaristas japoneses lo consideraban tan amigo de los Estados Unidos que alguna vez amenazaron con asesinarlo. A pesar de todo, cuando el Ejército obligó al Japón a entrar en guerra con los Estados Unidos, Yamamoto dirigió la Marina con su peculiar habilidad y devoción.
El acuerdo de atacar el avión en que viajaba, no se tomó a la ligera. Se había presentado aquella oportunidad gracias a una circunstancia que se guardó como uno de los mayores secretos de guerra: los criptógrafos norteamericanos habían logrado descifrar la clave japonesa lo que nos permitía enterarnos de los mensajes cifrados del enemigo. Cuando se supo que Yamamoto se pondría al alcance de nuestros aviones, se consultó con el presidente Roosevelt, lo mismo que con el jefe de la marina, Almirante Ernest King. Derribar al almirante japonés ¿seria una acción de guerra o un asesinato? El quid de la cuestión estaba en la pregunta que hizo el almirante Chester Nimitz: -¿Tiene el Japón con quien reemplazarlo?
Todos estuvieron de acuerdo que no tenia sustituto, puesto que Yamamoto era un elemento vital para el esfuerzo bélico del enemigo, había que eliminarlo.
LA PUNTUALIDAD DEL ALMIRANTE.
En el refugio de Guadalcanal se discutió vivamente cual seria la mejor manera de llevar a cabo este cometido. Yamamoto debía llegar a la gran pista de aterrizaje de Boungaville, a las 09:45 de la mañana siguiente. Resolvimos finalmente interceptarlo en su vuelo diez minutos antes, en un punto situado a 55 kilómetros al Norte. Aquello era correr un albur muy grande, pues solo contábamos con 18 aviones para la operación, mientras que los japoneses tenían más de 100 en Kahili. Además, aun con depósitos adicionales de gasolina, no podríamos llevar suficiente combustible para permanecer mucho tiempo sobre la zona del objetivo. Para contar con una remotísima probabilidad de buen éxito, era necesario ejecutar la misión con precisión cronométrica.
Poco después en una colina cubierta de hierba, cerca del aeródromo, el mayor Mitchell nos dio instrucciones:
- Despegaremos a las 07:25 –nos dijo- . Mi escuadrilla, con 14 aviones, permanecerá a 6.000 metros para hacer frente a los cazas de Kahili. La escuadrilla Lanphier, con cuatro aviones, volara a 3.000 metros para interceptar la formación de Yamamoto.
Un oficial de inteligencia del ejercito recalco que Yamamoto era muy importante para la marina japonesa, y que su perdida seria un golpe gravísimo para el espiritu de combate del enemigo - Es un amante de la perfección –agrego el oficial- nuestro servicio secreto insiste en la puntualidad del almirante. Es preciso que ustedes también sean puntuales.
El domingo 18 amaneció un día claro, pero húmedo en Guadalcanal. Al rodar sobre la embarrada parrilla de acero de la pista alcance a ver a mi compañero de ala, teniente Rex Barker, que me hacia un ademán de saludo y me sonreía. Exactamente a las 07:25, Mitchell rodó por la pista y despego. Barker y yo lo seguimos
pero a uno de los otros dos aviones de mi grupo se le reventó un neumático en la pista; y en el segundo, los depósitos del fuselaje no estaban alimentando debidamente el combustible. Se acababa de iniciar la misión y ya habíamos perdido dos aviones.
Mitchell ordenó a su segundo elemento –los tenientes Besby Colmes y Raymond Hine que pasaran a mi grupo. Así todos pusimos proa al norte, volando a ras de las olas para evitar ser descubiertos por el radar del enemigo. Describíamos un arco en zigzag en dirección de Kahili.
MIEDO BAJO EL SOL.
Volando bajo el ardiente sol de la mañana, nuestra apretada formación de 16 Lightnings mantenía la radio en absoluto silencio. Durante casi dos horas no vimos tierra. Yo sentía el miedo que se siente siempre antes de entrar en combate. En casi cien misiones de guerra había aprendido que hay diversos grados de valor; unos días un piloto esta más dispuesto que otros a arriesgar la vida. Esta vez yo sentía que todos estábamos dispuestos a arriesgarlo todo.
Al fin divisamos las Islas del Tesoro en el horizonte, al noroeste, y en seguida, Boungaville, gran isla cuya enmarañada selva llegaba hasta el borde del agua. Cuando cruzamos la línea de la costa, Mitchell empino la proa de su avión para encabezar el ascenso de su escuadrilla hasta 6.000 metros de altura, y yo seguí con mi grupo hacia el nivel de 3.000 metros. Mire el reloj de mi tablero de instrumentos: eran las 09:33 de la mañana.
Las 09:34…un minuto para llegar al objetivo. Mientras subíamos tendí la mirada por la inmensidad del cielo, pero no se veía nada, fuera de unas pocas nubes cúmulos. Seguramente los aviones japoneses que llegaban o salían de Kahili nos descubrirían en cualquier momento. ¿Dónde estaba el puntual almirante?
Instantes después un piloto de la escuadrilla de Mitchell rompió el silencio. –avión enemigo Altura a las diez (esto es, que el avión descubierto va mas alto con relación al descubridor, y en esa posición de las agujas del reloj).
En efecto, en la lejanía apareció una formación de puntos en V. Cuando se fueron acercando pude identificarlos: eran dos bombarderos bimotores enemigos escoltados por seis zeros. Mi reloj señalaba las 09:35. El almirante cumplía su horario con toda precisión y nosotros también. El esfuerzo concentrado de incontables personas nos había llevado a este punto preciso del vasto Pacifico. Ahora todo correría por nuestra cuenta.
RAFAGA DE BALAS.
Dejé caer los voluminosos depósitos del fuselaje y me prepare para atacar. Delante y arriba de nosotros, la formación japonesa venia a nuestro encuentro todavía sin habernos visto. Súbitamente nos fallo la buena estrella: Colmes, guía de mi segundo elemento, no podía soltar los depósitos del fuselaje. Haciendo dar al avión fuertes sacudidas para ver si así se desprendían, se alejó siguiendo la línea de la costa, y su compañero de ala, Hine, no tuvo mas remedio que retirarse con él. Nos quedamos solos Barber y yo para dar la batalla.
Estábamos como a un kilómetro y medio de la formación japonesa y acercándonos velozmente, cuando nos descubrieron los zeros. Soltando sus depósitos de fuselaje, picaron para interceptarnos. El bombardero guía trataba de escapar lanzándose en picado hacia la selva, mientras el segundo se lanzo directamente hacia nosotros. Al arrojarme tras el primero de los bombarderos, tres zeros se me vinieron encima. Tiré de la palanca de mandos para encañonar con mis ametralladoras al primero de los zeros, y estuvimos a punto de chocar antes de que mi ráfaga de balas le cercenara una de sus alas. Giró en el aire debajo de mi, envuelto en humo y llamas. En ese instante, en un ascenso casi vertical di una vuelta, de campana para buscar al bombardero guía que había perdido de vista durante el combate.
El pánico tiene efectos maravillosos en la agilidad de la visión. De un sólo vistazo me di cuenta que Barber peleaba con unos zeros mientras que otros dos cazas enemigos me atacaban a mi. Enseguida vi una sombra verdosa que pasaba sobre las copas de los árboles: era el bombardero que casi las rozaba. Lo seguí, bajando también al nivel de los árboles y empecé a dispararle una larga y continua lluvia de balas. Se le empezaron a incendiar el motor y el ala derecha; en seguida se desprendió ésta y el bombardero se estrelló en la selva.
Mientras tanto, Barber había derribado al otro bombardero sobre el mar . Era hora de alejarnos de allí lo mas pronto posible.
Deslizándome sobre la selva y haciendo zigzags trataba de escapar de los zeros que me perseguían. De pronto me cegó el polvo, sin querer había volado sobre una esquina del aeródromo de Kahili, donde se levantaba la polvareda de un enjambre de cazas japoneses que se apresuraban a elevarse. Volé derecho, atravesé la bahía y Salí al mar abierto; una vez allí, puse al Lightning en ascenso veloz (para eso había sido construido) y poco a poco dejé atrás los zeros.
PLUMAS DE PAVO REAL.
El vuelo de regreso fue emocionante. A algunos nos había alcanzado el fuego enemigo y a todos nos escaseaba el combustible. Yo aterricé el último en nuestra escuadrilla y tenía vacío el depósito de combustible cuando paré. Una muchedumbre de aviadores, mecánicos y soldados corrieron al avión, me sacaron y me deban palmadas en la espalda, me sentí como un futbolista que acababa de meter un gol.
Barber también había tenido éxito. Además del otro bombardero derribo dos zeros. También perdimos un hombre. Ray Hine , buen amigo y gran aviador.
Esa noche cenamos carne asada, retoños de bambú y cerveza helada, como obsequio del general Collins y recibimos un mensaje del almirante Halsey, jefe de las fuerzas navales norteamericanas en el Pacifico Sur. “Felicitaciones comandante Mitchell y sus cazadores” decía: “parece que uno de los patos que han cazado era un pavo real”.
IRONIA DE LA GUERRA.
Solo después de la guerra vinimos a conocer en detalle los resultados de nuestra misión. El bombardero derribado por Barber cayo al mar y los almirantes Ugaki y Kitamura fueron rescatados gravemente heridos. El otro bombardero se halló en la selva, y en su interior, el cadáver del almirante Yamamoto, todavía apretando en su puño su espada ceremonial. Llevaron sus cenizas a Tokio donde millones de japoneses asistieron al entierro oficial: fue la mayor manifestación de duelo nacional desde el funeral en Londres, del Almirante Nelson.
Un mes después de su muerte, Tokio confesó por fin que Yamamoto había perecido; pero mientras duró la guerra, los Estados Unidos no revelaron ningún detalle de lo sucedido. Había para ello dos razones. Por una parte se temía que si se divulgaba el meticuloso cuidado con que se planeó la operación, el enemigo comprendería que su clave había sido descifrada. La segunda razón del silencio oficial me tocaba a mi más de cerca.
Justamente dos meses después del episodio, mi hermano Charlie, que ya se había apuntado cuatro zeros derribados en combate, encabezó un grupo de ocho Corsairs en una incursión para barrer con fuego rasante ese mismo aeródromo de Kahili en Boungaville. Fue derribado casi en el mismo punto donde yo derribé a Yamamoto. Sin embargo, Charlie sobrevivió, y lo mandaron a un campo de prisioneros en Rabaul. Nuestro gobierno no revelo que yo había matado a Yamamoto por temor de que los japoneses tomaran represalias contra Charlie. Mi hermano murió de gangrena, precisamente dos semanas después de que la infantería de marina liberara a los prisioneros.
Mientras permanecía con mi familia bajo la lluvia en el cementerio de Arlington, durante el servicio fúnebre en el entierro de Charlie, sentí más profundamente que nunca la tragedia y la inutilidad de la guerra. ¡Que ironía –pensé- que yo hubiera derribado al almirante Yamamoto sobre Kahili y que Charlie hubiese sido derribado casi en el mismo punto! Me preguntaba, entristecido, si esta humanidad que con su razón se ha abierto hasta la energía atómica, llegaría algún día a la paz genuina.
Thomas Lanphier
Continuará...