28-02-2006
Durante el período de la paz armada, las tensiones fueron tantas que en realidad debería hablarse de un estado intermedio entre la paz y la guerra. Si los cañones no eran los que llevaban la voz cantante en Europa, era sólo debido a los grandes esfuerzos de la diplomacia por mantener un cierto equilibrio de poderes. De hecho, en general reinaba un gran temor al estallido de una guerra. Y esto tenía una explicación lógica. Durante el enfrentamiento franco-prusiano de 1870, había quedado claro que, a partir de ese momento, las batallas no involucrarían sólo a los militares, como ocurría en la antigüedad. Serían naciones completas las que se verían envueltas en la movilización bélica. Los progresos en el campo de las máquinas de combate hacía que la guerra cobrara un rostro cada vez más amenazador, capaz de poner en jaque el porvenir de toda una nación.
Sin embargo, las potencias se vieron embarcadas en una vertiginosa carrera armamentista. Alemania, temerosa de sufrir un ataque francés de revancha, se preparaba concienzudamente para un eventual enfrentamiento. Los otros imitaban su ejemplo, para no quedar en posición de desventaja. Según un historiador, por ese entonces "las naciones mantenían, en tiempos de paz, ejércitos más considerables que antiguamente en tiempos de guerra
Las cifras vienen a corroborar lo anterior. Alemania, por ejemplo, contaba con más de 600 mil hombres de armas a fines del siglo XIX. El ejército francés tenía unos 550 mil soldados, el austríaco casi 400 mil y el ruso superaba el millón trescientos mil efectivos.
A esto hay que sumar el arsenal militar, que se hacía más sofisticado a medida que progresaba la técnica. Fusiles, cañones, ametralladoras acorazados y buques torpederos llenaban el inventario, que cada día lucía nuevas piezas como submarinos, dirigibles y aeroplanos. Como este material bélico debía ser renovado y actualizado permanentemente, resulta fácil comprender que absorbiera una tajada considerable de los presupuestos de las naciones.