Un poquito mas (sooooy maaalo)
Un genio despótico
Fue el arquetipo del industrial del siglo XX
Y revolucionó el sistema de producción
Por CLAUDIO MARIO ALISCIONI. De la Redacción de Clarín
Era fama en su época que tenía una lengua envenenada. Hacia la década del 20, había escrito un panfleto antisemita llamado El Judío Internacional que levantó ampollas en los círculos económicos de Nueva York. Pero fue recién en 1922 cuando se descubrió, casi por casualidad, un indicio de vínculo, aunque sea por empatía, entre su persona y los nazis: un reportero de The New York Times halló un retrato suyo y un ejemplar de aquel libro sobre el escritorio de un entonces ignoto Adolf Hitler.Déspota, ácido y contradictorio, tan testarudo y soberbio como depresivo, Henry Ford es el origen y genio de la más ilustre dinastía de los fabricantes de automóviles. Había nacido en 1863 en una familia de origen inglés y protestante. La filiación religiosa es crucial: sólo una moral como la puritana pudo engendrar a un empresario que hizo del trabajo y las privaciones la savia energizante de su vida.
Era un hombre flaco, de ojos verdes y pelo revuelto, con un rostro de corsario marcado a hachazos como si lo hubieran modelado de prisa para echarlo pronto al mundo. Creció con el sueño del inventor, en un país que ya entonces despuntaba sus veleidades hegemónicas amenazando a una América latina aún en pañales.
Los estadounidenses tenían entonces una tibia idea del nervio capitalista que heredaron de los ingleses. Pero Ford supo desde el inicio que el secreto era la industria.Su gran sueño era desarrollar un coche que facilitase la tarea del granjero. No debe tener más cilindros que las ubres de una vaca, decía con su voz lenta y monótona, como la de un cura recitando el latín. Y así fue: justo en la cocina de su casa, en el hogar natal de Dearborn, en Michigan, el primer motor fabricado por Henry comenzó a toser sin ganas desde sus cuatro cilindros. Era el prototipo del Ford T, aquel modelo tosco y desproporcionado, con los bigotes de fierro al volante y la bocina ahogada como el estertor de un carnero degollado. Ese auto lo convirtió en el arquetipo del industrial del siglo XX.La clave del éxito fue una de las genialidades de Ford, reconocidas aún por quienes repudiaban su antisemitismo visceral. Todo se basó en emplear la cadena de montaje en un taller, con lo que el vehículo iba armándose de a poco, circulando por una cinta mecánica.
Ese ardid aceleró los tiempos de fabricación y revolucionó la economía: en 1912, se necesitaban 12 horas para ensamblar un Ford T. El nuevo método requería 90 minutos. En 1914, las ventas pasaron de 78.000 autos a 250.000.Sagaz, Ford mostró un dulce a sus obreros elevando los salarios de 2,50 dólares la hora al doble e instauró un sistema laboral por el que cada trabajador cumplía sólo una función. Aunque al principio su gente lo amaba, fue el iniciador sin escrúpulos de la división del trabajo en el taller.
Durante esos inicios, era el héroe de la prensa, el prototipo del self made man, y todos perdonaban el culto a su persona.Pero sólo era la primera etapa de una locura al principio genial y que culminó en la devastación. Maniátiaco y arbitrario (un cliente puede tener su coche del color que quiera, siempre y cuando sea negro), fue un pacifista en las dos guerras mundiales.
En la Primera, quiso que los soldados se declararan en huelga en las trincheras. Desolado por su fracaso, culpó a la banca Morgan y a la avaricia de los judíos por el estallido de la contienda. En su cabeza, el judío era -con su cosmopolitismo y sus préstamos monetarios- el villano de los radioteatros del capitalismo estadounidense.
En 1919, esa fobia lo llevó a comprar el diario Dearborn Independent para convertirlo en una cloaca antisemita. Luego, destiló más veneno en su autobiografía Mi Vida y mi Obra, para completar la saga de odio con El Judío Internacional, el libro apreciado por Hitler.Según dicen Peter Collier y David Horowitz en su libro Los Ford, Henry repitió su prejuicio antisemita en la Segunda Guerra: tomaba como un mandato divino que Hitler pudiera liquidar a los judíos.
La prensa lo fusiló: el The New York Times lo tildó de fascista industrial, el Mussolini de Detroit. Y sobraban argumentos. Los judíos eran para él un quiste en el estómago: no sólo estaba convencido de que tuvieron que ver con el asesinato de Abraham Lincoln. Su racismo penetró hasta en el riñón de la compañía. Nunca dejes que el señor Ford te vea usando bronce, es un metal judío, le dijo un operario veterano a otro recién ingresado. El capataz William Klamm confirmaría luego que era una norma no admitir judíos en el taller.
El 8 de abril de 1947, Ford murió en su casa. El fin tuvo la tristeza que tienen las culpas. Lo sobrevivió un imperio planetario